Del viento de Chicago al calor del norte peruano: la historia del hombre que aprendió a servir desde el silencio y terminó pastoreando al mundo.

El padre que llegó con una sonrisa y un saco de arroz
En las tierras cálidas del norte del Perú, donde la arena se cuela entre las sandalias de los niños y el sol hiere con la misma intensidad con que bendice las cosechas, hay quienes aún lo recuerdan como el padre Roberto. Llegaba en una camioneta polvorienta, sotana remangada, cargando arroz, frazadas, medicinas y una sonrisa sencilla que, más que consolar, hermanaba.
No daba discursos: escuchaba. No ofrecía recetas: acompañaba. Y en ese gesto discreto —tan cercano a la espiritualidad ignaciana— se fue ganando un lugar no solo en la comunidad, sino en el corazón del pueblo.
“El amor se pone más en las obras que en las palabras.”
—Frase que refleja toda su vida pastoral en el Perú.
De Chicago al desierto
Ese hombre de andar sereno y voz baja nació muy lejos de allí, en Chicago, en 1955, en un hogar de valores tradicionales: hijo de un veterano de guerra y de una maestra, Robert Francis Prevost creció entre misas familiares, tardes de estudio y un llamado persistente que lo llevaría lejos, muy lejos del viento helado del lago Michigan.
Primero fue la Universidad de Villanova. Luego Roma. Y en 1985, como si el destino no pudiera esperar más, el desierto lo reclamó: Piura, Perú, lo recibió con los estragos del fenómeno de El Niño y las heridas abiertas de un pueblo que necesitaba más que ayuda material.
El Perú como conversión
Fue entonces cuando empezó a transformarse. El Perú no fue un destino: fue una conversión. En los valles resecos de Chulucanas, entre algarrobos torcidos por el viento y el olor a tierra húmeda tras la lluvia, aprendió a cabalgar entre quebradas y a rezar en quechua. Compartió el pan con comunidades que no conocían el reloj, pero sí la urgencia del hambre.
Descubrió —como escribiría más tarde— que el Evangelio no se predica desde el púlpito, sino desde el polvo del camino. En el sufrimiento y la esperanza, en el barro de las inundaciones y en las sonrisas de los niños que lo esperaban con cántaros vacíos, encontró al Dios que se hace cercano, como nos lo muestra San Ignacio en la segunda semana de los Ejercicios Espirituales.
El misionero extranjero fue poco a poco despojándose de sí mismo. Aprendió que servir no es dar desde la abundancia, sino compartir desde la fragilidad. Y el Perú lo adoptó, sin ceremonias, con la naturalidad con que el pueblo reconoce a los suyos.
Trujillo: entre el miedo y la esperanza
En 1988, el mar de la siempre primaveral Trujillo lo llamó. Allí, entre mercados caóticos y noches cargadas de miedo —en plena violencia del conflicto con Sendero Luminoso—, enseñó derecho canónico a los seminaristas, pero también acompañó a las víctimas, denunció abusos y defendió a los más vulnerables.
Vivía con austeridad, sin pretensiones. Decía que “la sotana no da autoridad, la presencia sí”. Su manera de estar recordaba los Ejercicios Espirituales de san Ignacio: discernir antes de hablar, escuchar antes de decidir, amar antes de juzgar. Así, entre clases y visitas pastorales, fue dejando una huella profunda en quienes lo conocieron. Muchos de sus alumnos, hoy sacerdotes, recuerdan su modo de mirar con ternura y firmeza, como quien acompaña procesos más que impone conclusiones.
Un obispo que gobernaba desde el discernimiento
Décadas después, su estilo no había cambiado. Lo confirma el jesuita Eduardo Vizcarra, SJ, quien convivió con monseñor Prevost en la diócesis de Chiclayo, cuando ya era obispo, entre 2017 y 2019.
“El obispo Roberto —recuerda— llegaba a las reuniones del clero sin prisa ni protocolo. Tenía esa calma del que sabe que el Espíritu habla también en el silencio.”
Su visión era clara: una Iglesia abierta, sinodal, participativa. Aunque el término sinodalidad aún no sonaba con fuerza, su práctica ya lo anticipaba. En las reuniones, solía empezar con un silencio prolongado. “Antes de hablar, hay que dejar que el Espíritu diga su palabra”, repetía.
No todos lo entendían. Algunos sacerdotes, formados en un modelo más clerical, se sentían incómodos. Pero él persistía en la pedagogía ignaciana del discernimiento: “No hay decisiones buenas si no nacen de la escucha”.
