Un factor característico de la experiencia actual de la adolescencia es que refleja cada vez menos la imagen de ser la etapa de tránsito de la infancia a la adultez que fuera dibujada desde las aspiraciones de las clases medias en Occidente y que modeló el diseño de políticas públicas para la educación y la juventud en el siglo XX. La imagen cuya aceptación fue culturalmente posible solo desde fines del siglo XIX (o incluso ya bien entrado el siglo XX, como fue el caso de Perú), presume que la infancia es una etapa que goza de la protección de la familia, recibe el servicio de la educación y está libre de las tareas de la reproducción de la vida, contando con el juego y la socialización escolar como ocupaciones centrales. Esta imagen de infancia concluye con la educación primaria, a los 11 o 12 años.
La etapa siguiente se dibuja con menos precisión pues tiene que admitir las diferencias sociales. Se multiplican las opciones educativas y laborales de acuerdo a las clases sociales, y los límites superiores que marcan el paso a la adultez varían en cada país (la definición legal de la edad para trabajar, las alternativas de educación que definen destinos laborales, la edad para hablar de relaciones sexuales consentidas o consumir alcohol). El final de esta etapa lo marca el paso a la adultez, definido por la inserción en el mundo del trabajo, la independencia económica, posiblemente la conformación de una familia y la movilidad social. Lo llamativo de nuestros tiempos es que, sin haberse descartado esta imagen, el orden social y económico actual hace imposible su generalización.
Fácilmente podemos notar los límites de esta trayectoria imaginada si sabemos de culturas para las que la inserción de todos los miembros de la familia o comunidad en la reproducción de la vida acompaña el desarrollo físico y social de niños y niñas, o en las que los ritos de pasaje a la adultez están marcados por cambios fisiológicos y otros eventos distintos de la salida del núcleo familiar o el ciclo escolar. Pero aun sin tener en cuenta la diversidad cultural, o las situaciones de pobreza que empujan al trabajo infantil, el modelo bosquejado es inadecuado porque la tendencia global en el presente es que las familias acompañen cada vez menos a la infancia. La soledad, la depresión, el miedo, la ansiedad, aparecen con frecuencia inusitada en menores de 12 años de todos los sectores sociales. La experiencia de una infancia significativamente acompañada por adultos es cada vez menos frecuente. Poder brindarla requiere, para las grandes mayorías, de un esfuerzo especial, consciente y dedicado en la casa y en la escuela, que no es siempre posible.
La vida en entornos intergeneracionales ocupa cada vez menos tiempo en nuestras vidas, especialmente en las ciudades. La expansión de la secundaria, los desplazamientos de jóvenes migrantes a las ciudades, la vida y el juego en la calle afincaron aún más la experiencia segregada por grupos de edad desde la segunda mitad del siglo XX. La concentración de personas de la misma edad que pasan largas horas reunidas facilita la creación de una cultura propia, y las industrias culturales como la radio, el cine o la moda, fomentan la segregación generacional, privilegiando como deseable el uso del tiempo libre y el consumo cultural entre personas de la misma edad, en perjuicio del tiempo compartido entre generaciones. Esa tendencia se exacerba hoy con el uso intensivo de la conectividad digital, especialmente a través del uso de la telefonía celular, que hace omnipresente al grupo de edad las 24 horas del día, ganando prioridad (entre jóvenes y adultos) por encima del tiempo para la interacción con la familia.
La soledad, la depresión, el miedo, la ansiedad, aparecen con frecuencia inusitada en menores de 12 años de todos los sectores sociales. La experiencia de una infancia significativamente acompañada por adultos es cada vez menos frecuente.
Estas rápidas y radicales transformaciones en la experiencia de la socialización adolescente se vienen estudiando en sus efectos sociales, culturales y neurológicos. Como dice el teórico y activista italiano Franco Berardi[1], entender las particularidades de la vida social en nuestra era exige que las ciencias sociales se encuentren con la psico-química. Rasgos básicos de la vida en común como la compasión, la empatía, la confianza mutua, se aprenden y nutren de la interacción con los adultos, y esta ocurre cada vez menos o, peor aún, es vista como prescindible incluso cuando podría proveerse, pues “hay otras prioridades”. Y es que, aunque las parejas tengan ahora menos hijos, padres y madres trabajan cada vez más y pasan menos tiempo con ellos, con lo que se reducen las oportunidades para el aprendizaje y la experiencia de valores y prácticas fundamentales para la vida en común, como la generosidad, el cuidado o la capacidad de ponerse en el lugar del otro o anticiparse a sus necesidades. Estos son rasgos del desarrollo humano que necesitan para existir, del intercambio de miradas, de momentos de juego, de conversación atenta, de intimidad, de tiempo compartido.
