InstagramFacebookXLinkedIn

Edición Nº 17

Detrás del escenario electoral
30 de mayo, 2011

Los sucesos electorales de las últimas semanas nos han colocado nuevamente en la necesidad de elegir entre dos posturas que, a los ojos de algunos, son las no deseadas. Digo que “a los ojos de algunos” porque es necesario no perder de vista que los candidatos entre los cuales debemos elegir, han sido los más votados por los ciudadanos y ciudadanas de todo el país. Ese es un dato importante para nuestras consideraciones acerca de lo que, como país o como nación, queremos, más allá de lo que personalmente deseamos.

En este escenario han surgido diversos análisis y lecturas de la situación. Todas ellas coinciden en señalar la fuerte polarización que dos candidatos de características tales han provocado. Esta polarización ha dejado observar otros problemas más profundos en nuestra sociedad: la desigualdad, la exclusión y la discriminación racial.

Por estos días, en las redes sociales, circula una serie de comentarios que hacen referencia a una escisión muy fuerte, que dificulta nuestra convivencia y nuestra posibilidad de pensarnos como un país integrado. En el Perú la exclusión y la pobreza están íntimamente ligadas a un tipo racial o lugar de procedencia: la sierra, los serranos, “los cholos”, “los indios”, que además son ociosos, “les gusta todo fácil”, etc. Una serie de valoraciones que en situaciones como esta afloran con mucha fuerza.

Desde mi punto de vista no es gratuito que este tipo de conflictos surjan en torno a una situación de elección presidencial, porque son precisamente estas situaciones las que plantean la necesidad de tomar acuerdos sobre nuestra vida futura en común. ¿Cómo podríamos “ponernos de acuerdo” en lo que deseamos para nuestro país si antes no están resueltos (de algún modo) los puntos que nos separan tan poderosamente? No pretendo que todos los ciudadanos pensemos o deseemos lo mismo. Sin embargo, creo que es importante no perder de vista el punto: el que junto a nuestro “debate” por quién será nuestro mejor candidato surge, una vez más, el lenguaje de la exclusión o de la discriminación racial. Vale decir, un tipo de lenguaje que en lugar de “unir” nos separa con mucha fuerza, porque plantea puntos de separación que parecerían irreconciliables.

Es aquí donde me pregunto: ¿De qué se habla cuando se habla de ética pública y cuál es su relación con la situación identificada líneas arriba? En primer lugar, diremos que la filosofía moral, que tiene como tema central a la ética, gusta de hablar de los fines o motivaciones de la vida, la finalidad de los actos, la dirección que debe tomar la vida de las personas, los ideales que hacen que la vida cobre sentido. Al respecto, algunas de las respuestas más ensayadas han sido que nuestra finalidad ética -o nuestro motor- son la felicidad, el bienestar, la justicia (equidad) o el reconocimiento. Sin embargo, más allá de las palabras que se usan, todas ellas coinciden en indicar que la ética tiene que ver con lo que hemos considerado como bueno o necesario para vivir y el modo como nos hemos propuesto alcanzarlo. La ética está relacionada entonces con los fines y los medios para alcanzar lo que consideramos la vida buena. Esta consideración no se hace solamente en términos de necesidades físicas, sino que pretende ir más allá y busca realizar lo que es necesario para alcanzar cierta condición de bienestar (estar bien, sentirse bien, ser bueno, feliz, estar alegre).

En este modo de entender las cosas, la vida buena es siempre un ideal y lo que hacemos para alcanzarlo cobra sentido solamente en función de ese ideal: el ideal de nuestra vida. Sin embargo, esta consideración sobre la ética no está completa si no se incorpora uno de los elementos fundamentales de nuestra existencia: los otros, nuestra vida en sociedad, nuestra tradición compartida, nuestra convivencia social. De manera que tanto nuestro ideal, como las acciones que desplegamos para alcanzarlo, no pueden ser posibles en solitario, sino en la comunidad en la que compartimos la vida cotidiana, en la que mantenemos relaciones afectivas y en la que hemos crecido a la vida social.

Como hemos visto en las redes sociales, una buena cantidad de personas son consideradas como interlocutores no válidos solo por su procedencia o su pertenencia a un grupo racial definido como desdeñable: los indios, los cholos, los serramos, los migrantes, los pobres, etc.

