La conmemoración por los 450 años de presencia jesuita en el Perú coincide con los 50 años de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Medellín (1968) y del restablecimiento de la autonomía de la provincia peruana[1] (1967). Lo que es ocasión propicia para reflexionar sobre cómo la trayectoria del catolicismo latinoamericano ha impactado en las maneras en que esta orden religiosa ha revisado su misión y su identidad en diálogo con los procesos sociales, políticos y culturales de la historia reciente del país.
Salvo por los trabajos del historiador Jeffrey Klaiber SJ, es poco lo escrito sobre esta provincia en el periodo abierto por el Concilio Vaticano II (1962-1965). En ese sentido, las efemérides celebradas en 2018 deben hacernos conscientes de la necesidad de investigar su proceso histórico de la Compañía de Jesús en el Perú del último tercio del siglo XX, cuya característica principal es la de un esfuerzo institucional de “recepción” de los lineamientos del Vaticano II y la conferencia de Medellín.
Uno de los escenarios de mayor innovación pastoral, y motivo de una significativa reflexión teológica en el periodo posconciliar, ha sido la dimensión social del apostolado de los jesuitas. Por ello, desde 2017, con el historiador Rolando Iberico hemos sacado adelante un proyecto de investigación cuyo objetivo es reconstruir las trayectorias de los centros sociales jesuitas en el país, el cual cuenta con el auspicio de la Oficina de Archivo y Patrimonio de la Compañía y del rectorado de la Pontificia Universidad Católica del Perú. En este artículo, comparto algunos alcances de sus resultados.
La consciencia de que el apostolado de la Compañía tenía una dimensión social y una responsabilidad con la justicia como expresión de la caridad tenía antecedentes al Concilio. El generalato del P. Jean-Baptiste Janssens SJ (1946-1964) profundizó en las orientaciones de las Congregaciones Generales 28ª y 29ª (1938 y 1946, respectivamente) sobre la necesidad de que la formación y la acción pastoral del jesuita incluyese un conocimiento profundo de la realidad social de la época y la articulación de respuestas políticas concebidas desde la Doctrina Social de la Iglesia (DSI). Esto se expresó en su Instrucción sobre el Apostolado Social (1949) y el aliento a la formación de Centros de Investigación y Acción Social (CIAS) asociados a la Compañía.
En América Latina, los CIAS florecieron a partir de 1955 gracias al esfuerzo de Manuel Foyaca SJ, sociólogo cubano designado por el Padre General como visitador de las provincias de este continente para resaltar la importancia de la cuestión social. El sentido de los CIAS, en palabras de Ricardo Antoncich SJ, era “la transformación de la mentalidad y las estructuras sociales en un sentido de justicia social, preferentemente en el sector de la promoción popular”[2]. Esto implicaba la formación de jesuitas y laicos especializados en Ciencias Sociales y el diseño de proyectos de promoción social concebidos desde el paradigma desarrollista y la DSI, cuyo fin era evitar el avance del comunismo. Para 1966, 11 de los 23 CIAS existentes estaban en América Latina y los directores de esos centros se reunieron en Lima para articular una plataforma continental denominada "Consejo Latinoamericano de los CIAS" (CLACIAS)[3].
En el Perú, el CIAS no llegó a despegar como un think tank con incidencia pública (a diferencia de otros casos latinoamericanos como Venezuela o Chile), pero sirvió como plataforma para articular a los jesuitas interesados en la cuestión social y colocar a la Compañía como un referente de la difusión de la DSI[4]. El equipo del CIAS fue planteando la necesidad de una lectura de la realidad nacional desde el discurso del “catolicismo social”, que aportase a la “acción social” del episcopado y del conjunto de la Iglesia peruana. Evidencia de ello es que, en 1963, el año del primer ensayo de reforma agraria en La Convención (Cusco) propagado por la Junta Militar presidida por Nicolás Lindley, los jesuitas del CIAS plantearon apoyar la formación de una oficina de planificación, orientación y asesoramiento de la reforma agraria de la Iglesia en el Perú[5].
El restablecimiento de la provincia del Perú en 1967 inauguró un momento de expansión de la presencia territorial de la Compañía de Jesús, aunque con una notable diferencia. Hasta ese año, el foco de la misión estuvo en los colegios para élites regionales, la formación del clero diocesano y ganando espacios en la docencia universitaria. El cambio radicaría en que entrarían a hacer pastoral en periferias marginalizadas, tanto en contextos urbanos como rurales. En 1968, los jesuitas asumieron parroquias en El Agustino, una de las “barriadas” más antiguas de Lima, y Urcos, un distrito al sur del Cusco con población campesina quechuahablante.
Este momento en la vida de la provincia coincidió con la ola mundial de protestas estudiantiles de 1968, el inicio del Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada y su radical paquete de reformas estructurales y la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Medellín. Este último ofreció una interpretación lúcida de la realidad latinoamericana y claves para el compromiso concreto con la transformación sociopolítica del continente, que conectó con toda una generación de cristianos. El problema de subdesarrollo y dependencia de Latinoamérica fue reconocido como un “signo de los tiempos” que exigía a la Iglesia una “conversión”, entendida como despojarse de su posición de privilegio y asumir un compromiso profético con la “liberación integral” y la promoción humana de los oprimidos.
