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Edición Nº 63

Cine y memoria
Joel Calero
19 de abril, 2024

En 2017 estrené el largometraje La última tarde, un filme en el que una pareja de exsubversivos se reencuentra diecinueve años después de haberse separado y ese único día hacen un ajuste de cuentas de sus pendientes de pareja, así como de sus devenires ideológicos. En ese momento no sabía aún que ese sería la primera película de un proyecto fílmico que ha devenido una Tetralogía Fílmica de la Memoria: cuatro largometrajes que tienen en común abordar el pasado y la memoria, pero desde sus ecos y resonancias en el presente, en el aquí y ahora.

Por eso, embarcados como estamos en estas fabulaciones fílmicas sobre cómo nuestro pasado histórico reciente reverbera en el presente, hemos revisado, por supuesto, diversos libros sobre el conflicto armado interno que estragó al Perú entre 1980 y 2000, así como el informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Así, por ejemplo, sabemos desde la racionalidad que:

[…] la CVR ha constatado que la tragedia que sufrieron las poblaciones del Perú rural, andino y selvático, quechua y asháninka, campesino, pobre y poco educado, no fue sentida ni asumida como propia por el resto del país; ello delata, a juicio de la CVR, el velado racismo y las actitudes de desprecio subsistentes en la sociedad peruana a casi dos siglos de nacida la República […].[1]

Pero afirmaciones como esta, con ser ciertas, no permiten conocer la realidad con la contundencia emocional que puede exhibir, por ejemplo, el caso de una sola de esas setenta mil víctimas, como ocurre en el documental Volver a ver de Judith Vélez, en el que vemos y escuchamos (y padecemos) el relato de una mujer campesina y quechuahablante que nos cuenta que el día de su matrimonio —¡justamente el día de su matrimonio!— una columna senderista irrumpió en su fiesta y mató a su esposo, a su madre y a sus hermanos. Esa tragedia individual —de una sola persona cuyo rostro vemos y cuyos matices de voz escuchamos— tiene la capacidad de sacudirnos, estremecernos, hacernos vivir y comprender, por un instante, todos los arpegios del horror.

"El valor esencial y singular del cine que aborda el tema de la memoria histórica es construir una memoria emocional que trasciende fechas y circunstancias y nos induce a una empatía descarnada, activa y transformadora."

Por ello, creemos que vivir vicariamente el horror u otros afectos a través del arte, en general, y del cine, en particular, nos acerca a la vivencia y la tesitura emocional de quienes vivieron —o viven— esa dramática historia. En esa lógica, el cine que aborda la memoria histórica es un ejercicio de empatía, de compasión en el sentido bíblico: por unos instantes, nosotros como espectadores padecemos con los personajes y querríamos, acaso, evitarles ese sufrimiento. En esa perspectiva, conocer la realidad antigua (y presente) de este país a través del cine implica abandonar esa pátina de protección que otorga la abstracción como procedimiento para conocer la realidad a través de los conceptos.

De ahí que afirmemos que el valor esencial y singular del cine que aborda el tema de la memoria histórica es construir una memoria emocional que trasciende fechas y circunstancias y nos induce a una empatía descarnada, activa y transformadora.

Párrafos atrás citamos una conclusión de la CVR que señala que la tragedia de la población andina «no fue sentida ni asumida como propia por el resto del país». Esa cita alude a lo ocurrido entre 1980 y 2000, durante el denominado conflicto armado interno, pero es perfectamente aplicable a los eventos recientes del funesto 2023 en los que, mediante el uso desmedido de la fuerza y la represión policial, fueron asesinados 48 compatriotas peruanos, la mayoría de ellos de zonas andinas. Pese a ello, el gobierno responsable de esas matanzas prosigue su mandato. ¿Hubiera ocurrido lo mismo si esos 48 compatriotas hubieran sido de las zonas mesocráticas de Lima? ¿Todos los otros valen lo mismo en este país?

Una de las objeciones al cine que aborda nuestra memoria y nuestra historia es que se aferra al pasado, pero ¿cómo no hacerlo si ese pasado no es solo pasado, sino un reiterativo y ominoso presente?

