El segundo periodo presidencial de Alan García será recordado por dos resultados contradictorios. Por una parte, el Gobierno saliente ha sido capaz de sostener un fuerte crecimiento económico y reducir la pobreza en el conjunto del país. Pero, por otro lado, el aumento de los conflictos sociales ha deslucido y relativizado el alcance de esos éxitos. En julio de 2006 la Defensoría del Pueblo reportó la existencia de 84 conflictos sociales de los cuales 14 eran considerados “socioambientales”. En junio de 2011, al terminar el Gobierno de García, el número de conflictos totales había escalado a 217, de los cuales 118 eran socioambientales. Más allá de los números, las dramáticas consecuencias de algunos de esos conflictos permanecerán por largo tiempo asociadas a García. Majaz, Moquegua, Islay, Puno y, sobre todo, Bagua constituyen una geografía del horror. El elevado número de víctimas de estos conflictos representan un borrón importante en las credenciales democráticas del Gobierno y, más generalmente, del conjunto de las instituciones políticas del país.
¿A qué se ha debido esta escalada de conflictos? ¿Por qué los llamados conflictos socioambientales han crecido mucho más que otro tipo de conflictos? ¿Qué puede aprender el nuevo Gobierno de la experiencia pasada? En los siguientes párrafos propongo algunas respuestas a estas preguntas.
El aumento de conflictos se puede explicar como la reacción de la población rural a la estrategia de desarrollo promovida por el Gobierno, en un contexto de fuertes desigualdades geográficas y ausencia de mecanismos efectivos de participación popular en la toma de decisiones sobre las industrias extractivas.
En su famoso artículo “El perro del hortelano[1]”, García reveló que su estrategia para el país pasaba por una explotación intensiva de los recursos naturales (minerales, petróleo, gas, madera, energía hidroeléctrica y pesca). Además, reafirmó su fe en el mercado y confió a los grandes inversionistas la ejecución de la estrategia, para lo cual propuso “liberalizar” el mercado de tierra, agua y otros recursos. O, dicho de manera más directa, se comprometió a facilitar el control y la acumulación privada de esos recursos. No cabe duda de que García se empeñó en llevar adelante su plan.
Lo que García no tuvo en cuenta es que esos recursos pertenecen, están gestionados o son usados por peruanos que viven en las zonas rurales del país y que están frustrados por promesas de un desarrollo que nunca les alcanza. Más aún, durante los últimos años de vigoroso crecimiento económico, la brecha de pobreza entre las zonas urbanas y rurales se ha ampliado. Lima y las regiones costeras han mejorado sus indicadores de manera consistente en los últimos años, reduciendo la pobreza del 39% en 2001 al 18% en 2010. En el extremo opuesto del espectro, la zona rural de la sierra mantiene todavía niveles de pobreza del 61%. Estas diferencias entre zonas geográficas son mucho más marcadas en el Perú que en cualquier otro país latinoamericano.
En este contexto, la presencia de industrias extractivas en la sierra y la selva genera dos tipos de reacciones que explican el incremento de conflictos medioambientales. En algunos lugares hay una genuina resistencia a la expansión de este tipo de actividades porque la población siente que ponen en peligro sus medios de subsistencia y el entorno natural y social que les proporciona seguridad. La pretensión de los tecnócratas neoliberales y de la mayoría de la élite económica del país de reducir los recursos naturales a mercancía, cuyo valor fija el mercado, no encaja con la experiencia vital de muchas personas para las que la tierra cultivable, el agua limpia y los bosques son fuentes irremplazables de sustento y seguridad. Para ellos no tiene sentido renunciar al control de esos recursos y pasar a depender de un potencial “desarrollo”, subordinado a los intereses de las empresas y a la volátil voluntad política del Gobierno de turno.
En otros casos, sobre todo cuando la población no tiene mejores alternativas económicas, los conflictos no son signo de resistencia a la actividad extractiva, sino una afirmación de la soberanía local sobre los recursos. En esos lugares, muchas personas pueden percibir que la minería es una alternativa atractiva. Sin embargo, tras décadas de olvido por parte del Estado, la importancia concedida por el Gobierno de García al sector extractivo y su negativa a reconocer el derecho de la población a participar de manera significativa en las decisiones sobre la extracción, han dado a la población un poder que antes no tenía: decir no a la extracción. Una aparente oposición a la actividad extractiva aumenta su poder de negociación con las empresas y el Estado. En la medida en que el Gobierno no institucionaliza mecanismos efectivos de participación y negociación, la población juega lo mejor que puede las cartas que le han dejado. Paradójicamente, el discurso del “perro del hortelano”, con su apoyo incondicional a las empresas extractivas y su desprecio del legítimo derecho de la población a decidir sobre las actividades que les afectan, ha abierto la caja de Pandora, generando un nivel de conflictividad que dificulta la expansión de la industria.
El nuevo Gobierno debe tomar en serio a las personas. El reconocimiento del derecho a la consulta previa e informada puede mejorar la situación de dos maneras. En primer lugar: si la población acepta la presencia de una operación, los sectores más radicales no podrán ya utilizar el discurso de la oposición mayoritaria a la minería. Por supuesto la minería seguirá generando tensiones, pero es esperable que de menor intensidad. En segundo lugar: la población expresará sus deseos de forma más responsable si sabe que las autoridades toman en serio sus opiniones e intereses. Actualmente, como todo el mundo presume que el Gobierno apoya sin reservas a las empresas mineras y petroleras, oponerse es la actuación más lógica de la población, sea cual sea su opinión real. Sabedores que su opinión no va a tener consecuencias reales, una clara oposición a la actividad extractiva tiene ventajas en la negociación de las compensaciones y sirve para mantener una constante amenaza sobre las compañías.
Por supuesto, la implementación efectiva del derecho a la consulta supondrá que algunos proyectos empresariales no irán adelante. En la mayoría de los casos la población habrá hecho bien sus cálculos y tendrá buenas razones para oponerse. Sin embargo, el Gobierno y las propias empresas mineras deben sopesar la “pérdida” de algunos proyectos con las ventajas que les ofrecerá un clima de mayor estabilidad social.
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[1] “El Síndrome del Perro del Hortelano”, Alan García Pérez, diario “El Comercio”, octubre 2007.
Publicado en setiembre 2011
Javier Arellano Yanguas
Investigador. Doctor en Estudios de Desarrollo, Máster en Gobernanza y Desarrollo.