Desde su creación, los espacios políticos regionales despiertan gran entusiasmo, traducido en un gran número de listas en contienda. Lo mismo sigue sucediendo a nivel municipal, donde un alto número de candidatos disputan el acceso al tan ansiado sillón municipal. Sin duda, en varios casos, este entusiasmo se ha traducido en el desarrollo de interesantes iniciativas de gestión, varias de las cuales han sido reconocidas o premiadas. Lamentablemente, no se puede decir lo mismo en términos de lo que la descentralización nos deja en cuanto a las características y comportamiento típico de las élites políticas a nivel subnacional. Como se ha hecho evidente en los últimos años, la competencia electoral y el manejo del poder local y regional generan también una serie de efectos negativos para la calidad de nuestra democracia, como el reforzamiento de la desorganización de los actores políticos y del cortoplacismo, la corrupción y la infiltración de intereses ilegales en la política.
Primero, lejos de facilitar la construcción de actores políticos organizados desde las regiones, la apertura del espacio regional a lo electoral ha sumado a la tendencia preexistente de alta desarticulación de la política peruana. Tras cuatro procesos electorales, los llamados “partidos nacionales” aparecen como los grandes perdedores al mostrarse incapaces de organizar la oferta electoral y ser competitivos a nivel regional y local. Pero los resultados electorales no deben confundirnos. En su gran mayoría, los supuestos “ganadores” de la política subnacional, los movimientos regionales, no son en la práctica muy diferentes a los vehículos personalistas que llamamos partidos por contar con registro oficial. Unos y otros no son realmente organizaciones políticas duraderas, fruto de un proyecto colectivo, sino la expresión de la suma de una serie de proyectos y ambiciones exclusivamente personales o de un muy pequeño grupo.
El politólogo Mauricio Zavaleta llamó a este tipo de agrupación política, que se limita a ser una alianza temporal con fines electorales y que normalmente se disuelve antes de las elecciones, “coaliciones de independientes”[1]. Luego de un estudio realizado desde el Centro de Investigación de la Universidad del Pacífico (CIUP) sobre élites regionales, confirmamos que, en los cuatro departamentos que estudiamos, los movimientos regionales podían ser mejor comprendidos como coaliciones de independientes antes que como partidos políticos regionales[2]. Más aún, constatamos cómo con el paso del tiempo se reforzaba una tendencia hacia la desarticulación política y el reinado de las coaliciones de independientes, incluso en algunos departamentos que antes estaban más organizados políticamente, como Piura; o cómo algunos movimientos regionales, como Nueva Amazonía (San Martín), que investigadores, incluyendo a Zavaleta, vieron como el germen de partidos regionales, no lograban consolidarse organizativa y electoralmente luego de la partida de su caudillo. Los políticos a nivel local y regional encuentran más atractivo sumar esfuerzos y recursos (financieros, logísticos, reputacionales) con otros independientes solo en época electoral, con el objetivo de maximizar sus posibilidades de ser electos. Si se puede ganar así, no resulta atractivo invertir tiempo y recursos en la construcción de organizaciones políticas que, además, luego los atarán y pedirán cuentas.
Segundo, no contar con organizaciones políticas duraderas (nacionales o regionales) refuerza el cortoplacismo de nuestros políticos y gobernantes a nivel subnacional. Esto tiene consecuencias sobre cómo compiten electoralmente y sobre cómo gobiernan. La mayoría de políticos subnacionales –obviamente hay excepciones- no solo descartan invertir en construir organizaciones partidarias programáticas, con visiones e ideas compartidas, sino que tampoco se esfuerzan en construir redes clientelistas duraderas que den sustento organizativo a un partido. Practican sí, el clientelismo, pero mayoritariamente es un clientelismo de corto plazo, limitado a la campaña electoral. De hecho, el reparto de regalos se convierte cada vez más en un aspecto central de las campañas regionales y locales. Este clientelismo de campaña se realiza con la finalidad de atraer a votantes indiferentes y cansados de la política a sus actividades proselitistas. Por un lado, si logran que sus caravanas, mítines y otros eventos movilicen un número alto de electores de manera sostenida durante la campaña, algunos candidatos pueden lograr ser señalados como “punteros” en la contienda, candidatos con posibilidades de ganar; lo que atraerá la atención de los medios, donantes y votantes. Por otro lado, es importante aclarar que al repartir regalos durante la campaña los candidatos compran la participación de los votantes, pero esto no significa que compren su voto. De hecho, los votantes se sienten libres de decidir su voto como deseen y, a menudo, asisten a actividades de más de un candidato para recibir estos presentes. ¿Por qué repartir si esto no asegura el voto? Reunir a estos clientes le permite también al candidato tratar de persuadirlos directamente de votar por medios no clientelistas: prometiendo obras que diferentes sectores necesitan, mostrando el carisma del candidato, entre otros. Una vez que el candidato gana, normalmente deja de repartir presentes y, si lo hace, es solo esporádicamente y no con la finalidad de construir una organización clientelista duradera que demanda de mucho tiempo y repartición permanente de beneficios.