"Su manera de estar recordaba los Ejercicios Espirituales de san Ignacio: discernir antes de hablar, escuchar antes de decidir, amar antes de juzgar."
Pastor en tiempos difíciles
En los años más duros —las inundaciones del Niño, la llegada de miles de migrantes venezolanos, la pandemia— no se replegó. Organizó redes de ayuda, abrió oficinas para migrantes, distribuyó plantas de oxígeno y recorrió los barrios periféricos con mascarilla y botas de caucho, llevando consuelo y víveres.
Su despacho episcopal era austero: un crucifijo de madera, una Biblia gastada y obras de San Agustín. Allí encontraba fuerza para seguir sirviendo. “El Reino se construye desde abajo”, decía.
Promovió la formación de laicos y mujeres líderes, alentó comunidades pobres a tomar la palabra y apoyó a víctimas de abusos. En sus homilías insistía: “No hay reforma posible sin conversión personal”. No buscaba notoriedad, sino coherencia.
El León se alza
En 2014, el papa Francisco lo nombró obispo de Chiclayo. Y el 24 de agosto de 2015, con resolución suprema en mano, se convirtió en ciudadano peruano. No como quien recoge una medalla, sino como quien reconoce a dónde pertenece su alma. “El Perú me evangelizó”, solía decir.
Aquel obispo de botas de goma y voz suave no solo se enfrentó a la corrupción civil y eclesial, sino también al pecado dentro de la Iglesia. Impulsó investigaciones, apoyó a víctimas, prohibió el ministerio a sacerdotes implicados en escándalos y no dudó en confrontar al Sodalicio de Vida Cristiana, una influyente sociedad de vida apostólica envuelta en abusos.
También criticó el indulto al expresidente Alberto Fujimori y pidió una Iglesia capaz de pedir perdón. No buscaba escándalo: buscaba conversión.
Cuando en 2023 estallaron las protestas tras la caída del expresidente Pedro Castillo, con las calles en llamas y la gente desesperada, se quedó. Como pastor. Como peruano. Como hermano.
El día de la fumata
Y luego llegó el 8 de mayo de 2025. Fumata blanca. Expectativa mundial. Un nombre nuevo: León XIV, el primer papa estadounidense, pero para el Perú, algo mucho más grande: el Papa que ya era suyo desde antes.
Desde el balcón de San Pedro, su primera palabra fue para Chiclayo, esa diócesis que lo adoptó y que él transformó. “Un pueblo fiel ha acompañado a su obispo”, dijo con voz entrecortada, en español. En Chiclayo, la catedral estalló en vítores, las campanas sonaron como si fuera Pascua, y en Lima, fue nombrado “orgullo y esperanza del Perú”.
Su nombre pontificio —León, en honor a León XIII— no fue casualidad. Era un gesto. Una declaración. Una hoja de ruta: luchar por los trabajadores, defender la justicia social, cuidar la creación y hablar de Dios en tiempos de algoritmos y angustias digitales.
El legado vivo
Hoy, desde el Vaticano, León XIV no gobierna: pastorea. No impone: acompaña. No olvida. Desde la ventana de San Pedro, sus ojos aún buscan los rostros de Chiclayo, Trujillo, Piura. Sabe que el polvo de esos caminos sigue adherido a sus zapatos. Sabe que su pontificado tiene sabor andino, alma mestiza y corazón peruano.
Cada mañana, antes de comenzar su jornada, dedica un tiempo al silencio, como aprendió cuando hizo los Ejercicios Espirituales. Su secretario cuenta que, en esos momentos, repite una frase que resume su espiritualidad: “Ver, juzgar, amar y servir.”
En un mundo acelerado, donde la fe se confunde con marketing religioso, él propone volver a lo esencial: la escucha. No teme el diálogo con la ciencia, con la cultura digital o con quienes dudan de Dios. “La duda también es un modo de búsqueda”, ha dicho.
“El Papa que aprendió a discernir entre el polvo de Piura hoy enseña al mundo a escuchar antes de hablar.”
En un mundo sediento de sentido, León XIV es un león que no ruge para dominar, sino para proteger. Y su rugido resuena, aún hoy, en el eco de las quebradas peruanas, donde un día, un joven de Chicago se volvió pastor… y nunca más dejó de serlo.
Primavera 2025

Director de Revista Intercambio. Estudios de economía y filosofía con postgrados en teología y administración y finanzas. Revisor de Obras y Comunidades de Jesuitas del Perú y párroco en la Parroquia de Quispicanchi en Urcos-Cusco.
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