Entonces la reflexión ética no será puramente individual, sino que se proyectará hacia “los demás”, porque tenemos la capacidad de reconocer en ellos el mismo deseo, el mismo impulso y aspiración por alcanzar en sus vidas eso que los haga sentirse plenos. Citando a Kwame A. Appiah diremos que “(…) es precisamente nuestro reconocimiento de que todas las otras personas están embarcadas en el proyecto ético de construir su vida lo que nos revela cuáles son nuestras obligaciones para con los demás. Nuestra humanidad consiste en el hecho de que tenemos una vida por construir, y en el proceso de reconocer y valorar nuestra propia humanidad (…) no podemos sino verla como la humanidad misma que encontramos en los demás”[1]. Nuestras obligaciones para con los demás, entonces, no parten de un acto altruista o de un rapto de generosidad, sino de la profunda convicción de que aquél, como yo, busca para su vida la plenitud, estar bien, la felicidad. De modo tal que el reconocimiento de nuestra búsqueda compartida –aunque diferente- podría convertirse en la piedra de toque de la ética pública.

Sin ánimo de simpleza, intento trasladar esto último a la situación que nos toca vivir. ¿En qué medida es posible establecer vínculos que nos permitan descubrirnos como iguales? ¿En qué medida es posible vencer las barreras de la desigualdad y la discriminación que nos permitan comprometernos con el otro –diferente- en su proyecto de vida? ¿En qué medida es posible que los peruanos iniciemos un “debate” sobre nuestro futuro o sobre nuestras necesidades de vida y de reconocimiento si antes no hemos vencido el lenguaje y las actitudes discriminadoras?

Creo que un primer paso necesario para iniciar el diálogo con alguien es considerar que ese alguien es un interlocutor “válido”. En un diálogo cualquiera, mucho de esa consideración tiene que ver con la valoración que se hace del otro: niveles de inteligencia, manejo del tema, aprecio personal, etc. Cualquiera de esas consideraciones hace posible que uno se disponga, con mayor o menor grado, al diálogo. Ahora bien, cuando la valoración del otro es negativa per se, el diálogo mismo pierde interés. Sea porque el otro parece débil en sus argumentaciones, sea porque no se le considera un “rival” peligroso o sea porque sin escucharlo ya está descalificado para mi por otras razones, el diálogo deja de ser atractivo y ocurre sin mayor interés.

Como hemos visto en las redes sociales, en el caso del Perú hoy por hoy, una buena cantidad de personas son consideradas como interlocutores no validos, por otra gran cantidad de personas. Los comentarios discriminatorios anulan al otro para cualquier debate antes si quiera de conocer lo que realmente piensa o desea ese otro. Su incapacidad para el diálogo o para opinar sobre el futuro de nuestro país no tiene que ver con su falta de capacidad o desconocimiento del tema, sino sobre todo con su procedencia o su pertenencia a un grupo racial definido –por generaciones en el país- como desdeñable: los indios, los cholos, los serranos, los migrantes, los pobres, etc. En esa misma bolsa podrían colocarse otros grupos, pero destacan en nuestro lenguaje cotidiano una gran cantidad de insultos y sarcasmos que tienen que ver con esta condición, principalmente.

Pensemos un poco entonces en la grieta que deja en nuestra sociedad este tipo de lenguaje, esas valoraciones, esas actitudes discriminatorias. Más todavía pensemos en la grave limitación que ello significa en términos de ética pública, como ya la hemos definido. ¿Cómo identificar en el otro a un ser humano con deseos y aspiraciones tan valiosas como los míos propios si antepongo mis prejuicios a ello? ¿Qué pasos nos toca caminar para promover la inclusión paulatina de diversos grupos excluidos, aun cuando resulta que somos iguales ante la ley? ¿Qué peligros acarrea no hacer nada contra los prejuicios que limitan el diálogo acerca de lo queremos ser como sociedad nacional? De lo que se trata aquí, entonces, es de una situación problemática de larga data, pero que requiere aun de reflexiones y acciones directas. A saber, cómo podríamos construir una nación en la que sea posible identificar al otro como valioso, en la que podamos comprometernos con el crecimiento y desarrollo de los demás aún cuando no compartamos su punto de vista o en donde los prejuicios no impidan que todos seamos invitados al debate sobre nuestro futuro nacional. Estas son solamente algunas de las preguntas que el escenario electoral me plantea como ciudadana y que, sin ánimo de verdad, intentan provocar la reflexión en torno a un viejo tema. Viejo, pero preocupantemente vigente aún en este el país de nuestros amores y nuestros odios.

----------------------------------------

[1] APPIAH, Kwame A. (2010) Experimentos de ética. Buenos Aires: Katz

Publicado en mayo 2011


Alison Hospina

Filósofa. Defensoría del Pueblo.

Compartir en:

Recomendado

© 2024, Compañía de Jesús Provincia del Perú
Contacto
Logotipo Jesuitas del Perú