Esta dinámica inveterada encuentra sus fuentes en la Buena Noticia de Jesús: “denles ustedes de comer” (Lc. 9, 13), subrayada con fuerza por Ignacio de Loyola cuando dice que hay que poner “el amor más en las obras que en las palabras” (EE. 230), y que cobra una importancia especial en la medida en que la sociedad actual y los pobres esperan y merecen de nosotros un testimonio claro (“con obras y palabras eficaces”) de lo que somos.
En 1949 el P. General de la Compañía de Jesús, Juan Bautista Janssens, publicó un documento titulado “Instrucción sobre el Apostolado Social” haciendo un llamado a los jesuitas para formarse “en aquel amor sincero y eficaz que en lenguaje moderno llamamos ‹espíritu› o ‹mentalidad social›”[1]. El P. Janssens reiteró su llamamiento en varias ocasiones e intentó definir más precisamente en qué consistía con ocasión de la canonización de José Pignatelli SJ:
“en la Instrucción que di sobre el Apostolado Social, intenté distinguir entre obras de beneficencia y lo que hoy se llama acción social. La primera de estas formas de caridad, la única conocida en tiempos de José Pignatelli, es buena. Nuestro Señor Jesucristo la alabó y la Iglesia la ha recomendado siempre. Ayuda a los miembros sufrientes de Cristo en este mundo. No puede desaparecer nunca porque «habrá siempre pobres entre vosotros». La otra forma de caridad es mejor: más universal y más duradera, expresa un más alto grado de amor. Las obras de beneficencia suavizan algunas tristezas; la acción social suprime, en la medida de lo posible, las causas mismas del sufrimiento humano. Todo el cuerpo místico de Cristo se hace más sano y más fuerte”[2].
La reflexión de la Compañía de Jesús sobre las características y la misión del apostolado social fue desarrollándose alimentada por el magisterio del Concilio Vaticano II, enfatizando la dedicación al trabajo por los más pobres (a partir del documento de Medellín, “con los más pobres”) mediando una reflexión y análisis de las condiciones sociales, acompañada del saber teológico y filosófico.
En un seminario de trabajo llamado “El Apostolado Social en la Compañía de Jesús hoy” (1980) se esbozaron de manera clara las notas características de este trabajo:
“un grupo (de jesuitas y colaboradores) que:
Veinte años después (1998) las “Normas Complementarias”[4] declaran que: "la misión actual de la Compañía es el servicio de la fe y la promoción, en la sociedad, de la justicia evangélica que es sin duda como un sacramento del amor y misericordia de Dios”[5]. Y la 35ª Congregación General de los jesuitas reafirma y declara “su firme convicción” de que “la finalidad de la misión que hemos recibido de Cristo (…) es el servicio de la fe”, del cual “el principio integrador (…) es el vínculo inseparable entre la fe y la promoción de la justicia del Reino”[6].
Si bien en un primer momento (paso del preconcilio al Concilio) se pensaba y se actuaba como si la justicia viniese a tomar su lugar donde la caridad terminaba, la noción de justicia se ha enriquecido tanto hasta afirmar que es la verdadera caridad la que comienza donde la justicia termina: la justicia que nace de la fe (la verdadera caridad) va mucho más allá que la noción de justicia que no está informada por el amor. Por eso se insiste en que, si bien es posible abusar de la caridad haciendo de ella un subterfugio de la injusticia, "no se puede hacer justicia sin amor. Ni siquiera se puede prescindir del amor cuando se resiste a la injusticia, puesto que la universalidad del amor es por deseo de Cristo un mandato sin excepciones"[7].
