El sofista griego Filóstrato, recordando las hazañas de sus ancestros, recordaba cómo los antiguos ciudadanos de distintas ciudades griegas habían terminado por unirse en función de un único enemigo común: “los bárbaros persas”. Recordando a su predecesor Gorgias decía que éste, al ver la división interna de sus compatriotas griegos, les disuadió para dejar de agredirse entre ellos y unirse contra el enemigo[1].
Los seres humanos, desde la formación de las primeras hordas, hemos considerado nuestro pequeño grupo del entorno como los únicos semejantes. En el relato legendario del Génesis, la primera pugna entre Abel y Caín no hace sino representar cómo, en el origen de las sociedades humanas, siempre hay un “enemigo” a quien abatir impulsado por el temor que, de no hacerlo, podría acarrear la muerte de mi clan.
De una u otra forma, los viejos mecanismos de formar sub grupos al interior de los grandes colectivos que hemos ido desarrollando en la historia humana, hacen que esta vieja historia siga reproduciéndose. Siempre hay un “otro” para cada uno. Siempre hay un latente enemigo que despierta en mi cuerpo las alertas defensivas. Cuesta activar ese ‘click’ espiritual por el que nos hacemos capaces de ver, en ese otro, a un verdadero semejante. Cuesta romper las fronteras invisibles para aceptar y tolerar la diferencia y hacer posible la convivencia en armonía.
Intuyendo que en la estructura de nuestra naturaleza la convivencia en las organizaciones humanas es inestable, la Ley aparece desde tiempos inmemoriales para regular las relaciones humanas. Por la Ley, los distintos colectivos humanos establecen consensos. En principio, acatar la Ley conlleva la racionalidad que dirige todo el actuar del ciudadano. Cada sociedad erige sus leyes y establece modos de administrarla. Sin embargo, ello no asegura la total armonía de los sujetos, pues otros niveles del funcionamiento social interfieren en la vida común y ejercen sobre la ley presiones de distinta índole que, a su vez, acarrean su debilitamiento o el retorno a los reclamos individuales o de subgrupos al interior de la sociedad, justos o no, que derivan en algunos casos en el incumplimiento de la normativa colectiva y terminan por hacer que la ley “se acate, pero no se cumpla”.
"Cuesta activar ese 'click' espiritual por el que nos hacemos capaces de ver, en ese otro, a un verdadero semejante"
Este panorama de la legalidad como mera apariencia, antes que como un efectivo mecanismo que facilite y armonice la vida de los ciudadanos, lo conocemos de sobra en nuestro país. En el Perú, Gonzalo Portocarrero[2], Alfonso Quiroz[3] y Juan Carlos Ubilluz[4] son los que más han trabajado el tema de la transgresión con agudeza en su lectura de larga duración de los procesos que dan lugar a la dificultad para que la ley se interiorice en los colectivos que forman parte del país. Esta dificultad histórica hace que la Ley, como Gran Otro, sea vista y percibida como un obstáculo, también como un enemigo. En lugar de ser un ente que asegure, regule y cohesione, la Ley termina siendo en el imaginario nacional, la sombra del temor y la incertidumbre. En este panorama, el espacio público se transforma en una jungla virtual antes que en el ágora que debe ser. Cuando Gorgias recordaba a sus compatriotas griegos que ninguno de los conciudadanos era el enemigo, sino antes bien el “otro bárbaro”, lo que hacía era definir la barbarie como la ausencia de consensos, base de toda democracia. La coyuntura de nuestros días nos conduce a esta vieja convicción; es tiempo de regenerar la relación con la Ley y revitalizar la racionalidad de los consensos para rehacer el tejido social de nuestra nación.
El relato de Filóstrato no es gratuito; aunque él escribía en tiempos muy alejados de los nuestros, su certeza de que la eficacia política reside en el consenso es algo que continúa en la voluntad posible de todo sujeto contemporáneo, como un horizonte a alcanzar. El consenso no es una actitud ingenua ni algo imposible de realizar, pues como dice la filósofa Barbara Cassin "no se trata de simpatía; se trata simplemente de que los ciudadanos estén persuadidos por las leyes, de que las obedezcan”. Desde la cabeza hasta el último de los ciudadanos de a pie. Ese es solo el primer paso.
Y sin embargo... para llegar a dar este paso aún tenemos mucho por trabajar en nuestro espacio público, pues el consenso comienza desde el momento en que dejo de tratar al conciudadano que opina diferente como un virtual enemigo -modo en el que operan muchos políticos en su ejercicio público-. El otro es mi prójimo y, juntos, formamos parte de consensos mayores en los cuales forjamos nuestra historia común. Para llegar a esto es fundamental volver a creer en la posibilidad de que la Ley, ese Gran Otro, tampoco es un enemigo. Es imprescindible volver a creer en la legalidad, en las instituciones y en la vida cívica como espacio de realización humana. Esa es la condición de posibilidad de una auténtica vida democrática. Aprender a consensuar implica aprender a creer en el otro como amante del bien y, además, creer que hay un Bien (con mayúscula) mayor que el espacio de mi privacidad y de mi "tribu" (todos aquellos que piensan como yo). En esto tienen mucha responsabilidad nuestros representantes políticos. Son ellos los primeros que deben hacer realidad la pertinencia de ese Gran Otro que es la Ley y conducir a la ciudadanía a reinstaurar el respeto hacia esta dimensión, aún tan debilitada en nuestra historia.
A los que ejercen un rol político les cabe, así, la profunda responsabilidad de no vulnerar más la Ley en nuestro país sino, por el contrario, ayudar a acatarla veraz y razonablemente, devolviéndonos la fe en ella. En ese ejercicio podremos, los ciudadanos de a pie, reenganchar con lo justo que vive en nosotros. Sólo entonces podremos entender la importancia de la racionalidad de los consensos en la construcción de una verdadera democracia.
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[1] Filóstrato Vida de los sofistas, citado por Bárbara Cassin en su excelente estudio Sophistical Practice, toward a consistent Relativism. NY, Fordham University, 2014.
[2] Sociólogo peruano. Autor de diversas obras, como: “La urgencia por decir nosotros. Los intelectuales y la idea de nación en el Perú republicano” (2015).
[3] Historiador peruano (1956 - 2013). Especializado en el análisis de la corrupción en el Perú. (N. E.)
[4] Crítico y Profesor universitario. Autor de “Nuevos súbditos. Cinismo y perversión en la sociedad contemporánea” (2006). (N. E.)
Juan Dejo, SJ
Teólogo e Historiador. Director de la Escuela de Posgrado y Asesor de internacionalización de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya.