Editorial Edición Nº 28

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El tema central de nuestro número de INTERCAMBIO está dedicado a las Elecciones de octubre donde veintiún millones de ciudadanos y ciudadanas elegiremos a trece mil autoridades para los gobiernos distritales, provinciales y regionales. Los artículos que presentamos muestran miradas desde Amazonas, Piura y Moquegua y en ellos no encontramos lecturas esperanzadoras de que la política y la cultura política ciudadana estén realmente cambiando. Los temas recurrentes son la crisis de la institucionalidad de los partidos políticos, la presencia de movimientos regionales de corto alcance y una sociedad civil frágil para la adecuada vigilancia ciudadana. No exageramos si decimos que las elecciones de octubre no muestran indicios de salida de la crisis de representatividad que nos asfixia políticamente.

Estas lecturas no desentonan con análisis más amplios y de conjunto, entre ellos, el de la Conferencia Episcopal Peruana, que destacan la desconfianza e insatisfacción ciudadana hacia la política en general. Un reconocido politólogo, Steven Levitzky, ha hecho notar que la política partidaria peruana es extraordinariamente personalista, los partidos son propiedad de sus fundadores e instituciones subordinadas a las ambiciones personales. En su opinión, los partidos políticos han colapsado por completo.

Sería deshonesto no señalar que una de las razones de la crisis es la frágil conciencia ciudadana sobre sus derechos y deberes como miembros de una comunidad política. Expresiones como las que señala Jorge Acosta “no importa que robe, pero que dé trabajo” o Leonardo Ccori “votaré por el que tiene más plata porque cuando llegue a la alcaldía robará menos” revelan varios males que afectan no a la clase política sino al imaginario ciudadano. Uno de estos males es la consideración de que de los representantes políticos se esperan “favores” y no derechos. Esto es lamentable. Bajo esa consideración no queda más que esperar una república de vasallos y no una república de ciudadanos con mayoría de edad. El otro mal detectable es la escisión entre ética y política. Si aceptamos tan fácilmente que “no importa que robe” el propio ciudadano se denigra como persona responsable y se hace cómplice de la corrupción. Esta irresponsabilidad contribuirá para que se sostenga el status quo del “más de lo mismo”. Como sujeto responsable, el ciudadano tiene la misión análoga a la del profeta bíblico de ser “centinela” del buen gobierno como el profeta era “centinela” del pueblo de Israel denunciando el pecado y anunciando la benevolencia de Dios

¿Tienen sentido los “pactos éticos”, las “hojas de vida”, las “mesas de gobernabilidad”? El desprestigio de la política parece ser tan grande que estos instrumentos democráticos para un buen gobierno no parecen tener relevancia real alguna. Se impone la arbitrariedad del poder, la corrupción, el debilitamiento de la palabra dada, el oportunismo, el clientelaje. Y esta imposición es posible gracias a la pasividad ético-política de una ciudadanía débil o de una ciudadanía desencantada. Tampoco tenemos por qué sorprendernos, la racionalidad hegemónica tecnocrática del modelo de desarrollo y de sociedad nos ha robado el espíritu para dejarnos seducir por la dignidad de la política, por las posibilidades de un Buen Vivir, por una manera de ser persona armoniosa y amigable con el medio ambiente, con otras personas, con la Realidad Última. Indignémonos, alguna vez, y rechacemos la inercia del “más de lo mismo”. Rompamos los círculos viciosos. Seamos profetas y no de calamidades ni de odios.

P. Luis Herrera, SJ

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