La promesa de reconciliación puede constituir una meta poderosa para la acción, pero también puede convertirse en una idea retórica ambigua e incluso engañosa. Se ha escrito mucho sobre la reconciliación en el Perú, a veces con rigor –el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación es el caso más claro, pero no el único-, a veces sin ningún cuidado argumentativo, como es el caso de todos los alegatos en favor de la impunidad de los perpetradores de violaciones de derechos humanos, tanto los miembros de grupos subversivos como algunos malos agentes del Estado. Se trata de la cuestionable propuesta de una reconciliación sin el ejercicio de la verdad y el cultivo de la justicia, común a los programas del Movadef y de ciertos grupos conservadores que enarbolan los estandartes de una amnistía, sea general o selectiva, para quienes cometieron delitos contra la vida de peruanos inocentes. Como se sabe, muchos de los discursos en favor del indulto a Fujimori recurren interesada e improvisadamente al concepto de reconciliación. Quisiera en estas breves líneas discutir algunas ideas acerca de cómo entender este concepto.
Es preciso partir de una premisa fundamental. La violencia constituye un fenómeno que lesiona los vínculos interhumanos y mina la adhesión de los agentes a las instituciones sociales y políticas. La violencia debilita nuestra confianza en las posibilidades de transformación de la acción política. La violencia no es un evento natural, es un fenómeno producido por la acción de personas; en ese sentido, la violencia puede ser combatida, prevenida y sus promotores pueden ser sancionados por las instituciones competentes. Johan Galtung[1] ha distinguido tres tipos de violencia. Hablamos de violencia directa –física o psicológica– cuando nos es posible reconocer inmediatamente a las personas que la producen, La violencia indirecta o estructural tiene lugar cuando el sistema socioeconómico o el sistema político generan el daño, como sucede, por ejemplo, con la exclusión social o con los regímenes autoritarios. La violencia cultural o simbólica hace su ingreso cuando apelamos a discursos y creencias para avalar -o encubrir- las restantes formas de daño social. Conjurar la violencia en todas sus manifestaciones es una condición para generar una vida social saludable.
A menudo llamamos “reconciliación” al proceso de reencuentro interhumano que implica la reconstrucción de los vínculos lesionados por la violencia. Se trata de un proceso histórico – social de largo aliento, que convoca a todos los ciudadanos que participan de la vida de la sociedad que ha afrontado períodos de violencia o suspensión del régimen democrático. Este proceso de reconciliación involucra una reforma de nuestras normas e instituciones, tanto como un cambio en nuestras mentalidades y prácticas sociales. La meta ética y política consiste en recuperar los lazos entre las personas y sus nexos con las instituciones, así como tomar medidas de no repetición. Esta idea de reconciliación converge con la perspectiva propuesta por el Informe Final de la CVR.
“La CVR entiende por ‘reconciliación’ el restablecimiento y la refundación de los vínculos fundamentales entre los peruanos, vínculos voluntariamente destruidos o deteriorados en las últimas décadas por el estallido, en el seno de una sociedad en crisis, de un conflicto violento iniciado por el Partido Comunista del Perú Sendero Luminoso. El proceso de reconciliación es posible, y es necesario, por el descubrimiento de la verdad de lo ocurrido en aquellos años -tanto en lo que respecta al registro de los hechos violentos como a la explicación de las causas que los produjeron- así como por la acción reparadora y sancionadora de la justicia”[2].
Una forma de actuar en la perspectiva de la reconciliación está asociada al acto de perdonar. Se trata de un acto personal, absolutamente libre, por el cual la víctima decide deponer una actitud de odio y de rencor contra el victimario, eligiendo mirar con otros ojos el daño padecido. El perdón es una gracia que otorga la víctima, una decisión que no suspende en absoluto el ejercicio de la memoria ni tampoco suprime la acción de la justicia.
El perdón sólo puede concederlo la víctima. Nadie puede usurpar esa potestad. Si el daño tiene un alcance penal, el perdón asignado no interfiere con el proceso de sanción que despliegan las instituciones públicas.
El perdón sólo puede concederlo la víctima. Nadie puede usurpar esa potestad que es exclusivamente suya. Si el daño tiene un alcance penal –y a menudo lo tiene– el perdón asignado no interfiere con el proceso de sanción que despliegan las instituciones públicas. El castigo busca reparar el daño y rehabilitar a quien lo ha cometido. El agente que perdona, por su parte, se libera del yugo del encono y de la amargura al revisar el pasado de otro modo. El perdón no desemboca en el olvido, sino que reformula el ejercicio del recuerdo tomando distancia respecto de los efectos más destructivos de la experiencia de la violencia sufrida.
