Estamos comenzando el tiempo de Pascua, viviendo la experiencia de la Resurrección, de una esperanza que nos habita más allá de las complicaciones cotidianas. Esta experiencia de Resurrección, no puede comprenderse sino desde la entrega plena fundada en la autenticidad del amor, del don de sí al bien, como decía Edith Stein, que permite el respeto profundo a toda persona, independientemente de su condición social, cultural o económica.
El amor integra, unifica; su acogida nos relaciona íntimamente. Esta relación íntima, fundada en un amor auténtico, nos revela lo más propio de nuestra humanidad y, al mismo tiempo, nos revela a Dios. Un sentimiento plenamente humano, como es el de amar, nos dice quien es Dios y muestra su disponibilidad constante a hacerse uno con nosotros. Un ejemplo de esta unidad con el Padre lo encontramos en Jesús. El centro de la relación es el profundo amor entre ambos, de allí que Jesús puede decir, “el que me ve a mí, ve al Padre”.
El amor implica íntegramente a la persona en lo que es. No se ama desde la fragmentación de nuestros pensamientos si no desde la profundidad plena de nuestra existencia. Nos damos completamente en lo que somos. Así, cuando se acoge el amor, se acoge a la persona en todo lo que es, con sus limitaciones, fragilidades, virtudes, fortalezas (incluso podríamos decir, mirando nuestro entorno, que acoge la cultura, idiosincrasia, gestos y modos de cada persona). De ahí, que el regateo no tiene lugar en el acto verdadero de amar. La mediocridad no tiene lugar en el encuentro verdadero porque el otro nos devuelve lo que somos en nuestra integridad, en lo más auténtico que nos habita.
El amor unifica y da sentido a nuestra vida. Personas con quienes la compartimos quedan anidadas en nosotros como portadoras del sentido absoluto de nuestra existencia. Situaciones y encuentros diversos dejan de pertenecer al azar y se entretejen en una experiencia de vida reflejando el sentido profundo de nuestro ser. Así, palabras, gestos o situaciones que ayer no tenían mucho que decir, leídas en el presente cobran su importancia en lo que hemos llegado a ser. Nada de lo vivido cae en el vacío, todo integra nuestro presente, aún aquello de lo que no somos plenamente conscientes o aquello que preferiríamos olvidar.
El amor como negación de uno mismo, por tanto, no es negación de lo vivido o el olvido de vivir. Es adentrarse a lo profundo de la vida, en lo que tiene de más real, de más auténtico, en el encuentro con el otro. El negarse es darse desde lo que uno es dejando que el otro acoja libremente dicha entrega. Es darse, no imponerse. Hay que respetar que la otra persona se disponga libremente a acoger el amor ofrecido para sellar el vínculo estrecho, único, de entrega mutua. Así, las relaciones fundadas en un amor auténtico podrán ser restablecidas si se presentara el caso de rupturas. Cuando Jesús pregunta ¿Pedro, me amas? no está dudando del amor de Pedro, está queriendo fundar la relación entre ambos en ese acto de entrega mutua. Está queriendo explicitar el que, en adelante, gracias a ese amor, serán “uno” para siempre. Esta relación se despoja de todo ensimismamiento y se abre a los demás. El don se sigue dando, sigue invitando a integrar la humanidad entera, a transformar el presente en eternidad desde la autenticidad del amor que funda las relaciones entre las personas.
César Torres Acuña