Este verano las lluvias llegaron con enorme fuerza. Rápidamente, los ríos rebalsaron sus cauces y empezaron las inundaciones y los deslizamientos de tierra (llamados huaycos) que se llevaron todo por delante: puentes, viviendas y vidas desaparecieron entre la furia del barro[1]. Al presente, el saldo trágico de pérdidas humanas y económicas del llamado “Niño costero” es considerable y seguirá creciendo[2].
La reacción del Estado y la sociedad peruana presenta un caleidoscopio de elementos brillantes y opacos. Lo mejor y lo peor de nosotros en acción. La masiva solidaridad ciudadana versus el oportunismo de algunos políticos o empresarios. El esfuerzo denodado de sectores del Estado contrastando con la ineptitud de otros. Autoridades que no temen ensuciarse los zapatos mientras otras esquivan responsabilidades. La imprevisión y desorganización compensada por el tesón y aguante que tenemos los peruanos ante la adversidad.
Probablemente “el Niño costero” durara hasta junio, así que un balance final del desastre queda pendiente. Sin embargo, ya hay algunos elementos sobre los cuales reflexionar:
Perú tiene una larga historia de fenómenos extremos, incluyendo al “Niño costero”, cuya presencia en nuestras costas se ha registrado por siglos[3]. Por ello, aunque este es un fenómeno natural, el desastre es político y social. Al Perú lo golpea no sólo la naturaleza sino también el descuido.
En un país altamente vulnerable la prevención y atención de desastres recibe apenas 0,5% del presupuesto público[4]. Peor aún, este 2017 esta magra asignación se redujo a un tercio[5]. Lima Metropolitana es la segunda ciudad más grande del mundo en zona desértica; sin embargo, proyectos para mejorar el suministro de agua están encarpetados. Nos empeñamos en construir en las quebradas y medio millón de personas viven en zonas por donde pasaran, tarde o temprano, los huaycos[6]. Ahora, con el desastre en marcha se anuncian planes, regulaciones y miles de millones para la reconstrucción. Pero el daño está hecho.
Hemos tenido un crecimiento económico considerable gracias al auge de las materias primas. En lo social también se han dado avances importantes: se redujo la pobreza, los servicios básicos ampliaron cobertura, se invirtió más en educación y salud. Ello alimenta un discurso oficial optimista: Perú, el “milagro económico”, reflejándose en la promesa del presidente Kuczynski de que el Perú ingresará a la OCDE[7].
Pero esta visión halagüeña minimiza nuestras carencias y problemas estructurales. Se ha alimentado una mentalidad de “piloto automático”, donde el desarrollo llega inercialmente. Así, sucesivos gobiernos descuidaron reformas claves, como la tributaria. Somos el alumno que no estudia y espera al examen con la ciega esperanza de aprobar.
Si el “Niño Costero” es un examen de nuestra capacidad para enfrentar fenómenos extremos, entonces como Estado y sociedad tenemos nota aplazada. Pese a los esfuerzos y sacrificios de muchos, hemos fallado prever y reaccionar. Nuestra pretensión de país desarrollado se la llevaron los huaycos.
La naturaleza nos confronta con lo que somos: un país a medio camino donde hay, hermanos, mucho por hacer, y donde la brecha entre promesa y realidad no podrá cerrarse mientras no encaremos en serio nuestros problemas estructurales.
En este desastre también la desigualdad importa; pues son los más pobres los más afectados. El mapa del impacto del “Niño costero” parece copiado del mapa de la pobreza. Un estudio del 2014 de Oxfam evidenció cómo las desigualdades hacen más vulnerables a los ya vulnerables: un hogar pobre tiene cinco veces más probabilidades que uno rico de ser afectado por inundaciones[8].