Cuando el Estado pretende apropiarse ilegítimamente del ejercicio del perdón, lo que tenemos es una amnistía, una medida que distorsiona gravemente el acto de perdonar, pues genera políticas de impunidad y de supresión de la memoria. En efecto, ‘amnistía’ viene del griego amnesia y, en aquella dirección, con dicha medida se propone imponer el olvido frente a los delitos que hayan cometido quienes son los destinatarios de aquella iniciativa política. La amnistía consiste en una especie de supresión del delito, en cuanto su ejecución implica tanto la excarcelación de los condenados, así como la suspensión de los procesos legales y las investigaciones desarrollados a partir de aquel crimen. La puesta en ejercicio de una ley de amnistía supone la eliminación de todo registro que dé testimonio de la comisión del daño. En ese sentido, ella genera políticas de silencio tanto como de impunidad. Por ello, la legislación contemporánea en materia de derechos humanos se declara contraria a las propuestas de amnistía, pues bloquean el cultivo de la memoria y la acción de la justicia en circunstancias en las que están comprometidos los derechos básicos de las personas.
Existe también el mecanismo del indulto. A diferencia de la amnistía, el indulto busca suprimir (o recortar) la pena, no el crimen. En esta línea de reflexión, el indulto no anula el registro del delito, ni pretende bloquear el trabajo de la memoria frente al mismo. Se reconoce la legitimidad de un indulto humanitario para aquellos reos que padezcan graves enfermedades que comprometan su vida. La idea fundamental es que nadie debería morir en la cárcel. No obstante, un indulto humanitario debe estar justificado y ser recomendado por un Consejo de especialistas en salud y en temas de justicia. La controversia que rodea el caso de Alberto Fujimori es que la salud del expresidente –sentenciado por violaciones a los derechos humanos– no estaría en las condiciones que ameritarían la concesión de un indulto humanitario. En realidad, el tema del indulto al exdictador se ha convertido en un asunto de una aparente negociación política entre el gobierno y un sector del fujimorismo. Esta cuestionable situación simplemente vicia el debate sobre un indulto razonablemente fundado.
El perdón es una gracia que conceden quienes han sufrido daño. Resulta claro que perdonar es un acto que contribuye al proceso de reconciliación, pero que no puede forzarse. Es un acto voluntario. Los mecanismos colectivos que entraña el proceso de reconciliación asumen la forma de políticas de reparación, así como reformas institucionales y educativas que prevengan conflictos violentos en el futuro. Sin embargo, el proyecto de reconciliación no podrá ser llevado a cabo si los ciudadanos no estamos convencidos de su valor para la construcción de una sociedad democrática.
Llamamos “reconciliación” al proceso de reencuentro interhumano que implica la reconstrucción de los vínculos lesionados por la violencia.
El ejercicio de la memoria y el trabajo de la justicia se proponen restituir a las víctimas la condición de ciudadanos que les fue arrebatada en un contexto de violencia y de exclusión. Durante el conflicto armado interno miles de peruanos fueron privados de nuestros derechos y libertades fundamentales a causa de la insania terrorista y (en determinados lugares y períodos) a causa de la represión estatal. Tenemos una deuda moral con nuestros compatriotas golpeados por la violencia. Ellos esperan que honremos su derecho a la verdad y a la reparación. La recuperación de los derechos de las víctimas constituye un primer paso para cimentar un régimen democrático constitucional basado en la igualdad y la libertad de cada habitante del Perú.
El esfuerzo por la reconciliación social y política supone el cuidado de una ética del encuentro de quienes hemos sufrido violencia (bajo cualquiera de sus formas) en aquellas décadas de terror. Esta ética del encuentro nos exige acudir al llamado del otro, y entablar un diálogo honesto acerca de lo que hemos vivido en aquellas circunstancias. Acoger la palabra del otro e intercambiar ideas y experiencias constituye una forma democrática de comunicarnos en el espacio común en condiciones de paz y de recíproco respeto. Como ha sugerido José Carlos Agüero[3] en su libro, puede que no sepamos hacia dónde exactamente nos lleve la conversación, pero ella nos sitúa en la ruta de la reconciliación que anhelamos. Se hace camino al andar.
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[1] Sociólogo y matemático noruego. Reconocido como promotor de los derechos humanos y mediador de conflictos. [N. E]
[2] Comisión de la Verdad y Reconciliación, Informe Final (Tomo I) Lima, UNMSM – PUCP 2004 p. 63 (las cursivas son mías)
[3] Historiador. Autor del libro “Los Rendidos” (IEP. 2015), en el que reflexiona sobre el conflicto armado interno. [N. E]
Verano 2017-2018
Gonzalo Gamio Gehri
Doctor en filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Profesor de ética y filosofía política en la UARM y en la PUCP.