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Edición Nº 62

La crisis de la democracia vista desde el enfoque de la transformación de conflictos
César Bedoya
3 de agosto, 2023

“La democracia tiene un índice de flexibilidad restringido, más allá del cual se pervierte y empieza a ser otra cosa”.[1]

El enfoque de la transformación de conflictos[2] sostiene, entre una de sus premisas principales, que el conflicto es un hecho natural en el marco de la convivencia humana. Podemos coincidir universalmente en un conjunto de necesidades, pero dicha coincidencia empieza a ser más compleja de alcanzar cuando se trata de satisfacerlas. Además, frente a la naturaleza, a los modos de estar en el mundo, a la manera de cómo nos organizarnos política, económica o socialmente podemos tener percepciones, marcos interpretativos, enfoques y expectativas totalmente distintas. En tal sentido, la atención central, para la mirada transformativa, no está en que existan conflictos, sino en no contar con los medios o instrumentos adecuados para poder prevenirlos y encausarlos de manera constructiva, de modo tal que, más bien, en el plano de lo social y político, fortalezcan la democracia.

En estos tiempos de crisis globales en los distintos ámbitos de la existencia humana, la democracia como régimen político y sistema de gobierno no está a la zaga. La corrupción institucionalizada, autoritarismos, despliegues populistas de izquierda como de derecha, la incapacidad para abordar temas de fondo como la desigualdad, la pobreza y demás brechas sociales son algunas de las señales claras de que las cosas no van bien. Todorov identifica tres “enemigos íntimos de la democracia”[3]: los mesianismos, el ultraliberalismo y los populismos. Estos y otros problemas van acumulándose y haciéndose cada vez más complejos y no vemos los horizontes muy claros respecto a cómo abordar el tema. Una apuesta pasa por reformas políticas de fondo que apunten a generar mejoras en los sistemas de representación, generar condiciones para reactivar los sistemas de partidos, que han devenido en “coaliciones de independientes”[4], que ya no se rigen por apuestas claras por el bien común sino por agendas acotadas a determinados grupos de interés, entre otras opciones.

Se debe considerar que la acción colectiva, como la protesta social, responde a determinadas necesidades, intereses, expectativas e interpretaciones que precisan ser analizadas, identificadas y entendidas empáticamente.

Atender al llamado de reconstruir la democracia, sacarla a flote a través de una serie de esfuerzos desde distintos enfoques, es un trabajo perentorio. Un aspecto, de varios a ser abordados, pasa por restituir su capacidad como sistema político para encausar los conflictos de distinto tipo; de manera tal que no la debiliten, sino todo lo contrario. De cada situación conflictiva transformada, sumar fortalezas. Desde los engranajes operativos de un gobierno democrático, empezar por entender que el conflicto no es sinónimo de crisis ni de violencia, sino que es un hecho social multideterminado que tiene carácter de proceso y que muestra una dinámica lábil a ser identificada en sus varias etapas. Los conflictos no tienen que ser vistos como “ataques”, no deben “desaparecer”. Estos pueden ser más bien oportunidades para solucionar los problemas de distinto tipo y naturaleza que están detrás de ellos.

El conflicto puede asumirse como un síntoma que requiere ser atendido, tanto en la manera como se manifiesta, como en lo que está detrás de él y las múltiples dimensiones que entran en juego, que para el enfoque transformativo son la personal, relacional, cultural y estructural. La transformación de conflictos atiende a resolver, pero sobre todo a buscar cambiar e influir sobre los procesos. Puede mirar el corto plazo (la coyuntura), pero sobre todo busca considerar el nuevo escenario de relaciones que se deben abrir como parte de haberse abordado el conflicto, a partir de las condiciones que lo hicieron surgir y que determinaron su dinámica y sus distintas etapas: problemas latentes, despliegue o inicio, escalada, crisis (manifestaciones violentas), desescalada.

En un régimen político que finalmente es asumido por “demócratas precarios”[5], se hace complejo abrir los canales para que los mecanismos naturales, que son fundamentos de la democracia, operen adecuadamente. La cooperación y el conflicto, la interacción entre adversarios políticos y no entre enemigos, son premisas fundamentales sobre las que el sistema y el régimen político (democrático) deben sustentarse y funcionar. A estas fallas en los mecanismos operativos de la democracia, pueden sumarse otras más de fondo, como aquello que se ha venido a llamar el “vaciamiento democrático”[6], noción que alude, en resumen, a que la crisis no está ya en la concentración del poder sino en todo lo contrario, en su dilución. Esta se caracteriza por la fragmentación y circulación del poder político, el amateurismo de los actores y la ausencia de vínculos significativos entre quienes ocupan el poder y la sociedad. Con tal nivel de precariedad, la maquinaria democrática empieza a detenerse o generar situaciones altamente disruptivas.

