Betty se enfermó de los riñones después de uno de tantos derrames de petróleo en el bajo Marañón. Le daba miedo tomar agua del río y no llovía. En Santa Rita de Castilla, distrito de Parinari -provincia de Loreto-, como en el resto de comunidades, no hay agua potable. Desde el derrame del 2010[1], muchas familias decidieron recoger agua de lluvia para beber, a pesar de los graves inconvenientes que le genera al pueblo kukama[2]: bocio, reumatismo y sarpullido, sin olvidar la ausencia de sabor del agua del río. Sin embargo, su caso -como el del resto de pacientes- no está registrado. Después del derrame en cuestión, Pluspetrol contrató personal sanitario que atendió en el Centro de Salud de Santa Rita de Castilla pero no dejó ninguna constancia de los casos atendidos. Igual sucedió en Cuninico con Petroperú. Todo ello en connivencia con el Ministerio de Salud. De esta manera consiguieron no dejar rastro. Sin olvidar el miedo y el deterioro de la salud mental que conlleva.
El derrame de Cuninico en junio 2014[3] ha sido un punto quiebre. Con harto sufrimiento y cooperación del Instituto de Defensa Legal, la Iglesia y gente anónima, se avanzó en la exigencia de derechos. El Organismo de Evaluación y Fiscalización Ambiental (OEFA) y otros organismos activaron sus mecanismos.
A nuestro parecer, hay un ‘post-Cuninico’. El derrame en San José de Saramuro[4], simultáneo al de Cuninico, quedó en el olvido. De igual manera duerme el sueño de los justos el derrame en San Pedro[5], los tres en el distrito de Urarinas, provincia de Loreto. Siendo este último derrame más grave ?7500 barriles? que el de Cuninico ?2500 barriles? no ha tenido la repercusión necesaria. En ello intervienen muchos factores, entre otros, la misma organización indígena. El afán de protagonismo de uno de sus dirigentes ha entorpecido el caso.
A fin de cuentas, ahora sabemos “oficialmente” lo que antes no se atrevían a decir, que al Oleoducto Nor-Peruano le faltó mantenimiento adecuado por muchos años. La solución no es parcharlo, como hicieron en Cuninico. Si hubieran hecho caso, nos hubiéramos ahorrado los derrames en Chiriaco y Morona. Necesitamos un nuevo Oleoducto adecuado a las leyes: no debe tocar el agua, esto es muy importante en selva baja. A la luz de los hechos conviene repensar los criterios de responsabilidad social. No se pueden otorgar certificados de buenas prácticas a quien comete este tipo de aberraciones.
Se niega el derecho al agua potable cuando baja el crudo por el río, esto es intolerable. Administrar agua potable tampoco debe hacernos olvidar que en la zona no hay servicios básicos, y problematizar el agua del río es complejo cuando no hay otra fuente de captación de agua. La atención en salud también ha dejado mucho que desear. Los estudios de impactos a mediano y largo plazo no existen. En estas condiciones, es muy complicado poder atender a la población local.
No se puede aceptar que la empresa que contamina sea la que “limpie” porque los criterios que privilegia no son los medioambientales, sino los costes de la limpieza.
La actuación de las petroleras y del Estado ha sido negociar directamente con las comunidades afectadas para que no saliera la noticia más allá, en lugar de remediar el foco de peligro; siempre en condiciones asimétricas. En muchas ocasiones se elegían como interlocutores a las organizaciones indígenas que se conformaban con un poco de dinero, evitando a aquellas que cuestionaban el estado del Oleoducto y su adecuación a las leyes peruanas. El Estado y las petroleras han provocado rupturas de organizaciones y han utilizado sus rivalidades internas para, tristemente, no garantizar los derechos que les asiste. Se ha privilegiado el interés económico de las empresas y del Estado antes que el bienestar de la población local y el cuidado del medio ambiente. Se pasa por alto algo tan humanitario como avisar a las comunidades de las proporciones de un derrame y las consecuencias que acarrea. A ello se suma la improvisación y la reiteración de los errores cometidos. Ahí están los menores de edad recogiendo petróleo crudo con sus propias manos: en Santa Rita de Castilla y Santa Isabel de Yumbaturo el 2000, en Cuninico el 2014 y en Chiriaco el 2016.
Un derrame no sólo contamina el agua, mayor impacto genera en la pesca. Si tenemos en cuenta que las comunidades necesitan de la pesca para su supervivencia, estamos afectando su seguridad alimentaria y generando un impacto en la economía local. Cuninico vivía de la pesca, ahora, dos años después del derrame, no pueden pescar. Su fuente de ingresos se ha modificado completamente. Con los pagos de las empresas para limpiar el derrame se produjo una fuerte inflación que ahora no pueden solucionar. La introducción de dinero en economías de subsistencia causa graves estragos. Durante el periodo en que las empresas trabajaban en la limpieza del crudo aumentaron los bares, las televisiones y refrigeradoras, entre otros. Sin olvidar el trato a las mujeres por parte de trabajadores venidos de fuera.
El Oleoducto atraviesa territorios de comunidades indígenas. Como único beneficio reparten unos cuantos cuadernos y lapiceros cada 18 meses, esto hay que corregirlo. Las leyes indígenas (Convenio 169 OIT, Declaración ONU sobre Pueblos Indígenas) deben ser respetadas. A todas luces es injusto que se genere riqueza con el petróleo y lo único que quede en los territorios indígenas sea contaminación. Merecemos un país más equitativo.
Debido a la insistencia del movimiento indígena de las 4 cuencas (Pastaza, Corrientes, Tigre y Marañón) se han instalado algunas plantas de potabilización de agua. Nos parece una solución menor para un problema tan complejo. Reconociendo su importancia, por lo que supone de interés en solucionar un problema, no lo abarca en todas sus dimensiones. El pescado y los seres espirituales que viven en los ríos son los grandes perjudicados: alterando el modo de subsistencia y la cosmología indígena.
No se puede aceptar que la empresa que contamina sea la que “limpie” porque los criterios que privilegia no son los medioambientales, sino los costes de la limpieza. Por tanto, no limpian como deben. Una instancia ajena a la producción, y a las empresas involucradas, debe realizar estas tareas de remediación y limpieza. Todo ello supervisado por las organizaciones indígenas y por el Estado. Las empresas involucradas deben ser sancionadas seriamente y, con este dinero, el Estado y las organizaciones indígenas controlar que se remedie, limpie e indemnice por los daños causados.
Los derrames son únicamente un problema entre otros que afecta al bajo Marañón. Sin una visión de cuenca no podemos ver las amenazas con las que se enfrentan: ya se aprobó la hidrovía. Haríamos bien en escuchar los sonidos recogidos por un hidrófono del aumento del tránsito fluvial y lo que eso conlleva. Las represas en el Marañón medio, la electrificación Moyobamba-Iquitos… Se sigue sin consultar a las poblaciones indígenas pese a que es obligatorio por ley. El Estado negocia cada megaproyecto, en el mejor de los casos, independientemente, para obviar la acumulación de impactos.
Pese a todas estas dificultades seguimos confiando en el Dios de la vida. Los que tenemos fe y rezamos el Padre nuestro, le pedimos a Dios: “venga a nosotros tu Reino”. Lo recibimos como un regalo precioso de Dios, al tiempo que comprometemos nuestra vida en la construcción del mismo.
[1] El 19 de junio del 2010 se derramaron entre 300 a 400 barriles de petróleo sobre el río Marañón en el sector de San José de Saramuro, distrito de Parinari, en Loreto, cuando una barcaza trasladaba crudo procedente del lote 8, bajo operación de la empresa Pluspetrol Norte
[2] Todas las comunidades citadas forman parte del pueblo indígena kukama.
[3] Se produce un derrame de petróleo a la altura del cruce del Oleoducto Norperuano con el río Cuninico (afluente del río Marañón).
[4] El 26 de junio del 2014.
[5] 13 de noviembre 2014.
Manuel M. Berjón, OSA
Sacerdote español, Párroco de la Parroquia La Inmaculada en Punchana (Iquitos).
Miguel Ángel Cadenas, OSA
Párroco y activista ambientalista. Parroquia La Inmaculada (Iquitos).