El Papa Francisco también ha colocado esta realidad en el centro de su proclamación de la Buena Nueva: el principio de la misericordia no es otra cosa que la justicia del Evangelio llevada a sus extremos (a la perfección de la cual habla el Evangelio), máxima manifestación de la caridad: amar como Dios nos ama, entregando todo por aquel y aquello que, antes de ese rescate, estaba perdido. La justicia que nace de la fe se identifica con la acción misericordiosa de Dios que redime a todos. Esa redención – salvación – liberación – resurrección (levantar de la muerte) vincula inexorablemente generosidad y eficacia, porque “el amor cristiano no puede ser sólo gratuito; también debe ser eficaz. Es decir, no bastan los buenos sentimientos y la recta intención. El amor debe tratar de resolver los problemas de las personas concretas que vamos encontrando día a día y, con una visión más amplia, intentar colaborar en la organización de la sociedad ayudando a los cambios estructurales que alcancen a todos y que sean duraderos, para crear sociedades verdaderamente prósperas justas y libres”[8]
Uno de los pasajes evangélicos paradigmáticos de esta dinámica del amor que se hace justicia y de la tensión que conlleva en términos de generosidad y de eficacia, de compromiso y de gratuidad, es la parábola del judío herido en el camino y del Samaritano que se compadece de él (Lc. 10, 27-37). No es gratuito que Jesús en su parábola indique que quien hizo esto fue un Samaritano mientras que otros, un sacerdote que bajaba del templo y un levita (experto en la ley), no hicieron nada por él. Porque el ejercicio de la misericordia (que es la manifestación máxima de la justicia) es una decisión positiva que construye algo nuevo desde donde la justicia no existe, donde el respeto no se manifiesta, donde la reconciliación es impensable.
Es importante reflexionar y tomar consciencia (son dos verbos/acciones distintas) de que el AMOR EFICAZ que positivamente buscamos es mucho más que la simple eficiencia. Para decirlo en términos netamente ignacianos y evangélicos: se nos pide conocimiento interno de que “no es lo mismo dar frutos que tener éxito”[9].
La eficiencia es un valor digno e importante que está generalmente asociado al discernimiento y correcto uso de los medios necesarios para realizar una acción que tiene por fin algo más que el manejo de esos medios, vinculado a una visión más pragmática del uso de las cosas; en nuestro caso siempre de cosas ajenas, de las cuales somos nada más que administradores. Sin duda que ser eficiente es un valor; un valor que como todos los otros valores de la vida tiene sus contingencias y sus relaciones subsidiarias con otros valores más o menos amplios e importantes según el momento en que se encuentre el sujeto y las comunidades. Por eso podemos afirmar que para ser eficaz generalmente es necesario ser eficiente, aunque no basta serlo; y en algunas ocasiones puede hasta no ser indispensable[10].
Pero la eficiencia y el “eficientismo” son diferentes. Porque es probable que en la vorágine de la eficiencia pueda perderse fácilmente la gratuidad de las cosas (todo para todos), la gratuidad del tiempo (“hay más tiempo que vida”, adagio mejicano) y la gratuidad de la relación con las personas: hay que producir, minimizar esfuerzos y maximizar resultados; hay que ahorrar recursos materiales (“ni más ni menos de lo estrictamente necesario”), temporales (“el tiempo es oro”) y humanos (ya no son relaciones humanas sino Recursos). Cayendo en el “eficientismo” (la eficacia por sí misma como valor) se entra en la dinámica tramposa que denunciaba Gabriel Marcel hace más de medio siglo: “poseer es casi inevitablemente ser poseído”.
Así, mientras que la generosidad implica un movimiento de salida de sí, de entrega, de ofrecimiento, de apertura, la eficacia está marcada por un movimiento centrípeto que tiene que ver con guardar, ahorrar, conservar, preservar, controlar, poseer[11]. Por eso cuando hablamos de eficacia como atributo del amor que estamos llamados a vivir, estamos refiriéndonos a una realidad mucho más amplia y exigente que “el ser eficiente” (aunque generalmente lo implica) y que nos remite directamente al “fruto”, a “los resultados”, a “lo buscado”, a “lo planeado”, “al impacto” de nuestras acciones (eficientes, organizadas, conjuntas, respetuosas, etc.).