La investigadora mexicana Rossana Reguillo[2] nos recuerda que el ecosistema bidimensional de crianza que descansaba centralmente en la alianza familia-escuela ha sido profundamente erosionado. No ha podido reinventarse y responder al hecho contundente de que los jóvenes y adolescentes cuentan con un conjunto complejo de dispositivos mediadores que a la vez que consolidan para ellos un mundo propio, sin adultos, les otorgan acceso simultáneo a distintos mundos. La exposición irrestricta y autónoma a información y recursos culturales antes cerrados para los grandes públicos, como enciclopedias virtuales, bibliotecas, archivos de arte y literatura e incluso museos virtuales, tienen efectos fascinantes y extraordinariamente fructíferos y hacen de las nuevas generaciones las más informadas de la historia. Pero como nos recuerda Néstor García Canclini[3], la calidad y los contenidos que se buscan en ese océano de híper-conexión están marcados por el entorno social y cultural de los jóvenes. El acceso a información puede profundizar la marginalidad, o incluso tener un efecto disolvente y degradante de la vida en comunidad, como ocurre con la adhesión de jóvenes y adolescentes al radicalismo yihadista en Europa, la cultura del narco en México, u otros tipos de fanatismo o adicciones en línea que afectan a adolescentes y jóvenes en el mundo.
La experiencia de la sexualidad es un área de la socialización adolescente que se ha transformado radicalmente. Desde la década de los 50, y más aún desde los años 70 en el siglo pasado, la experiencia de la sexualidad era ya tal vez el marcador más profundo de las distancias generacionales. La revolución sexual que produjo la multiplicación de métodos anticonceptivos, que las mujeres pueden controlar, legitimó culturalmente el disociar tanto el coito de la procreación como las relaciones sexuales del vínculo amoroso, liberando para los y las adolescentes y jóvenes un campo de experiencia muy distinto al de las generaciones anteriores. En el presente, el rasgo que parece marcar la mayor diferencia generacional en la experiencia de la sexualidad es el acceso intencional o involuntario a contenidos sexuales explícitos desde muy temprana edad. Un artículo que resume diversos estudios sobre la exposición temprana a contenidos sexuales explícitos[4] resalta que para los adolescentes con mayor exposición a estos materiales las relaciones sexuales han pasado a ser entendidas como principalmente físicas y casuales, en vez de afectivas y relacionales, lo que lleva a actitudes instrumentales hacia el sexo que pueden incluir la violencia. El artículo también resume estudios en los que se concluye que la dominación masculina y el sometimiento femenino predominan en estos contenidos, definiendo aspiraciones y expectativas respecto del propio cuerpo y el del sexo opuesto. La coexistencia del silencio o la sanción moral con estos aspectos de la cultura contemporánea de la incitación deshumanizante de la sexualidad puede ser fuente de mucha confusión y dolor si no se cuenta con los recursos emocionales y culturales para enfrentarse con ellos saludablemente.
Es fundamental afirmar, extender y recuperar espacios intergeneracionales de socialización y conversación. Sin miedo. Con confianza. Es de gran importancia que los y las adolescentes tengan personas adultas en quien confiar, a quien escuchar, con quien compartir, conversar y pensar juntos acerca un mundo que se transforma a una velocidad vertiginosa. Entendiendo que lo que los adolescentes ven y viven no lo han visto ni vivido los adultos. La censura, el tono acusatorio, el miedo a conocer el mundo que les ha tocado a los jóvenes no ayudan a tender puentes y acompañarlos. La censura, el silencio o la negación no educan, solo profundizan abismos. Vale la pena juntarse para conversar, jugar, pensar.
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[1] BERARDI, F. La fábrica de la infelicidad. Madrid, Traficantes de Sueños. 2003
[2] REGUILLO, R. Emergencia de culturas juveniles: Estrategias del desencanto. 2da ed. Bogotá: Grupo Editorial Norma. 2007
[3] GARCIA CANCLINI, N. Diferentes, desiguales y desconectados. Mapas de la interculturalidad. Barcelona: Gedisa. 2004
[4] OWENS, E., BEHUN, R., MANNING, J. & RIED, R. The Impact of Internet Pornography on Adolescents: A Review of the Research. Sexual Addiction & Compulsivity, 2012, Volumen 19, p. 99–122
Invierno 2019
Patricia Oliart Sotomayor
Profesora de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Newcastle en el Reino Unido.