A 13 años de iniciada la reforma, existe la sensación de que ella no está cumpliendo la promesa de caminar a un Estado que sirva mejor a la población en todo el país. La descentralización se benefició hasta el 2012 de la estabilización macroeconómica y de la estabilidad democrática, del crecimiento económico y la abundancia de recursos fiscales que permitieron la transferencia sostenida a los gobiernos subnacionales, así como la conformación y el aprendizaje lento de una desordenada estructura administrativa descentralizada, capaz de gestionar con alguna autonomía los recursos públicos[1]. A partir de ese momento, se hizo más evidente, como lo señala un texto reciente[2], que olvidamos que la descentralización no supuso una reforma y modernización del Estado y los sistemas de gestión pública, que la determinan en sus alcances y límites. Recordemos que la reforma tuvo, desde su nacimiento, distintas fallas de origen, propias del conjunto del Estado peruano.
Sobre la base endeble de los departamentos preexistentes, los gobiernos regionales (GR) se organizaron como un híbrido que yuxtapone tres diseños organizacionales –la estructura central de la administración regional precedente (los Consejos Transitorios de Administración Regional), la organización derivada de la Ley Orgánica de Gobiernos Regionales y las direcciones regionales desconcentradas sectoriales que les fueron adscritas- no obstante estar establecida su autonomía para organizarse; este desorden impacta negativamente en la eficiencia de la gestión regional y el funcionamiento de sus gobiernos, que desde su nacimiento estuvieron atrapados en la normativa nacional. A ello se añaden las limitaciones derivadas de los sistemas administrativos nacionales, que regulan la administración pública con un enfoque restrictivo y controlista que impide la diversidad y limita la autonomía económica y administrativa de las regiones[3] y refuerza el papel del Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) que lidera 6 de los 11 sistemas nacionales (abastecimiento, presupuesto, tesorería, contabilidad, inversión pública y endeudamiento), bajo su preocupación central de controlar el gasto.
Para asegurar que la descentralización sea ordenada y progresiva, se estableció un sistema de acreditación que implicaba la construcción previa de capacidades para el ejercicio de las competencias a transferir a los gobiernos subnacionales, el que no funcionó nunca. La construcción de capacidades careció de una estrategia y no fue abordada sistemáticamente, por lo que se dejó de lado la verificación de las capacidades institucionales requeridas para las nuevas funciones de los gobiernos descentralizados. La transferencia, que fue muy lenta hasta el 2007, se aceleró ese año. La Secretaría de Descentralización habla de la transferencia administrativa del 92.4% de funciones a los gobiernos regionales, sobre un total de 185 previstas, en un proceso con un carácter administrativo y burocrático, de simple cumplimiento de formas y plazos, sin un enfoque de gestión, ni las herramientas necesarias para que los GR y locales manejen los servicios públicos que resultan de las funciones transferidas; el proceso no estuvo acompañado de los recursos humanos y financieros para el cumplimiento de las nuevas funciones, no existiendo a la fecha una idea cabal de sus costos. A ello se sumaron las debilidades generales del personal del Estado peruano. Las autoridades regionales carecen de los poderes y los recursos mínimos para mejorar el capital humano del que disponen, salvo a través de la designación de personal de confianza o contratos de locación de servicios para el desempeño de tareas permanentes.
El sistema de presupuesto público, por su parte, no se basa en criterios elementales de equidad y es inercial e “histórico” desde la década del noventa, correspondiendo a un ciclo de escasez de recursos y control del gasto; en otras palabras, ineficiente para responder al ciclo de crecimiento que hemos vivido en base a los precios internacionales de los commodities. El gobierno nacional mantiene un control casi absoluto de la recaudación de los ingresos públicos (más de 90% del total), mientras que la capacidad institucional y normativa de los gobiernos descentralizados para obtener recursos, se encuentra claramente limitada. La asignación de competencias y la transferencia de funciones que se ha producido, no tiene relación con las reglas de asignación de los recursos públicos ni con las capacidades necesarias para cumplir con los requerimientos establecidos para acceder a ellos[4]. Los GR y GL, especialmente los primeros, son históricamente dependientes de la transferencia de recursos que decide el MEF, dependencia que se agrava porque la capacidad de contar con recursos para la inversión depende de la discrecionalidad del sector, que selecciona a aquellos que se adecuan mejor a sus prioridades. Entre la fase de programación presupuestaria, a cargo del gobierno nacional (donde está el diseño de la política y su estrategia) y la etapa de formulación, radica el poder del Ministerio, que convierte a los gobiernos descentralizados en permanentes “tramitadores” de obras. Si bien el gasto público total entre el 2008 y el 2014, casi se duplicó en términos relativos, en relación con la producción bruta interna anual, prácticamente no se observa incremento. En sentido estricto, son las condiciones de la economía peruana las que explican el crecimiento absoluto del gasto público, antes que reglas fiscales orientadas a ese fin.