Pero si la evidencia existe; ¿por qué no se hace más para reducir las desigualdades económicas y sociales? Parte del problema es que existe, sobre las políticas públicas, una visión centrada en el interés privado a costa de lo público: se asume equivocadamente que crecimiento económico es sinónimo de desarrollo y que las desigualdades desaparecerán por gracia del libre mercado. Así, se sacrifica el rol planificador y regulador del Estado, incluyendo la prevención y mitigación de desastres. Y así nos va.
El “Niño costero” expone una realidad que queríamos ocultar. Pero más allá del desastre y la tragedia, este puede ser el acicate para relanzar nuestro proceso de construcción nacional. Este podría ser el impulso para las reformas estructurales, pospuestas y desvirtuadas repetidamente.
También es una oportunidad para fortalecer la transparencia en los asuntos públicos, encarando el problema de la captura del Estado por élites que acaparan recursos y oportunidades a costa de la sociedad: el sabotaje al servicio público de agua para impulsar privatizaciones, el abandono de la agricultura familiar mientras se mima a la gran agroexportación; el control laxo a infraestructura sobrevaluada y técnicamente deficiente, que hoy colapsa, para beneficio de los grandes constructores. Todos son ejemplos de la captura del Estado y la corrupción haciéndonos más desiguales y vulnerables.
Nuestra respuesta frente al desastre marcará la diferencia para el futuro. Podemos aprovechar las lluvias torrenciales y sembrar un proceso de reforma para un desarrollo más balanceado e inclusivo. O podemos seguir como siempre, y que el “Niño costero” del 2017 sea el episodio previo al próximo desastre que inevitablemente llegará. La decisión es nuestra.
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[1] “El Niño” es fenómeno climatológico donde las temperaturas marinas se elevan, produciendo mayor evaporación y creación de nubes. Estas nubes se acumulan en zonas montañosas, como la cordillera de los Andes, generándose lluvias excepcionalmente intensas y prolongadas, desencadenándose aluviones (llamados huaycos en Perú) e inundaciones.
[2] El “Niño costero” es una variante del Niño tradicional o “Niño global”. Se diferencia del fenómeno regular en que el calentamiento de aguas se da únicamente en las costas de Perú y Ecuador, siendo su impacto limitado geográficamente pero igual de destructivo. Con el “Niño global” el calentamiento de aguas es en toda la franja ecuatorial del pacifico y su impacto es más extendido.
[3] El fenómeno El Niño se presenta aproximadamente cada 5-7 años, usualmente con impactos moderados. Sin embargo, cada tanto se presenta con excepcional magnitud y extensión. En 1982-83 y 1997-98 se dieron casos excepcionales y ello ocurre este 2017.
[4] Las Naciones Unidas señalan que el Perú, en su territorio, presenta 4 características de alta vulnerabilidad: a) zonas costeras bajas, b) zonas áridas y semiáridas, c) zonas expuestas a inundaciones, sequía y desertificación, y d) ecosistemas montañosos frágiles.
[5] En el 2016 el Presupuesto de apertura del “Programa 0068: Reducción de la vulnerabilidad y atención de emergencias por desastres” fue S/ 2.095 millones, pero para el 2017 se redujo a apenas S/ 748 millones.
[6] La evaluación realizada en el 2015-2016 por la Autoridad Nacional del Agua determinó que existen 563 poblaciones vulnerables a la activación de quebradas (huaycos), con 53 mil viviendas y 518 mil pobladores en riesgo.
[7] La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) está conformada por 35 de los países más desarrollados económica y socialmente. El Perú ha presentado su candidatura con la expectativa de que al 2021 alcance los estándares y requerimientos para ser aceptado.
[8] El Reporte “Climate Shocks, Food and Nutrition Security: Evidence from the Young Lives cohort study” se encuentra disponible en: http://policy-practice.oxfam.org.uk/publications/climate-shocks-food-and-nutrition-security-evidence-from-the-young-lives-cohort-326010
Otoño 2017
Armando Mendoza Nava
Investigador de Oxfam en Perú