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Edición Nº 21

Diálogo, consideraciones conceptuales
23 de octubre, 2012

Los agudos conflictos sociales que enfrentan diferentes zonas del país, el litigio que afronta una importante universidad en el contexto de la defensa de su autonomía, los desafíos que plantea la recuperación de la memoria en nuestra sociedad, han puesto sobre el tapete la necesidad de dialogar, bajo la premisa de que el diálogo constituye un vehículo de entendimiento y de soluciones pacíficas a los numerosos desencuentros que experimentamos en diferentes espacios de la vida nacional. La filosofía puede resultarnos útil para aproximarnos con cierto rigor a este concepto (y a su práctica).

Diálogos es un término griego que a menudo se traduce como “conversación” o “discusión”. Proviene de las voces diá (a través de), y lógos (discurso, lenguaje, razón, entre otros sentidos). No alude a “dos” tal y como se cree cotidianamente. Se trata de una forma básica de actividad humana en la que la razón es protagonista. Con ella se trata de arribar a acuerdos de diferente naturaleza o, en todo caso, si los acuerdos no llegan a lograrse, ella nos permite comprender y evaluar el carácter y los alcances de nuestros desacuerdos; de este modo, el diálogo convierte estas situaciones de inevitable discrepancia en provechosas y aleccionadoras para quienes participan en él. Cuando el propósito del diálogo es la verdad, lo describimos como una “investigación”. Cuando el objetivo trazado es elegir conscientemente un curso de acción que consideramos valioso o correcto en el diseño de un proyecto de vida, lo describimos como “deliberación”. Cuando la meta establecida es construir alguna forma de arreglo social basado en la convergencia legítima de intereses particulares hablamos de “negociación”. Todas estas formas de interacción comunicativa son expresiones de diálogo; cuando se llevan a cabo sin distorsión están animadas por el ejercicio del lógos. La práctica del diálogo se contrapone al mero uso de la fuerza.

El cultivo del diálogo requiere de los interlocutores un compromiso estricto con el libre intercambio de razones. Quien dialoga se muestra atento a los argumentos del otro tanto como a la elaboración de los propios. En contraste, la violencia – advierte Hannah Arendt – permanece sorda y muda. La atención a los argumentos del interlocutor no sólo nos remite a la dinámica propia de la acción recíproca de ofrecer razones, si no que pone de manifiesto la exigencia de una determinada actitud de parte de los participantes, que ha sido descrita como una disposición falibilista. Para que el diálogo sea genuino, nosotros tenemos que suponer que podríamos estar equivocados, y que las razones del otro podrían contribuir a esclarecer nuestro eventual error o a despejar nuestra confusión. Por supuesto, tendríamos que esperar que los participantes asuman una disposición análoga a la nuestra. No dialogamos realmente cuando suponemos que contamos con toda la razón de nuestro lado, y nos declaramos absolutamente invulnerables ante el discurso de los otros.

No dialogamos realmente cuando suponemos que contamos con toda la razón de nuestro lado, y nos declaramos absolutamente invulnerables ante el discurso de los otros.

Esta vindicación de la actitud propia del falibilismo cuestiona severamente la afirmación conservadora “diálogo sí, pero con verdad”. A veces pienso que esta posición incurre en el burdo error de confundir la “verdad” con la simple “veracidad”, la disposición a no mentir, dar cuenta de lo que se sabe, poner los propios intereses y aspiraciones sobre la mesa, etc. Resulta bastante claro que toda forma de investigación, deliberación común y negociación exige veracidad, consistencia en el discurso y en la acción y transparencia; la ausencia de tales condiciones vicia el diálogo y lesiona la posibilidad de cualquier forma de entendimiento. Pero esta declaración conservadora parece entrañar más que estas consideraciones elementales. Parece indicar que hemos de participar en el diálogo esgrimiendo (toda) la verdad, puesto que ella nos pertenece. Esta presuposición confunde toda forma de diálogo con la investigación, pero además asume que la verdad es el punto de partida y no el punto de llegada de la investigación. Convierte así en superflua la actividad de dialogar, pues asume que la verdad es algo que se posee de antemano. No cabe, en esa perspectiva integrista, el falibilismo ni la apertura hacia el otro. De hecho, esta posición considera que el diálogo constituye una innecesaria e impertinente concesión al error.