Los sectores, por su lado, han sufrido limitaciones similares en materia de autonomía presupuestal y recursos humanos, aunque con la ventaja de ser parte del gobierno nacional y funcionar en el mayor mercado de recursos humanos en el país. No obstante, al integrar una organización fuertemente sectorializada, resulta muy débil la articulación intersectorial. A todo ello, hay que añadir que la descentralización se ha dado en un Estado con una historia secular de corrupción y en medio de un sistema político sin partidos sólidos, capaces de controlar a sus representantes en el gobierno. El proceso, desde su inicio, ha sufrido los efectos de un sistema representativo extremadamente débil y fuertemente territorializado alrededor de liderazgos individuales y de organizaciones regionales mayoritariamente pragmáticas y volátiles.
Es claro que la descentralización se mantiene atrapada por cuatro nudos: (i) su desvinculación de la postergada reforma y modernización del Estado; (ii) su carácter fuertemente político y administrativo, que limita su integralidad; (iii) la persistencia de una organización territorial basada en los antiguos departamentos; (iv) la incapacidad de transformar los mecanismos participativos en instrumentos de democratización de la gestión pública regional y local. Así no debe sorprendernos el que Lima concentre el 52.3% del PBI nacional y que el PBI per cápita por departamento muestre un enorme desequilibrio entre aquellos, oscilando entre los 14,537 soles de Moquegua y los 1,945 de Apurímac.
Se trata, entonces, de una reforma sin conducción política, encargada a una Secretaría de la Presidencia del Consejo de Ministros que fue incapaz de ejecutar su exiguo presupuesto anual el 2014 (cercano a los seis millones de soles). Convertida desde años atrás en terreno de disputa entre el nivel nacional y los niveles subnacionales; su continuidad se explica por las presiones de las asociaciones de gobiernos descentralizados (ANGR[5], AMPE[6] y REMURPE[7]) antes que por la voluntad política del gobierno nacional. Agotado el ciclo de crecimiento que la cobijó, la reforma tiene que ser rediscutida en el contexto de las elecciones nacionales que se avecinan, en medio de un significativo proceso de recentralización de la inversión pública y de distintas funciones y competencias que ya habían sido transferidas, así como de aquella imagen de corrupción generalizada en los gobiernos descentralizados, interesadamente creada el 2014 desde el gobierno nacional, como si aquella no fuera una marca que atraviesa al conjunto del Estado peruano y que está también erosionando nuestra sociedad, así como la supuesta ineficacia de aquellos.
En ese debate será indispensable contemplar también los logros de la descentralización, que no son pocos. En un país que atraviesa una crisis de institucionalidad profunda y cambios radicales como consecuencia del ciclo de crecimiento que está concluyendo, con un Estado débil y una apuesta ciega por un modelo primario exportador y por el rol de la gran inversión privada, es innegable que los gobiernos descentralizados y la propia reforma fueron un factor clave de gobernabilidad y, más profundamente, de posibilidad democrática, contribuyendo –entre otras cosas- al crecimiento de la infraestructura, la disminución de la pobreza rural y la mejora en la inversión en los territorios.
[1] GONZALES DE OLARTE, Efraín: Descentralización, divergencia y desarrollo regional en el Perú del 2010, en PUCP (editor): Opciones de política económica en el Perú: 2011-2015. PUCP, Lima, 2010.
[2] Asamblea Nacional de Gobiernos Regionales, Los gobiernos regionales al inicio de su segunda década. 46 experiencias de éxito de la gestión pública regional. ANGR, Lima, 2015.
[3] MOLINA, Raúl: Experiencias de reforma institucional en gobiernos regionales. Estudio de casos, Congreso de la República, Comisión de Descentralización, Regionalización, Gobiernos Locales y Modernización del Estado y USAID/Perú ProDescentralización, Lima, 2010.
[4] Al respecto, ver ARAGÓN, Jorge y Edgardo CRUZADO: La construcción de la descentralización fiscal en el Perú, en Bruno Revesz (editor): Miradas cruzadas: políticas públicas y desarrollo regional en el Perú, CIPCA-IEP editores, Lima, 2013; pp.105-132.
[5] Asamblea Nacional de Gobiernos Nacionales.
[6] Asociación de Municipalidades del Perú.
[7] Red de Municipalidades Urbanas y Rurales del Perú.
Eduardo Ballón E.
Coordinador Ejecutivo del Grupo Propuesta Ciudadana e Investigador Principal de DESCO.