En ese contexto, los jesuitas del Perú, así como sus pares de toda Latinoamérica, releerían el Apostolado Social como una apuesta por concretizar el llamado de Medellín a través de una acción política directa de la Compañía a favor del empoderamiento político de los sectores populares. En este espíritu, a partir de 1968, una generación de jóvenes jesuitas, entre peruanos, norteamericanos y españoles, buscarían encarnar la radicalidad evangélica al asumir la vida de los pobres como “compromiso, que asume, voluntariamente y por amor, la condición de los necesitados de este mundo para testimoniar el mal que ella representa y la libertad espiritual frente a los bienes” (Medellín, Pobreza de la Iglesia, 4). Como testimonio de ello, en el distrito de El Agustino, la comunidad religiosa decidió instalar su residencia en la barriada del mismo nombre, formada en el cerro en condición bastante precaria, a pesar de que el local de la parroquia estaba en la urbanización La Corporación, la más acomodada del distrito.
Los jesuitas de la generación de Medellín hablarían de esta renovación de la práctica pastoral como una “inserción” en el mundo popular. Al calor del convulsionado contexto político, abierto por el proyecto político de Velasco Alvarado (1968-1975) y del encuentro con actores sociales marginados, irían elaborando experiencias de innovación pastoral y un lenguaje teológico-político para repensar críticamente la misión de la Compañía y la identidad del jesuita ante estos desafíos de los “signos de los tiempos”. En este camino los acompañarían los textos de la Teología de la Liberación, de Gustavo Gutiérrez, y los de Educación Popular, de Paulo Freire.
Como parte de ese proceso, la identidad de ser misioneros sería resignificada como una vocación “profética”, llamada a configurar la presencia de la Iglesia desde una “opción preferencial por los pobres”, y a problematizar las configuraciones de poder en el espacio local. La “inserción” les permitía construir una relación profunda y cercana con los sectores populares, que proporcionaba un conocimiento sobre sus aspiraciones, sus necesidades y sus potencialidades. Sobre esta base era factible plantear una acción pastoral y sociopolítica que contribuyese al empoderamiento del sujeto pobre-oprimido (“liberación integral” al decir de Medellín y su “concientización” según la pedagogía de Freire). Para ello, inicialmente desplegaron gestos radicales, como aquel que recuerda el dirigente campesino Guillermo Chillihuani en la parroquia de Urcos: en plena celebración eucarística, denunciaron el abuso de poder de mestizos acomodados sobre el campesinado quechuahablante y pobre; además, prohibieron la jerarquización del espacio en la iglesia, que colocaba a los mestizos en las primeras filas y al campesinado en la parte posterior.
En la década de los 70, varios de estos experimentos pastorales adquirirían una forma institucional con la creación de los centros sociales, concebidos desde el paradigma de la Educación Popular de Paulo Freire. Su misión sería darle direccionalidad, sistematicidad y mayor alcance al acompañamiento de las organizaciones populares y generar proyectos para potenciar sus capacidades políticas, técnicas y humanas. El horizonte era que las comunidades donde estaba presente la Compañía -los campesinos de Piura, Urcos (Cusco) y Jarpa (Junín), las asociaciones de pobladores de los “pueblos jóvenes” de El Agustino e Ilo, y los pueblos awajún y wampis en la cuenca del Alto Marañón- se convirtiesen en agentes de su propio destino.
De esa manera, surgieron el Centro de Investigación y Promoción del Campesinado (CIPCA, 1972) en Piura, el Centro de Capacitación Agro Industrial Jesús Obrero (CCAIJO, 1973) en Cusco, el Centro de Promoción y Capacitación de Adultos (PROCAD, 1976) en Jarpa, un CENECAPE para obreros en Ilo (1976) y Servicios Educativos El Agustino (SEA, 1978). Dichas instituciones se convertirían en actores de la sociedad civil relevantes en el devenir histórico de sus respectivos espacios regionales durante la pauperización por la crisis económica de la década de los 80, en los años más duros del conflicto armado interno (1980-1992), y ante el autoritarismo del régimen de Alberto Fujimori y las consecuencias de su política neoliberal. Por citar algunos ejemplos, podría mencionarse al CIPCA y su amplísima investigación sobre el mundo rural de Piura, el soporte de las redes de comedores populares por parte del SEA y el asesoramiento del CEOP al proyecto de desarrollo urbano de Ilo de 1991 que sentó las bases del futuro de esta ciudad.
El contexto actual desafía a los centros sociales por distintos motivos, pero en el discernimiento del futuro de su misión es central volver sobre las raíces del Apostolado Social y los itinerarios institucionales de cada uno de los centros. Vale la pena recordar que todo ello comenzó con las búsquedas y ensayos de un puñado de jesuitas que quisieron darle vitalidad al mensaje conciliar y “refundar” la Compañía de Jesús. Examinar sus trayectorias desde una mirada analítica es, además de un acto de justicia por sus aportes a la Compañía, a la Iglesia y al Perú, un motivo para alentar a los jesuitas y colaboradores laicos del siglo XXI a estar en permanente discernimiento para darle contenido histórico al deseo más profundo de Ignacio de Loyola: estar al servicio de la mayor gloria de Dios y del bien más universal.
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[1] Provincia es el nombre con el que se conocen a las unidades territoriales de la Compañía de Jesús. A menudo, las provincias corresponden a un país, como en el caso de Perú. [N. del E.]
[2] ANTONCICH, Ricardo. Apostolado social: sector y dimensión apostólica. Río de Janeiro: CPAL, p. 16.
[3] KLAIBER, Jeffrey. Los jesuitas en América Latina, 1549-2000. 450 años de inculturación, defensa de los derechos humanos y testimonio profético. Lima: UARM, 2007, pp. 285-286.
[4] Ibídem, p. 349.
[5] Noticias de la Viceprovincia peruana, año V, n. 42, marzo 1963, p. 9.
Verano 2018-2019
Juan Miguel Espinoza Portocarrero
Docente del Departamento Académico de Teología de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Magíster y licenciado en Historia por la PUCP y diplomado en Ciencias de las Religiones por la Universidad de Deusto.