El Cambio Climático pone al Perú, junto con todas las naciones del planeta, ante un grave dilema. La civilización contemporánea, sostenida por implacables impulsos económicos, con un poder tecnológico y científico sin precedentes, tiene devastadoras consecuencias ecológicas que ponen ahora en riesgo el bienestar y la prosperidad soñadas por la humanidad entera, ¿cómo llegamos a esto?
Sucede que la radiación solar que golpea la Tierra no rebota y vuelve al espacio simplemente. Un manojo de gases naturales, principalmente vapor de agua y anhidrido carbónico (CO2), absorben una parte de la energía del sol y la liberan en forma de calor. También los océanos y otros cuerpos de agua capturan energía solar en grandes cantidades. Así, la temperatura superficial del planeta se mantiene dentro de valores propicios para el desarrollo de la vida. Nuestro planeta es tibio y acogedor para los seres vivos gracias a esos “gases de efecto invernadero” (GEI). Otros gases con ese efecto son el metano, el óxido nitroso y varios aerosoles industriales.
El clima de la Tierra es muy variable, como bien sabemos; y en una escala temporal de milenios ha fluctuado mucho, con épocas de frío generalizado (glaciaciones) y épocas de calentamiento. Durante la Revolución Industrial, iniciada hacia fines del siglo XVIII y adquiriendo fuerza imparable en el siglo XIX, se utilizó de la energía concentrada en un conjunto de sustancias con alto contenido de carbono, proveniente de organismos vivos que existieron hace mucho tiempo: carbón mineral, turba[1], petróleo y gas natural, que llamamos genéricamente combustibles fósiles. Estos contienen millones de años de energía solar acumulada, que ahora estamos liberando en un parpadeo. Es como si una familia acumulase riquezas durante veinte generaciones y, luego, un heredero botarate expoliase el patrimonio familiar en cinco años de exceso.
Los combustibles fósiles contienen energía concentrada en formas muy portátiles, lo que nos ha permitido transportar bienes y personas cada vez más lejos y a mayores velocidades. Cuando quemamos combustibles fósiles, el residuo (CO2) se dispersa en el aire y no hay que ocuparse de ningún desecho.
Una de las revoluciones impulsadas por los combustibles fósiles es la producción intensiva e industrial de carne. Nos hemos habituado a comerla en cantidades mucho mayores que nuestros ancestros. Hoy tenemos tres veces más tierra de pastoreo que de cultivo, y 70% de las cosechas se destinan a engordar animales: más de veinte mil millones de pollos, mil millones de cerdos, dos mil millones de cabezas de ganado vacuno. Estos últimos, mientras rumian su comida, emiten gas metano; mientras que los residuos animales y los fertilizantes aplicados masivamente a los cultivos producen óxido nitroso. Estos dos últimos gases son decenas de veces más activos que el CO2, como gases de efecto invernadero.
En suma, a partir de la Revolución Industrial, estamos bombeando volúmenes nunca vistos de GEI en la atmósfera, aceleradamente, con impaciencia muy contemporánea. Y esos gases, al irse acumulando, están absorbiendo mucha más energía solar que en el pasado, provocando un calentamiento generalizado en la delgada capa superficial que contiene toda la vida en la Tierra. Las diferencias de temperatura atmosférica detectadas, con respecto al siglo XIX, ya se acercan peligrosamente a los dos grados centígrados. Parece una minucia, pero se trata de un volumen gigantesco de aire. Calentar eso, una fracción de grado, implica cantidades de energía inimaginables.
En la Amazonía, un millón y medio de hectáreas de bosque es destruido cada año. Esa vegetación derribada y las quemas forestales son el principal aporte del Perú en emisiones de Gases Efecto Invernadero. A su vez, en un círculo vicioso, las sequías asociadas al cambio del clima hacen a los bosques más vulnerables al fuego.
