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Edición Nº 9

Procesos socioculturales en el Perú
4 de agosto, 2009

...hemos acabado por acostumbrarnos a explosiones periódicas de la exasperación de ciudadanos por no ser escuchados o tenidos en cuenta.

Como olas sucesivas, la violencia no deja de golpearla realidad nacional. Han pasado los años del terrorismo, pero no cesan los brotes de violencia en diferentes partes del país. Últimamente han llamado la atención nacional e internacional los acontecimientos de Bagua y otros lugares de la sierra. Tantas explosiones de violencia, tan repetidas y en tantos sitios, salen del marco de meros acontecimientos. Si bien son síntomas de las profundas fracturas del cuerpo social, heredadas de un largo pasado, esas violencias evidencian que dichas fracturas nunca han sido procesadas. Esos sucesos hablan por lo tanto de reales y grandes carencias por corregir en la conducción política, económica, social y cultural del país.

En esas situaciones no hay nada que sea completamente nuevo, y hemos acabado por acostumbrarnos a explosiones periódicas de la exasperación de ciudadanos por no ser escuchados o tenidos en cuenta; a sus gritos de rabia porque no se cumplen compromisos adquiridos ni se respetan, para con ellos, la ley ni la Constitución. Pero, es una historia vieja y complicada la del conflicto entre la “verdad y terquedad de la realidad” y la política. No han faltado investigadores ni otra gente que dijera la verdad; mas, otra vez, se ha comprobado lo que Platón, antaño, había diagnosticado: los que dicen la verdad están cubiertos de ridículo mientras su palabra no tiene implicancias en los asuntos, y, cuando las circunstancias obligan a tomarlos en serio, se los responsabiliza de lo que anunciaron y puede correr peligro su integridad física o moral. Con todo, varios hechos se han impuesto: no sirven las simplificaciones de las cosas, faltan instancias de mediación e información y se han hecho insostenibles ciertas viejas actitudes y reflejos políticos, carentes de una visión integral del país y de inclusividad democrática nacional.

Estamos asignados, ahora, a un esfuerzo para reconocer «lo que hay» y llegar a una explicación que nos permita comprender las cosas y pensar una orientación posible. Que, dentro de “lo que hay”, convenga considerar la “Constitución y las leyes” que se han olvidado de las poblaciones de la selva y la sierra, he allí una evidencia. La Constitución debería expresar y dar cuenta de toda la realidad que constituye la comunidad nacional, para que el Estado, conjunto orgánico de esa misma comunidad, pueda conducir en ella la reflexión crítica y la toma de decisiones en beneficio del Bien Común de todos, individuos y grupos. Pero el Estado moderno sólo está preparado para normar y conducir relaciones entre individuos, y el Estado peruano, por más que en la actual Constitución (art. 19 y 48) reconozca, en principio, las particularidades étnicas y culturales, nunca se avocó seriamente a la implementación de medidas que reconozcan esas mismas particularidades. Con ese desconocimiento nació el Estado peruano, combinando a la vez la idea de República y la idea de Democracia.

La democracia liberal moderna intenta mantener al Estado como guardián de la paz y mediador entre intereses grupales e individuales. Pretende conservar al mismo tiempo la libertad de los individuos y los grupos para que puedan elegir la forma de vida que deseen. Dos propósitos en conflicto, que la idea de República debe ayudar a conducir en cuanto ella, a partir de principios universales, afirma la posibilidad de un nuevo comienzo, de una fábrica del Bien Común. A esas dos ideas se ha añadido la idea de la Nación, hecha de herencias compartidas y forjada en las luchas en contra del enemigo externo. En diversos momentos, han participado a esas luchas las poblaciones de la Sierra y la Selva. Pero bien poco se han beneficiado ellas con el derecho democrático y republicano de participar a la construcción de leyes, lo que es la respuesta republicana a la sangre, al suelo y al legado histórico de la Nación.

Si algo deberíamos poder esperar de las últimas violencias, es que quede consagrado el derecho republicano de las poblaciones de la Selva y Sierra de participar en la construcción de las leyes que les afectan. ¿Cómo no reconocer que su resistencia a acatar Decretos Legislativos, emitidos sin las debidas consultas, están llevando, finalmente, al Estado a cumplir con su esencia democrática y republicana, en lo que las concierne? Esas luchas, y las lamentables muertes que las acompañaron, han desvelado o revelado a la Nación que el Bien Común es una construcción social, un proceso. Hubo desvelamiento de ello en la medida en que se ha puesto al desnudo la existencia de intereses contradictorios y que la sociedad nacional se ha visto obligada a mirarse y tomar conciencia de su complejidad. Hemos tenido que salir de evidencias conformistas y estamos llevados a retomar, sobre nuevas bases, la vieja idea del Bien Común. Se hace ineludible la elaboración de nuevas reglas para un saber vivir juntos y diferentes, escuchándonos unos a otros. Si el Estado peruano llegase a sacar las conclusiones que surgen de las nuevas circunstancias creadas por la disidencia que ha colocado en la mesa política nacional a las poblaciones selváticas, quizás, la historia, mañana, haga el “elogio de esa disidencia” por haber logrado abrir un nuevo capítulo de la convivencia nacional, él de la convivencia multicultural.

Con evidencia, todas y cada una de las violencias vividas por el cuerpo nacional han dejado profundas heridas en las personas y los grupos humanos. ¿Cómo evitar el eterno retorno de una violencia reactiva, ligada a la resurrección de memorias del pasado, siempre susceptibles de ser instrumentalizadas a fines políticos? Y ¿Cómo honrar al mismo tiempo a los muertos de ayer? Allí están en juego una ética y una política de la responsabilidad. Se cumplirá con ellas si todas esas violencias y sus lágrimas logran enseñarnos algo. No basta con saludar los valores de la democracia o de la república: ellos quedan nominales y no valen nada mientras una infraestructura económica y política no los haga entrar más en la existencia de todos. Es que los valores no existen en un cielo indemne de nuestras luchas y nuestra historia; más bien, en la historia concreta de todos, ellos sólo son otra manera de designar las relaciones entre los hombres. En la coexistencia de los hombres, la historia, las morales, las doctrinas y los mitos, los pensamientos y las costumbres, las leyes y los trabajos, se co-pertenecen unos a otros, son espejos unos de otros, todo significa todo. No hay nada fuera de esa fulguración de la existencia a la cual hemos sido invitados todos por igual.

Publicado en agosto 2009


Vicente Santuc, SJ

Rector de la Universidad jesuita Antonio Ruiz de Montoya.

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