Los jesuitas estamos llamados, pues, a vivir un amor eficaz en nuestro servicio personal y en nuestros proyectos, de manera que nuestras obras sean coherentes con nuestras declaraciones. En ello debemos esforzarnos de manera permanente ayudándonos en la medida en que sea necesario y posible de los instrumentos que nos ofrece la propia experiencia y la de otras personas y organizaciones.
Sin embargo, esto no siempre es fácil. En ocasiones, parece que tuviéramos bastante claro el “qué hacer” (acciones) y el “hacia dónde” queremos ir (visión), pero nos faltara realismo y capacidad gerencial para tomar las decisiones e implementar las acciones necesarias para llegar allá (la meta) de la manera que queremos. En otras ocasiones estamos tan atados a maneras tradicionales de organizar y de promover las cosas, o tan atareados haciendo actividades y respondiendo a necesidades inmediatas, que no alcanzamos a ver la urgencia de modificaciones importantes tanto a nivel directivo, como organizacional y gerencial, en función de los resultados que queremos alcanzar.
Aquí, “(…) la clave para la construcción de esta visión estratégica estará en nuestras actitudes espirituales. En especial, precisaremos de mucha libertad, lo que Ignacio llamaba indiferencia, para poder encontrar y colaborar con el Dios que trabaja en este mundo roto” [12].
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[1] Cfr. Una breve historia, Campbell-Johnston Michael, pág. 2, inédito.
[2] Acta Romana 12, 1954, 696. Citado por Ibíd. Pág. 3.
[3] Cfr. Recordando Nuestra Historia, Promotio Iustitiae 100, 2008/3, “Los Primeros Treinta Números”, Campbell-Johnston Michael, SJ. Pág. 8.
[4] Se designa “Normas Complementarias” (NC) a la actualización de las Constituciones de la Compañía de Jesús.
[5] NC 245 §1-2
[6] CG 35. Decreto 3, No. 2
[7] Pedro Arrupe, Arraigados y Cimentados en el Amor, 1981, n.56
[8] GONZÁLEZ BUELTA, Benjamín. Tiempo de Crear, Polaridades evangélicas, Sal Terrae, Santander, 2010, p. 88- 89
[9] “Dar fruto” es una expresión bíblica rebosante de significación espiritual. En la Biblia, el pueblo de Dios aparece frecuentemente como una viña de la que se esperan frutos jugosos. Jesús mismo se valió de la imagen para expresar el sentido profundo de su misión. En el evangelio de San Juan, dice a sus discípulos que la gloria del Padre consiste en que sus hijos den fruto en abundancia (Jn 15, 8.16). Dar fruto nos remite a la fecundidad, característica de todo ser viviente. Por la fecundidad se multiplica la vida mediante la entrega gratuita de la propia vida. La vida de quien desea seguir a Jesucristo tiene vocación de fecundidad. Todo seguidor de Jesús está llamado a multiplicar la vida entregándose de manera gratuita. No se puede entender la espiritualidad del fruto sin recordar esta afirmación de Jesús: “les aseguro que si el grano de trigo al hacer en la tierra no muere, queda él solo; pero si muere da mucho futo” (Jn 12, 24). Texto inédito ofrecido por el autor.
[10] Como nos dice González Buelta: “la eficacia evangélica está atravesada por la gratuidad y puede transformar la realidad a través de momentos (…) en los que aparentemente no pasa nada, episodios de ineficiencia y fracasos escandalosos, como la muerte de Jesús en la cruz”, Ibid.
[11] Cfr. GONZALEZ BUELTA Benjamín, Ibíd., p. 86
[12] Promotio Iustitiae No. 107, 2011/3, págs. 39-40
Roberto Jaramillo, SJ
Antropólogo colombiano, con estudios en Filosofía y Teología. Delegado Social de la Conferencia de Provinciales Jesuitas en América Latina (CPAL).