Las consecuencias de ese pequeño aumento de temperatura, en el Perú, nos exponen a crecientes peligros. Se empiezan a derretir los casquetes polares, elevando el nivel del mar. Y el Perú tiene una extensa costa, donde se concentra la mayoría de la población humana. En Lima, podrían quedar bajo el agua la Costa Verde y La Punta. En el norte, podrían inundarse o contaminarse de agua salada los valles arroceros. En Tumbes, desaparecería nuestra única muestra de manglares. También nuestros glaciares y nevados se están derritiendo. Es decir, cada día perdemos la capacidad natural de almacenar agua dulce, imprescindible para prácticamente toda actividad humana, comercial o de subsistencia. Climas más tibios durante una mayor parte del año y a mayores altitudes ya están causando que insectos vectores de enfermedades, como el dengue y la malaria, se extiendan sobre nuevos espacios geográficos y proliferen con mayor éxito. En nuestras mayores ciudades, pobres en áreas verdes y generosas en cemento, cualquier pequeño aumento de la temperatura se multiplica, y la contaminación vehicular, activada por el calor, produce efectos dañinos cardiovasculares y respiratorios. Los gastos y la energía empleados en enfriar los domicilios y ambientes de trabajo aumentan, como ocurrió en el último verano.
En la Amazonía, un millón y medio de hectáreas de bosque es destruido cada año. Esa vegetación derribada y las quemas forestales son el principal aporte del Perú en emisiones de GEI. A su vez, en un círculo vicioso, las sequías asociadas al cambio del clima hacen a los bosques más vulnerables al fuego. La siguiente actividad más contaminante es la producción agropecuaria. En el Perú, dos tercios de nuestras emisiones de GEI vienen de actividades que corresponden al sector Agrario (agricultura, ganadería y manejo de bosques). En tercer lugar, entran el transporte y la producción de energía –doméstica e industrial— con combustibles fósiles. Quemamos combustibles sucios como el diesel; y preferimos autos de uso individual, muy viejos o demasiado voluminosos e ineficientes.
La gran energía acumulada en la atmósfera y los océanos por el exceso de GEI está trastornando el régimen climático: los ciclos estacionales, las temperaturas máximas y mínimas, el régimen de lluvias, los fenómenos extremos como huracanes y Niños, se harán probablemente más frecuentes e intensos. La agricultura enfrenta esa incertidumbre climática con mayor riesgo. Cultivos importantes cuya calidad o viabilidad depende de microclimas, como el café orgánico o la maca, podrían desaparecer del campo.
Tal como lo demostró hace algunos años el terremoto en Pisco, hace unos meses el Niño Costero, y como lo demuestran todos los años los niños muertos en los Andes durante el invierno, la sociedad peruana y el Estado estamos muy mal preparados para prevernos de eventos naturales, hasta de los completamente predecibles. Tampoco tenemos costumbre de obedecer reglas diseñadas para protegernos, cuidarnos a nosotros mismos ni unos a otros, como es fácil comprobar con solo intentar cruzar una calle, a cualquier hora.
En suma, el riesgo peruano ante los peligros de la variabilidad ambiental milenaria (como el Niño) y del Cambio Climático contemporáneo, es muy alto; porque la mayoría de nuestra población está expuesta a ellos y porque tanto la cultura nacional como la civilización global nos incentivan a actuar con negligencia. Reducir ese nivel de riesgo es completamente posible porque tenemos la información actual e histórica para guiarnos, el cariño por nuestras propias familias para impulsarnos, y una gran inventiva para encontrar soluciones dentro de nuestros propios términos. Para catalizar y canalizar responsablemente esas capacidades, de modo que logremos mitigar los peores efectos del Cambio Climático y transitar hacia una nueva civilización, amiga de la Tierra, requeriremos, sin embargo, nuevos liderazgos; de los cuales quizá, todavía, no hemos visto el primero.
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[1] Carbón fósil formado de residuos vegetales, de color pardo oscuro, aspecto terroso y poco peso.
Invierno 2017
Ernesto Ráez Luna
Ambientalista. Docente de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya - UARM.