«Esta fe nos anima a asumir el camino de la audacia apostólica que es capaz de realizar lo imposible».
P. General Arturo Sosa SJ
Si bien el más reciente censo de 2017 arrojaba un total de 76 % de católicos en el Perú (un marcado decrecimiento respecto al censo de 1993, en el que eran un 89 %), el reporte global de Ipsos de 2023 atribuye un similar 76 % a todas las denominaciones «cristianas» (es decir, los católicos sumados a los grupos evangélicos). De otro lado, el 5,1 % de quienes en 2017 indicaban no tener ninguna religión se incrementó a 15 % en 2023. El sociólogo Jorge Baeza, por su parte, indica cifras análogas para México, un país que guarda muchas similitudes con el Perú. Una encuesta de 2016 manifestaba un alto porcentaje de católicos (82,7 %), pero dentro del 10 % que había experimentado cambios en sus creencias, el 57,1 % había abandonado la religión católica.
Si pasamos revista a los cambios en los sistemas de creencias, parecería que la secularización en Occidente, acelerada desde la segunda mitad del siglo XX, estaría minando la sensibilidad religiosa. Sin embargo, investigaciones de los últimos años indican, antes que un rechazo a la dimensión espiritual, un enfriamiento de los vínculos institucionales, es decir, el alejamiento de sistemas reguladores y doctrinales.
Los jóvenes, de modo mayoritario, creen que la dimensión espiritual es evidente aun cuando no la experimenten dentro de una práctica religiosa específica.
Algunos otros datos del reporte global de Ipsos nos indican esta tendencia actual en la que el porcentaje de «ateísmo» no se ha incrementado. Mientras que a nivel global la generación de boomers es la que rechaza la creencia en Dios, los más jóvenes, en cambio, si bien se alejan de sistemas religiosos, creen o en una entidad divina de acuerdo a patrones originados en las religiones abrahámicas (judíos, cristianos, musulmanes) o en una entidad espiritual que no necesariamente coincide con el Dios de las definiciones religiosas. Si a esto se suman los que prefieren no pronunciarse o los que no pueden negar la creencia en tal entidad, el porcentaje sube al 80 %. Con lo que podemos concluir en que los jóvenes, de modo mayoritario, creen que la dimensión espiritual es evidente aun cuando no la experimenten dentro de una práctica religiosa específica.
Desde este presupuesto, debemos observar lo que sucede en la Iglesia católica en su interacción con los jóvenes de hoy. Para fines de esta breve reflexión, me quedaré con dos fenómenos que expresan la actitud de los jóvenes contemporáneos ante lo religioso: uno es el modo de afianzarse en creencias tradicionales que, en ocasiones, parecen conducirlos a tomar posiciones extremistas; el otro gran sector de jóvenes, por el contrario, manifestaría una —en apariencia— gran flexibilidad que puede dar la impresión de caer en un relativismo ante todas las formas religiosas. Esto es lo que se sintetiza en el adagio «soy una persona espiritual, no religiosa».
Aquellos jóvenes que tienden a actitudes religiosas que buscan un retorno a formas de un pasado de «doctrina dura» se acercan a lo que algunos estudiosos analizan en el gran espectro «fundamentalista». Para algunos, las doctrinas sin pizca alguna de claroscuro los liberan de los sentimientos de angustia ocasionados por la incertidumbre. Otros se sienten confortados por el sentido de autorregulación y autocontrol que les otorgan las normativas de conductas fijas y que no se someten a mayor discernimiento personal. Ello ha llevado a la investigadora polaca Malgorzata Kossowska[1] a relacionar la cercanía entre posiciones extremistas «conservadoras» con la intolerancia a la incertidumbre.
Aunque falten estadísticas en el Perú para tener una mejor idea de cuál es la cifra de los jóvenes catalogados como «conservadores», una reciente investigación[2] acerca de lo que sucede en redes sociales muestra que en los jóvenes existe una creciente militancia por líderes de opinión que capitanean posiciones de acentuada delimitación doctrinal mediante discursos intolerantes y excluyentes. Por lo general, manifiestan un rechazo hacia el actual pontífice, Francisco.
El otro grupo, quizá el mayoritario, es el que se inclina por vivir como parte de un mundo en el que ya no existen paradigmas absolutos ni compromisos. En todo caso, suelen vivir de modo «tribal», cimentados en redes entretejidas por el universo digital. En un extremo del espectro, algunos son activistas que cuestionan toda posición que huela a fundamentalista o a tradiciones a las que rechazan casi instintivamente como una amenaza a su libertad. Enarbolando la bandera de la apertura y la tolerancia, sus protestas, sin embargo, no siempre son coherentes con sus reclamos, aunque, de otro lado, tampoco aseguran una perseverancia militante por sus ideales. Su participación en los espacios públicos es esporádica (o «itinerante»), en momentos de crítica social en los que se sienten llamados a intervenir. Muestra de ello son las fluctuaciones de protestas y de manifestación de intereses que se observan en redes sociales.
En consecuencia, si vamos a hablar de juventudes en la Iglesia local, pues tendríamos que explorar la participación que tienen estos dos tipos de jóvenes en nuestra Iglesia y desde qué actitud se ubican ante ella, si lo que buscan es un espacio de defensa ante la complejidad del mundo actual y las incertidumbres que levanta, o si lo que aceptan es caminar con el desasosiego de la realidad actual, acogiéndola hasta en sus claroscuros.
La juventud mantiene esa reserva de inquietud y búsqueda que es inherente a la vida humana, y que solemos perder con el cansancio de los años.
Este doble rostro de la juventud contemporánea plantea algunos desafíos a una Iglesia como la que encara hacia el futuro el papa Francisco. Si un grupo importante espera «claridad y distinción» mediante afirmaciones doctrinales que le den seguridad sin tomar en cuenta el discernimiento personal, pues, al parecer, ello no coincide con el camino que el espíritu eclesial de estos tiempos reclama. Si el otro gran sector es más bien fluctuante, es porque, de otro lado, clama también por un discernimiento eclesial más abierto, que sea compartido y no solo remitido al círculo casi esotérico de teólogos especialistas. En momentos en que una serie de preguntas de nuestros tiempos remecen los cimientos de las viejas certezas, este gran sector de la juventud de hoy está en búsqueda de sentidos distintos a las respuestas blanco/negro, extraídas de fórmulas autoritarias y verticales (y que, por el contrario, son lo que busca el otro tipo de juventud descrito). Este tipo de jóvenes no va a sentirse identificado si es que la Iglesia no aprieta un poco el acelerador de una real sinodalidad que tome en cuenta las diversidades culturales que buscan unirse en el seguimiento al reino que anunciaba Jesús.
Uno de los primeros desafíos es vencer la tentación de etiquetar y de juzgar los miedos o los relativismos de las juventudes de hoy. Mal haremos en petrificarlos con los históricos sambenitos de «conservadores» o «liberales», «tradicionales» o «progresistas». La humanidad en búsqueda del sentido —o de Dios— es una sola y, sin embargo, caemos una y otra vez en la trampa de proyectar la lógica de «clanes» o «facciones» que lo único que hace es dividir. El desafío es superar el estereotipo de exclusión que cargamos tras siglos de conductas inducidas por la vieja sentencia de «fuera de la Iglesia no hay salvación».
Así, la agenda para acoger a los jóvenes de hoy no puede dejar de lado tres actitudes esenciales: la primera es aquella que Habermas ha esbozado en sus discusiones sobre la secularización en los tiempos de la posmetafisica: si queremos que haya una real «apropiación» de contenidos de fe por parte de los feligreses es necesario traducir de modo inclusivo aquellas definiciones de las creencias de fe más profundas en afirmaciones comprensibles para la vida cívica. Me pregunto si los púlpitos y los cursos escolares de religión, así como las actuales catequesis, realmente tienen consciencia de esta urgencia. Lo segundo es dialogar, pero desde la convicción auténtica de que no tenemos ya todo definido. El diálogo solo surge de la profunda conciencia de que si bien la verdad de Cristo es una sola (en pocas palabras, que Dios es amor), esta no se despliega por entero si no asumimos que el otro también es revelación de los diversos rostros del Dios encarnado en la humanidad. Los diálogos intercultural, interreligioso e intergeneracional son fundamentales para el futuro de la Iglesia.
Por último, la actitud de acogida y de inclusión es quizá la clave de una verdadera metanoia (transformación, mutación, conversión) de cada creyente y de la Iglesia en su conjunto. Acoger a la juventud con sus dudas, reclamos y temores es parte de un ejercicio de transformación del modelo eclesial que ha subsistido por centurias afirmado en posiciones autoritarias que no revelan sino el profundo temor de un sistema contrario a la convicción de que la humanidad es un proceso y no algo enteramente acabado. La juventud mantiene esa reserva de inquietud y búsqueda que es inherente a la vida humana y que solemos perder con el cansancio de los años. El único modo de asegurar el futuro de la Iglesia es estar siempre a la escucha de ese espíritu que sopla en la juventud. A fin de cuentas, Cristo era bastante joven cuando caminó y se entregó a la vida con esa audacia que solo los jóvenes podrán devolvernos.
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[1] Kossowska, M., Szwed, P., Wyczesany. M., Czarnek, G. & Wronka, E. (2018). Religious Fundamentalism Modulates Neural Responses to Error-Related Words: The Role of Motivation Toward Closure. Front. Psychol. 9: 285. https://doi.org/10.3389/fpsyg.2018.00285
[2] Dejo, J., Fernández-Hart, R., Wong, A. (2023, junio). La violencia en los discursos fundamentalistas católicos en el Perú. Estudios de casos en Twitter. Conferencia presentada en el 13th International Conference on Religion & Spirituality. Atenas. [Inédito].
Docente y Vicerrector de Investigación en la Universidad Ruiz de Montoya. Oficial de Archivo y Patrimonio de la Provincia jesuita del Perú. Doctor en Teología por las Facultés Loyola Paris (Francia) y magíster en Historia.