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Edición Nº 61

Democracia: conflicto, consenso y diálogo
Iván Lanegra
13 de abril, 2023

La frágil, pero resiliente, democracia peruana que nos ha acompañado a lo largo del siglo XXI encara el punto más duro de un proceso de deterioro que empezó en 2016 y que, casi sin pausa, ha visto sucesos tan serios como la renuncia de dos presidentes y la vacancia de otros dos, así como la disolución de un Congreso. Sin embargo, estos graves hechos son solo un síntoma de un problema mayor del orden democrático: la ausencia de mecanismos de representación efectivos entre una sociedad que ha visto grandes transformaciones durante las últimas décadas y una estructura política que ha aumentado sus capacidades; pero sin poder orientarlas a atender las grandes brechas, económicas, sociales y culturales, persistentes, manteniendo los viejos lastres de la corrupción y el patrimonialismo.

Desde luego, ante la debilidad de la política institucional, las demandas sociales han encontrado otros cauces. Por ejemplo, la conflictividad social ha sido muy importante durante los últimos años y ha estado muy relacionada a las tensiones que genera la expansión de las actividades extractivas sobre un territorio de gran diversidad biológica y cultural. Junto a ello, las protestas con contenido político han sido intermitentes, con picos de movilización ante decisiones políticas, tanto gubernamentales como del parlamento, que han sido percibidas como altamente lesivas al interés público en beneficio de intereses particulares (protestas contra la legislación que establecía menores estándares para el trabajo juvenil, el indulto al expresidente Alberto Fujimori, la remoción del equipo especial de fiscales que investigaban casos de corrupción, la decisión del Congreso de vacar al expresidente Vizcarra, la decisión del expresidente Castillo de decretar sin sustento la inmovilización social, etc.).

Los sucesos ocurridos tras el intento de golpe de Estado del expresidente Castillo, y la llegada a la presidencia de Dina Boluarte son un capítulo más de este proceso, uno que ha visto una de las movilizaciones más numerosas y extendidas del siglo. Ante ello, ni el gobierno ni el parlamento han podido brindar salidas institucionales. El terrible saldo de decenas de muertos durante las protestas está ligado a la muy probable vulneración de derechos humanos; lo cual, además de las responsabilidades individuales y colectivas, es el paso que nos puede llevar de la democracia al autoritarismo.

Las necesarias salidas de corto plazo, como el adelanto de las elecciones generales, no son una respuesta de fondo a la crisis, sino solo una válvula que alivie la presión y permita generar condiciones para pensar en las medidas de mediano y largo plazo.

Desde luego, las necesarias salidas de corto plazo, como el adelanto de las elecciones generales, no son una respuesta de fondo a la crisis, sino solo una válvula que alivie la presión y permita generar condiciones para pensar en las medidas de mediano y largo plazo.  ¿Qué camino seguir para salir de esta situación? ¿Qué nuevos arreglos institucionales son necesarios? ¿Cómo deberíamos llegar a ellos?

Como sostiene Chantal Mouffe, toda sociedad es el producto de un conjunto de prácticas, discursos e instituciones políticas que buscan establecer un determinado orden y organizar la vida social. Al afirmar un orden, niegan otros. Esto no significa que el orden establecido no pueda ser luego cuestionado y ser objeto de nuevos conflictos en condiciones que siempre son potencialmente conflictivas. Y eso es así porque, señala Mouffe, más allá de que siempre existan esfuerzos por mostrar que un orden es “necesario” o “racional”, ningún orden lo es realmente. Por eso, es siempre temporal y precario, y debe enfrentar conflictos frente a actores que plantean cambios, de distinta amplitud, en el orden existente.  Esto, desde luego, es la fuente de conflictos.

