Las elecciones regionales en Puno tienen características particulares. El voto es activado por un consistente factor de identidad etnocultural. Presentarse como un quechua o aimara respetuoso y practicante de las costumbres andinas es un poderoso elemento de respaldo durante la campaña electoral. El dispositivo reivindicativo se asocia “naturalmente” con la histórica tradición radical de rechazo al centralismo, la inoperancia del Estado y otras formas de dominación autoritaria. Y es que las evidencias son abundantes como los colores del arco iris: sería reiterativo narrar la infausta relación de inferiorización que las élites y la sociedad han mantenido y mantienen todavía con la sierra peruana. Sin embargo, en las últimas décadas, un nuevo factor emergió en la escena altiplánica: la modernización. El ejemplo más claro es la ciudad de Juliaca, se trata de un espacio dinámico de comercio y crecimiento económico, que la ha convertido en la ciudad más poblada de la región con atractivas oportunidades para la población de las demás provincias. A lo que hay que añadir su ubicación estratégica en el medio de la región, que la sitúa como el pivote de diversas actividades (lícitas o no).
Entre la primera elección de presidentes regionales (2002) y la realizada más recientemente, ha transcurrido más de una década. El proceso de regionalización tiene aún muchos desafíos, pero merece destacarse uno en particular: si las élites políticas regionales están a la altura de la función de liderazgo y gestión. El desafío no se ha respondido en algunas regiones, a tal punto que la corrupción a gran escala parece ser el principal problema, derivado del jugoso canon minero y el incremento de los presupuestos regionales.
En Puno, los inconvenientes han caminado por otro sendero. La élite política muestra debilidades de pericia gerencial y liderazgo. Es un lugar común dentro de los periodistas y analistas reiterar las dificultades de gestión y de dominio del componente técnico y normativo. Situación que se agrava más mientras nos introducimos en los distritos alejados de la región. Es evidente que el centralismo histórico y la tutela capitalina son herencias que demorarán años en revertirse.
En ese contexto, la mirada de largo plazo es una asignatura pendiente. Sin embargo, es aleccionador que el presidente de la región, Mauricio Rodríguez, antes de culminar su mandato (2011-2014) haya dejado el Plan Regional de Desarrollo Concertado. Lo imprevisible es saber si el próximo presidente tomará en cuenta lo avanzado o considerará que la nueva gestión es un nuevo inicio en todo sentido.
Otro rasgo de la élite política regional es el siempre complejo asunto de la representación. La alta fragmentación de opciones nos habla de la gran cantidad de intereses y redes que se establecen. Así, la lucha política por la presidencia regional fue entre 16 candidatos (10 de movimientos regionales y 6 de partidos nacionales; todos varones, ninguna mujer). La fragmentación dice mucho de la actitud de aventurero y búsqueda del apetecible cargo que los lleve a administrar fondos públicos. Pues, tal como está estructurado nuestro sistema político (sub)nacional, se ofrecen las condiciones reales para reproducir caciquismo que maneja redes clientelares, desde argollas cerradas de decisión.
Ese caciquismo, sin embargo, viene sufriendo variaciones en su composición interior. Veamos una comparación. En 2002 las dos opciones más votadas para la presidencia regional correspondían a dos destacados líderes de izquierda (David Jiménez Sardón y Alberto Quintanilla Chacón), con una característica en común: su origen señorial. Ninguno de los dos podía decirle a los electores que provenía de alguna comunidad campesina o que emergía de la pobreza. El lenguaje popular del altiplano fácilmente los calificaría como mistis o qaras, así de claro. A doce años del duelo entre dos líderes señoriales, hoy hemos asistido al duelo de dos líderes de raíces indígenas: Juan Luque Mamani y Walter Aduviri Calisaya. Ambos profesionales de origen campesino y comunal, cada uno con su respectiva etiqueta de quechua moderno del norte (Luque) o aimara comunitario del sur (Aduviri). Ambos son la expresión de un cambio etnogeneracional en el liderazgo. Es decir, de la conducción señorial de personajes con acento urbano, “selecto” o “notable”, se ha pasado a una clara presencia de líderes y profesionales emergentes orgullosos de sus raíces indígenas. Queda, eso sí, el siguiente capítulo, el más importante y complicado: estar a la altura del compromiso, superar el cortoplacismo y sacudirse de la corrupción.
Eland Vera Vera
Docente en la Universidad Nacional del Altiplano - Puno.