Si no construyen partidos programáticos o clientelistas al ganar, ¿cómo gobiernan estos políticos independientes? Para nadie es secreto que la estrategia preferida de los gobernantes subnacionales, para construir legitimidad frente a la ciudadanía, es la construcción de obras. En la mayoría de casos, no obstante, los gobernantes prefieren repartir el presupuesto entre un mayor número de obras pequeñas que contenten a diferentes pueblos, barrios, etc., antes que embarcarse en la construcción de medianas y grandes obras que no tienen beneficiarios directos tan claros. A esto he llamado “obrismo”, pues trata de generar una gratitud en un grupo de ciudadanos sin mantener una relación directa permanente con ellos a nivel individual, como implicaría el clientelismo de largo aliento[3].
Tercero, una consecuencia directa de este cortoplacismo, sumado a la abundancia reciente de recursos en las arcas fiscales subnacionales y la debilidad e ineficacia de las instituciones nacionales de control, investigación y sanción del delito, son la institucionalización de la corrupción y la infiltración de dinero de origen ilícito en la política. Para ser competitivos en un contexto en que las campañas son cada vez más caras (por la inversión en propaganda en medios y el reparto de regalos), los políticos requieren recursos propios o el apoyo de empresarios que apuesten por ellos. Los empresarios interesados en contratar con el Estado a menudo financian a más de un candidato con posibilidades de ganar, dada la gran incertidumbre sobre los resultados en un contexto sin partidos organizados y lealtades políticas estables. Las donaciones de campaña son, así, el inicio de una relación, pues luego intentarán cobrar el favor al político que logra ser elegido a través de la ya difundida institución informal del “diezmo” (el valor de la coima a pagar a cambio de ganar una adjudicación directa, licitación u otro será de al menos el 10% del valor real de la obra/servicio). Esto facilita también comprender por qué tantos políticos prefieren invertir en la construcción de obras: permite no solo tratar de ganar aprobación ciudadana sino también hacerse de una tajada del botín por medio de la corrupción. Efectivamente, el tipo de corrupción que predomina a nivel subnacional es la otra cara del cortoplacismo: se trata, en la mayoría de casos, de lo que Daniel Gingerich ha llamado "corrupción personal" (apropiación/desvío de recursos públicos con fines de enriquecimiento personal) y no "corrupción partidaria" (apropiación/desvío de fondos públicos que se invierten luego en el partido, sea para alimentar redes clientelistas o para hacer una bolsa para los gastos de la próxima campaña)[4].
Finalmente, este contexto sin organizaciones políticas duraderas, abundancia de recursos fiscales y bajo control institucional y sanción, incentiva también la infiltración de intereses ilegales en la política subnacional. Por un lado, la necesidad de mayores recursos para financiar las campañas facilita la infiltración de dinero de origen ilícito en la política. Desesperados por recursos en medio de campañas improvisadas, los candidatos pueden recibir dinero de orígenes dudosos sin preguntarse mucho qué consecuencias les traerá. Más adelante, esto puede permitir el lavado de dinero vía la organización de empresas que ofrecerán servicios a los gobiernos subnacionales, y participarán del diezmo. Pero también los donantes podrían intentar cobrar favores presionando para que los gobernantes electos apoyen o dejen realizar sus actividades ilícitas sin fiscalización. Una segunda vía por la cual intereses ilegales se pueden vincular a la política subnacional es apostando por acceder y controlar directamente al poder. Se discute, por ejemplo, sobre los orígenes dudosos de las fortunas personales que varios candidatos invierten en las campañas subnacionales. Asimismo, cada vez se conoce un mayor número de casos en que los gobernantes electos tienen vínculos orgánicos con mafias y negocios ilegales, como la minería informal e ilegal, la tala ilegal, el narcotráfico, el contrabando, el tráfico de terrenos, etc. El control directo del poder les permite a estos grupos utilizar el mismo para favorecer sus intereses, ampliar sus negocios o ampliar sus redes de influencia en el aparato estatal para asegurar la impunidad.
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[1] ZAVALETA, Mauricio (2014), Coaliciones de independientes, Lima: IEP.
[2] MUÑOZ, P. et al. (2016), Élites regionales en el Perú en un contexto de boom fiscal, Lima: Fondo Editorial, Universidad del Pacífico.
[3] MUÑOZ, Paula (2016), “Clientelismo de campaña, obrismo y corrupción”. En: Aragón, Jorge (ed.), Participación, competencia y representación política, Lima: IEP/JNE/Escuela Electoral y de Gobernabilidad, pp. 159-178.
[4] GINGERICH, D., (2013) Political institutions and party-directed corruption in South America, Cambridge: Cambridge University Press.
Primavera 2018
Paula Muñoz Chirinos
Profesora e Investigadora de la Universidad del Pacífico.