Un régimen democrático es parte de un modelo de orden político. Junto al Estado moderno y al Estado de Derecho, constituyen el modelo político de corte liberal que ha sido predominante desde el siglo XX. Sus beneficios son indudables y hay buenas razones para preferirlo frente a otras formas de gobierno. La experiencia latinoamericana es un buen ejemplo de los graves costos sociales que han traído las formas autoritarias, más allá del proyecto político -de derecha o izquierda- que traen consigo. No obstante, es muy común pensar que la democracia es una alternativa a la conflictividad, al ofrecer caminos de deliberación institucionalizada, un conjunto de principios justicia que aspiran a ser universales, así como una competencia justa por el acceso al poder. Así, en este orden de ideas, en una democracia eficaz los conflictos terminarían por ser una suerte de falla o error del sistema político -y de sus instituciones- o resultado de actores irracionales, ignorantes, o, incluso, enemigos de la modernidad.

¿Es la única visión posible? Mouffe, por ejemplo, propone pensar en los conflictos como elementos ineludibles en cualquier sociedad plural. Por eso, la democracia, antes que una solución a la conflictividad debería entenderse como un proceso permanente de construcción y cuestionamiento de los consensos sociales. De esta manera, los conflictos pasarían de ser una anomalía, a ser el motor de la vida democrática. De lo contrario, es probable que la democracia transite entre la apatía ciudadana y la pérdida de legitimidad.

Sin embargo, aceptando que el conflicto social es inevitable, la democracia debería ayudarnos a evitar que los conflictos escalen a un nivel que impidan construir los consensos mínimos, incluso provisionales, que la vida social requiere. Como ha señalado el politólogo inglés David Runciman, las configuraciones políticas que mejor funcionan siempre tienen dos caras. Las acciones de los actores políticos permiten construir instituciones estables, esto es, debates y pactos que impiden la guerra, y dichas instituciones estables deberían, a su vez, tener como resultado una actividad política, discusiones y enfrentamientos, que no acaban en guerra.

Por lo tanto, la democracia debería concebirse como un esfuerzo por encauzar la permanente tensión que hay en las sociedades modernas entre la búsqueda de consenso y las dinámicas conflictivas. Pues, cuando dichos consensos mínimos no existen, es muy probable que quienes detenten el poder deban recurrir a la violencia (o la coacción) como principal instrumento de control, para así imponer relaciones de autoridad y obediencia. El costo será una baja legitimidad y un orden muy precario.

Desde luego, la política democrática moderna también recurre a la violencia legítima, en la medida que detrás de cada ley encontramos la amenaza, velada o explícita, del uso de la fuerza para garantizar su cumplimiento. Cuando la política logra consensos sobre las reglas de convivencia y llega a pactos sobre cómo manejar la violencia, sobre quién debería tener acceso a ella y sobre qué circunstancias permiten su uso, como en las democracias, la fuerza se vuelve menos necesaria. La relación entre consenso y coerción sería inversa. A más consenso, menos necesidad de coerción. A menos acuerdos, más necesidad de la fuerza, y menos legitimidad democrática. Así, los llamados a imponer por la fuerza el “orden” -recuperando el “principio de autoridad”-, suelen ser el reconocimiento de debilidad de la autoridad democrática.

Lo que vemos en el Perú es un orden político débil que comenzó el siglo con ciertos consensos muy precarios sobre la necesidad de asumir ciertas prácticas democráticas. Dichos consensos se han roto, y hasta ahora no hemos podido llegar a un acuerdo sobre una ruta para reconstruirlos o construir otros. Para ello son necesarias vías para el diálogo, reconociendo la complejidad de nuestra sociedad, diversa, desigual, y en donde lo ilegal, lo informal y lo formal no son espacios estancos sino interconectados. No será nada sencillo apostar por el diálogo en estas condiciones, pero es indispensable, aceptando que seguramente convivirá con una alta conflictividad que no cesará inmediatamente. Si persistimos en el diálogo, poco a poco, las instituciones podrán recuperar la legitimidad y los conflictos podrán ser canalizados a través de ellas. Esperemos que haya un mínimo de sensatez en los actores políticos para apoyar este camino.

La democracia debe entenderse como el esfuerzo que busca equilibrar constante tensión entre consenso y conflicto en sociedad moderna para funcionar efectivamente.

Otoño 2023


Iván Lanegra

Asociación Civil Transparencia

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Iván Lanegra

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