La universidad moderna, regida por la idea kantiana de razón, produjo élites y conocimiento en marcos ontológicos (idea de su ser) y epistemológicos (noción del conocimiento) relativamente estables. La revolución tecnocientífica que ella contribuyó a generar dislocó su posicionamiento, tornando compleja la comprensión de lo que ella es, en tanto experimenta un acelerado proceso de masificación y diferenciación institucional, acompañado de la irrupción de la dimensión virtual como soporte y contenido educativo. Asimismo, el aumento exponencial de la información disponible, la creciente complejidad del conocimiento y la dispersión de los paradigmas en que discurre, presiona en dirección de un radical replanteamiento del sentido de los procesos y estructuras académicas universitarias. Así desprovista de anclajes estables, la universidad experimenta además el impacto decisivo de la noción técnico-administrativa de excelencia y rendimiento, que hoy la impregna, contribuyendo a su mayor complejidad y situándola en una encrucijada en cuanto a la comprensión de su propia naturaleza. De allí la importancia de repensar la universidad, tarea para la cual la autonomía, valor que la acompaña desde sus orígenes, es decisiva pues constituye una condición esencial para el ejercicio del pensamiento crítico.
La capacidad de comprender el entorno, y de relacionarse activamente con los sujetos circundantes, constituye la señal básica para juzgar el grado de autonomía individual o colectiva. En un período marcado por profundos cambios en los patrones de vida y expectativas de la gente, la universidad peruana, considerada en su conjunto, ha mostrado escasa capacidad de procesar aquellos cambios y adecuar su estructura y funciones para enfrentar los retos del entorno. A ello han contribuido tanto la ausencia de políticas de Estado que promuevan su desarrollo, como el desinterés de los actores sociales por el destino de esta institución de valor decisivo para el logro del bienestar de los peruanos. Paradójicamente, la autonomía universitaria se convirtió en la coartada perfecta, tanto para los gobiernos de turno, que invocándola evadieron sus responsabilidades con el desarrollo de la universidad, como para los grupos de poder en la universidad, que la convirtieron en cobertura para la imposición de sus intereses particulares. En esas condiciones, la autonomía universitaria, exceptuando un pequeño número de universidades públicas y privadas, fue severamente erosionada, dejando paso a una suerte de autismo (antípoda de la autonomía) que acentuó su debilidad institucional.
Todas las sociedades han contado con gente capaz de otear horizontes mayores que el común de los sujetos, tanto por la intensidad de la mirada -capaz de penetrar más allá de las apariencias que colman a los demás- como por la extensión espacial y temporal que suelen abarcar. En la moderna sociedad secularizada se espera encontrarlos en la universidad, institución cuyo encargo es precisamente superar las estrechas miras de la existencia cotidiana abrumada por las urgencias inmediatas, para abarcar el horizonte contemporáneo e histórico, y señalar la posición que ocupa la colectividad a la que sirve, proponiéndole los rumbos a seguir. Tal encargo esencial adquiere dramático significado en un país como el nuestro, cuyo destino decidimos en un mundo marcado por profundas asimetrías en las correlaciones de poder, así como por tendencias estructurales a la exclusión de las mayorías y las colectividades débiles.
La función reflexiva que asume la comunidad universitaria deberá atender tanto al entorno, hoy en acelerado y constante cambio, como a la propia condición de la universidad. La estructura institucional de la universidad, así como sus mecanismos de gestión, no son parámetros inconmovibles que haya que evaluar en sí mismos como si se tratara de fines; ellos son estrictamente instrumentales, y como tales son enteramente modificables en función del cumplimiento de los fines académicos que legitiman socialmente a la universidad.
En cuanto a su gestión y organización institucional, la universidad en el Perú, particularmente la pública, muestra un alto grado de dispersión, patente en la tendencia a la multiplicación y atomización de facultades, muchas de las cuales albergan una sola especialidad, en una lógica de autarquía académica que acentúa el ensimismamiento que ella padece, debilitando la posibilidad de un trabajo académico coordinado, ubicándonos así a contracorriente de las tendencias epistémicas contemporáneas que exigen interdisciplinariedad y flexibilidad en una perspectiva holística e integradora.
Hoy en día se necesita esquemas institucionales y curriculares integradores y flexibles, que permitan una formación integral que abarque competencias académicas, personales y de desarrollo social, así como competencias emprendedoras. Igualmente es preciso tomar en cuenta la creciente demanda de educación permanente y constante actualización que el mundo del trabajo y el saber cambiante traen consigo, lo cual repercutirá en una mayor diversificación de certificaciones y en el incremento de la importancia cualitativa y cuantitativa de los postgrados. Del mismo modo, la necesidad de insertarnos con autonomía en las fronteras del conocimiento avanzado exige incorporar las nuevas tecnologías de información y, sobre todo, otorgar absoluta prioridad a la investigación como función clave de la universidad de hoy.
Desde hace por lo menos diez años se hablaba de la necesidad de reformar la universidad peruana, señalando como el factor central de su crisis la ausencia de políticas de Estado, como resultado de largos años de rechazo a la regulación estatal de los servicios educativos y la economía en general, con la creencia dogmática que el mercado basta para desarrollar instituciones universitarias de calidad y garantizar la atención adecuada a las demandas sociales básicas. La realidad ha desmentido esa creencia, pues en educación, salud y seguridad la situación linda con el desastre. Numerosas universidades privadas otorgan grados y títulos en sus sedes centrales y a través de innumerables filiales, sin control alguno y en condiciones académicas deplorables. En el caso de las universidades públicas, grupos de interés particular se han apoderado de la mayor parte de ellas para usarlas en su provecho, pervirtiendo la autonomía universitaria.
En la denominada “sociedad del conocimiento”, la ausencia de políticas de Estado que promuevan el desarrollo de una base científico tecnológica propia constituye la más seria amenaza a la viabilidad de una comunidad política, pues la capacidad de producir ciencia y tecnología define hoy la cuota de poder de las colectividades.
La posición de nuestro país en cuanto a potencial tecnológico es extremadamente precaria. Nuestra economía, reprimarizada, proyecta un espejismo de cifras macroeconómicas basadas en la exportación de materia prima no renovable, que no debe impedirnos comprender que tal condición es insostenible a mediano plazo. No hay un solo caso de país que se haya desarrollado por esa vía.
Mientras todos los países de la región han definido políticas de Estado en relación a la educación superior, contando con alguna instancia de alcance nacional que la regula y promueve, en nuestro caso, por una mal entendida autonomía, el ámbito universitario se hallaba librado a su suerte y en acelerado deterioro. La anterior Ley Universitaria estableció una manera de entender la autonomía universitaria como atributo singular de cada universidad, lo cual impidió contar con políticas de conjunto en cuanto a la actividad universitaria, a fin de promover su desarrollo y cautelar su calidad.
Es preciso superar pronto esta situación. La promulgación de la nueva Ley Universitaria abre posibilidades para ello. En los próximos meses cada universidad deberá dotarse de un nuevo estatuto. Es una oportunidad de rediseñar las universidades tomando en cuenta los retos que plantea el mundo contemporáneo, de modo que cumplan a cabalidad su alta función social.
Zenón Depaz Toledo
Filósofo. Docente de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos