Si tomamos la palabra desarrollo, como ha sido interpretada durante años, se induce la idea de una comparación: hay países “desarrollados”, a los que llamamos países “ricos”; y los países “en vía de desarrollo”, a los que denominamos países “pobres”. Desde este punto de vista, la tarea del desarrollo sería hacer que los países en vías de desarrollo reduzcan la brecha que les separa de los países desarrollados.
Esta acepción de la palabra “desarrollo” está hoy día fuertemente cuestionada. Somos concientes que nuestro planeta no resistiría a un crecimiento económico que pondría a todos los países en el mismo nivel de “riqueza”; lo que en el caso es el mismo nivel de capacidad de destrucción de los recursos naturales.
Por eso se habla de desarrollo sostenible. Pero también esta fórmula parece antigua: si abordamos nuestra relación a la naturaleza con las mismas orientaciones que ponen una equivalencia entre desarrollo y crecimiento, la sostenibilidad en este caso sería solamente unas limitaciones marginales que se admiten para continuar trabajando en la lógica anterior, pero con una legitimidad mejor.
Las reflexiones que estas evoluciones nos invitan a hacer es plantearnos la cuestión de la sostenibilidad de manera más amplia. En vez de considerar únicamente lo económico o lo ecológico como base para reflexionar sobre la sostenibilidad, debemos desplazar nuestra mirada hacia otra sostenibilidad: la sostenibilidad de la sociedad, de cada una de las sociedades humanas.
Aquí se plantea la relación entre política y desarrollo. La sostenibilidad de una sociedad demanda una fuerte cohesión social entre sus miembros y la posibilidad de autogobernarse. Esta exigencia contiene en forma implícita una capacidad de reconocimiento mutuo entre sus miembros y la posibilidad de participación conjunta en la conducción política del país. En este sentido, la relación entre política y desarrollo configura un sentido específico de construcción o consolidación de un sistema democrático en el cual se garantice el desarrollo de capacidades para el ejercicio de sus derechos en el seno de la comunidad política.
En el caso peruano, existiendo un porcentaje significativo de personas que viven en pobreza, es bien difícil pensar en la posibilidad de que estas personas puedan pensarse realmente como ciudadanos. La opresión de la pobreza que sufren estas personas no les da tiempo para ser concientes de la dimensión política a la que están llamados. Esta situación nos plantea un problema sobre la manera cómo el Estado maneja la dimensión económica.
Se trata, por tanto, de la distribución de los bienes producidos en el país de manera equitativa, buscando que no haya desigualdades insoportables. El problema económico da paso, en consecuencia, a una situación política en donde la sociedad civil debe buscar que el Estado coloque en su agenda política la preocupación de distribuir equitativamente, de tal manera que se logre una disminución de las brechas económicas. Esta distribución equitativa debe promover el desarrollo de capacidades de las personas que les permitan participar activamente en la vida política del país.
Otro gran problema es la dimensión cultural. El Perú es un país especialmente complejo. La relativa indiferencia que una parte de la población tiene por los otros grupos, que no son de su mismo origen[1], es un problema que pone en entredicho la sostenibilidad de la sociedad peruana. Aquí hay que reconocer que el Estado no toma en cuenta seriamente la diversidad cultural del país y que varias zonas del Perú no tienen una presencia significativa y diferenciada del Estado para facilitar la participación diversificada en las decisiones políticas de las poblaciones autóctonas. La CVR lo señaló de manera contundente en su tiempo.
Estas dos dimensiones, la económica y la cultural, condicionan la calidad de “desarrollo” que se puede buscar en el país; en otras palabras, estas dimensiones terminan condicionando la posibilidad de sostenibilidad de la sociedad peruana.
Para que haya reducción de la pobreza y reconocimiento entre distintas culturas en el Perú, debe ser una prioridad del Estado el fomentarla.
Asimismo, es una tarea de la sociedad civil y de la actividad política, bajo distintos tipos de instituciones (además de los partidos políticos), hacer que el Estado marque su interés por afrontar estas dos barreras y se organice de tal manera que se transformen sus prioridades, apuntando a una sociedad peruana sostenible.
Para añadir unas observaciones finales a estas reflexiones hay que preguntarse si lo mejor y lo más eficiente en nuestro país, para construir ciudadanía que permita influir sobre su sostenibilidad, no sería actuar prioritariamente en la malla del territorio: distrito, provincias, región. Todas las reflexiones actuales sobre modelos de “desarrollo” parecen converger sobre la pluralidad necesaria de horizontes de desarrollo que habría que pensar, en vez de quedarse en una visión homogénea de requisitos para vivir mejor en cualquier lugar.
Eso parece que vale especialmente para el Perú. No puede ser lo mismo lo que se llama calidad de vida en la Sierra o en la Selva o en distintas zonas de la Costa. Es en esta dirección que creemos que se podría profundizar la reflexión sobre política y desarrollo.
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[1] Tal como se ha experimentado durante el largo periodo de guerra subversiva (sierra) o más recientemente con lo que pasó en Bagua (Amazonía)
Publicado en julio 2010
Bernardo Haour, SJ
Universidad Antonio Ruiz de Montoya