En este contexto, el enfoque de la transformación de conflictos debería intentar instalar contenidos y procedimientos que aporten en los esfuerzos por impulsar un escenario distinto para la democracia. En primer lugar, se debe considerar que la acción colectiva, como la protesta social, responde a determinadas necesidades, intereses, expectativas e interpretaciones que precisan ser analizadas, identificadas y entendidas empáticamente. Asimismo, es necesario plantear hasta dónde, dadas las condiciones, estas demandas pueden ser atendidas desde las políticas públicas, apelando a los arreglos institucionales necesarios para la coyuntura o para el proceso que se abra hacia adelante. Asumir la protesta como falta o delito lesiona los principios de la democracia, ya que implica que los ciudadanos deben callar y aceptar sus circunstancias. El Estado de derecho es el marco para tramitar el despliegue ciudadano. El diálogo y la negociación política podrían asimilarse como medio y fin para aportar en el fortalecimiento de una cultura de paz (positiva) que sea el marco de la relación Estado-sociedad. Ver enemigos asediando desde todos los flancos no es la mejor manera de interpretar y asumir la interacción social en democracia. Resulta más constructivo reconocer la existencia de distintos grupos de interés que buscan negociar sus posiciones, intereses, necesidades, expectativas, percepciones.

La crisis de la democracia se refleja en la relación entre el Estado y la sociedad, con el uso arbitrario de la fuerza contra la protesta y la victimización de los ciudadanos que se expresan.

Podemos concluir esta reflexión asumiendo que existe un primer consenso: la democracia que conocemos como sistema y régimen político está atravesando por una crisis severa a nivel global y local, con múltiples determinaciones detrás de ella. Una de las dimensiones en las que puede expresarse esta crisis es en la manera cómo el Estado (democrático) se relaciona con la sociedad. Una de las formas más perversas de esta relación surge cuando, en nombre del Estado de derecho, se hace un uso arbitrario e indiscriminado de la fuerza frente a la acción colectiva de protesta. Un segundo consenso podría ser entender que los ciudadanos libres pueden expresarse respecto a lo que les afecta o preocupa, y no por ello acabar siendo víctimas de las acciones del gobierno. Las relaciones entre el Estado (democrático) y la sociedad deberían estar mediadas por canales a través de los cuales se pueda procesar y gestionar el descontento social, reconociendo que hay diversos grupos con distintas necesidades, intereses, posiciones, expectativas y percepciones diferentes, lo cual, dentro de un régimen democrático, es una condición natural.

El enfoque de la transformación de conflictos puede contribuir con su marco interpretativo y sus instrumentos metodológicos para empezar a considerar que la preocupación central no debe ser la existencia de conflictos (entendidos como disfunciones), sino la falta de marcos institucionales que permitan reconocerlos, identificarlos (anticipadamente, en el mejor de los casos), analizarlos y abordarlos por la vía del diálogo, la negociación u otros mecanismos existentes. Esto no debería ser la excepción, sino la norma. Los gobiernos podrían institucionalizar el abordaje de los conflictos sociales, operando con marcos conceptuales, metodológicos, técnicos y equipos especializados abocados a la prevención y la transformación de los conflictos. Esto se sumaría a los arreglos de otro alcance, como las reformas políticas que mejoren los niveles de representación política, las relaciones entre los poderes del Estado y los procesos electorales.

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[1] Carlos Granés “Salvajes de una nueva época. Cultura, capitalismo y política”. Taurus. Barcelona. 2019.
[2] Enfoque desarrollado fundamentalmente por el sociólogo estadounidense Jean Paul Lederach. Sus conceptos están desplegados en textos como “El pequeño libro de la transformación de conflictos”, “Construyendo la paz”, “La imaginación moral”.
[3] Ver: Tzvetan Todorov “Los enemigos íntimos de la democracia” Galaxia Gutemberg. Barcelona. 2012.
[4] Noción usada por el politólogo Mauricio Zavaleta en su trabajo “Coaliciones de independientes. Las reglas no escritas de la política electoral”.
[5] Noción desarrollada por el politólogo Eduardo Dargent, que alude al hecho de que las élites que acceden al gobierno, sean de izquierda o derecha, finalmente terminan subordinando su compromiso con la democracia a sus intereses y agendas de corto y mediano plazo. Ver “Demócratas precarios. Élites y debilidad democrática en el Perú y Latinoamérica”. IEP. Lima. 2019.
[6] Ver: Rodrigo Barnechea y Alberto Vergara “El vaciamiento democrático en Perú…y más allá”. Nueva Sociedad (Revista) No.305. Mayo 2023.

Invierno 2023


César Bedoya

Pontificia Universidad Católica del Perú - PUCP

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