El cine es una fabulación, pero es también una representación de la realidad y, por tanto, una elaboración simbólica para hurgar en ella, pero también para purgarla, para libidinizarla y, sobre todo, para transformarnos en relación con ella. Ese es su valor social y, por ende, su valor terapéutico.

Hasta aquí, como guionista y como director, he pretendido evidenciar el valor del cine en relación con los procesos de memoria y de hacia las jóvenes generaciones, pero es necesario que aborde los específicos fílmicos desde la condición y la visión de productor, si no, todo lo que he escrito corre el riesgo de ser solo una disquisición teórica sin capacidad de impactar la realidad.

El cine, a diferencia de otras artes, llegará a aquellos cuyas vidas quiere incidir (los consumidores, para utilizar el léxico mercantilista) mediatizado por unas leyes de mercado que son la quintaesencia de la injusticia y la crueldad. Esto no ocurre, con la misma intensidad, con otros productos culturales, como los libros y la producción editorial, por ejemplo.

El tiempo promedio que le demanda a un cineasta peruano crear y estrenar su película va de siete a diez años. Esos siete o diez años —y varios cientos de miles de dólares que cuesta producir un largometraje— suelen pulverizarse y desaparecer en, apenas, una o dos semanas que es el tiempo promedio que permanece una película autoral o artística (como los filmes que tematizan la memoria) en cartelera. Los libros, en cambio, permanecen en las librerías a la espera de que el texto vaya haciéndose conocido y construya lentamente su público, su audiencia. En el cine no hay tiempo para ello por obra y gracia del mercantilismo que impone el cine hollywoodense e industrial. Si la película peruana (que aborda un cierto tema de nuestro pasado histórico) no se ve en su primer fin de semana —es decir, en esos cuatro primeros días que van del jueves al domingo—, es muy probable que no sobreviva una semana más. En consecuencia, toda esa búsqueda de empatía que quiere inducir en las nuevas generaciones desaparece sin haber logrado su propósito.

Entonces —aquí viene la pregunta esencial—, ¿qué hacemos cada uno de nosotros como docentes, sacerdotes, cinéfilos, agentes de cultura para evitar que esto pase? ¿Cómo, de qué manera concreta, podemos contribuir a que ese filme apreciable y necesario tenga una asistencia lo más masiva posible para que pueda permanecer en cartelera y pueda, así pues, cumplir su función artística y social?

Como docente, en el pasado, he hecho algo muy concreto: he establecido el visionado obligatorio de la película que me interesa que mis alumnos vean y la he convertido en una ocasión de reflexión y aprendizaje desde los específicos del curso que estaba dictando. ¿Qué lograba con ello? Que cuarenta o cincuenta alumnos vean un filme que, de otra manera, seguramente no hubieran visto y que esa película sea una experiencia de aprendizaje vital. Es —lo sé— un acto de un cinéfilo David contra el Goliat hollywoodense y podría parecer conmovedor o patético, pero es solo una cuestión de óptica o escala. No alteraremos las leyes del mercado, pero alteramos nuestra pequeñísima realidad circundante, nuestra diminuta parroquia cinéfila, esa que sí podemos cambiar.

El 25 de abril de 2024 se estrenará La piel más temida, el segundo filme de esta tetralogía fílmica sobre la memoria en la que trabajo desde hace varios años. En este largometraje, una joven que ha vivido en el extranjero casi toda su vida arriba a Cusco. Hace veintidós años se fue del país junto a su madre y nunca ha regresado desde entonces. Llega a vender la casa colonial que su familia materna tiene en la ciudad. Haciendo trámites, descubre que su padre está vivo y preso por haber militado en Sendero Luminoso; al conocerlo, este viaje se tornará en una road movie emocional que llevará a la protagonista a descubrir las trazas de su padre, sus entornos familiares y su país: su propia identidad.

Los invito a ver La piel más temida el primer fin de semana: entre el 25 y el 28 de abril de 2024.

El cineasta peruano Joel Calero presentará este 25 de abril su segunda película de la tetralogía fílmica sobre la memoria, La piel más temida.

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[1] Conclusiones Generales del Informe de la CVR: https://shorturl.at/wFJUX

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Joel Calero

Director, guionista y docente universitario. Ha escrito y dirigido las películas Cielo oscuro (2012), La última tarde (2016) y La piel más temida (2024).

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