Esta actitud fundamentalista malinterpreta seriamente el significado del diálogo y lesiona su ejercicio. Sobre la base de esta presuposición no es posible que prospere forma alguna de deliberación, negociación o investigación. Quien asegura estar en posesión absoluta de la verdad, o en posesión de los criterios de corrección de la acción o de los arreglos sociales, no está dispuesto a admitir las interpretaciones de otros o a ceder posiciones con el propósito de arribar a acuerdos que nos permitan resolver conflictos difíciles. El integrista exige del otro silencio y sumisión, capitulación y resignación. Adhesión inmediata sin crítica ni réplica, anuencia frente al solemne monólogo del iluminado. El intercambio de razones se torna en imposición o en un burdo adoctrinamiento.

El ejercicio del diálogo transita otras rutas. Toma en serio la necesidad de construir consensos en torno a interpretaciones, acciones comunes e intereses. Valora la capacidad de examinar las propias posiciones y estar dispuesto a abandonarlas si es que existen buenas razones para ello. La apertura dialógica está reñida con cualquier versión del dogmatismo. Cuando intentamos silenciar las preguntas que podrían perturbar nuestras creencias más básicas – cuando declaramos nuestro ideario como invulnerable a la crítica – simplemente aniquilamos la posibilidad de conversar y de forjar acuerdos racionales que orienten nuestras prácticas sociales.

Alguien podría objetar que hasta aquí no he hecho otra cosa que discutir exclusivamente las condiciones ideales del diálogo –consideraciones normativas implícitas en el nivel de la práctica y en el de las actitudes-, pero que no he considerado que en nuestros conflictos reales el ejercicio del lógos casi nunca aparece de esta forma “pura”; los agentes reales nos presentamos en los procesos de deliberación, negociación e investigación cargados de presuposiciones ideológicas, propósitos no revelados y juegos de poder bajo la mesa. Todo ello es cierto. Incluso es evidente que, en la mayoría de los casos de negociación política, la situación de los interlocutores dista mucho de ser equitativa, de modo que la práctica de la argumentación corre el peligro de ser sustituida por diferentes formas de presión que arrinconan irremediablemente a la parte más débil.

Esta es una realidad que observamos en los arreglos políticos del día a día, e incluso en las transacciones más cotidianas al interior de las instituciones más modestas. Muchos actores políticos y “líderes de opinión” exigen del gobierno el uso de la fuerza y no la negociación con las autoridades regionales que se declaran contrarias a determinadas formas de explotación minera en las zonas de su jurisdicción. Que en nuestras interacciones ordinarias la razón esté sistemáticamente amenazada no significa que tengamos que abandonar –en nombre de una cruda y desencarnada Realpolitik– los principios que regulan la práctica dialógica: el reconocimiento de tales principios nos permite identificar las situaciones en las que el diálogo se ve perturbado o lesionado, se le parodia o se convierte en un mero disfraz para la manipulación o la extorsión. Habermas compara el recurso a la razón como una tabla que se ve sacudida por el mar de las contingencias; se la zarandea de aquí para allá, pero siempre permanece a flote. La realidad echa sus cartas, pero el cuidado del lógos nos permite interpelarla y establecer sendas posibles de acción.


Gonzalo Gamio Gehri

Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya, donde coordina la Maestría en filosofía con mención en ética y política. Es autor de los libros Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional (2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007). Es autor de diversos ensayos sobre filosofía práctica y temas de justicia y ciudadanía publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas del Perú y de España.

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