La historia del Perú es la de una eterna tensión entre la centralización y la descentralización de la toma de decisiones y la gestión de los recursos públicos, tensión en la que los contenidos de ambas apuestas fueron cambiando de significado a lo largo de más de 150 años. Desde el Concejo Departamental (1873) y la Junta Departamental creada por la Ley de Descentralización Fiscal (1886), mucha agua ha corrido bajo el puente.
De esta manera, mientras el descentralismo de las dos primeras décadas del siglo XX fue de claro signo conservador, expresando la resistencia de los poderes locales serranos a las políticas modernizantes que venían del Estado central y les recortaba el poder absoluto que hasta entonces tenían sobre las gentes y los territorios andinos, desde la década de 1980 hasta hoy el descentralismo es más bien de signo progresista, surgiendo de la presión de las sociedades y élites políticas de las regiones contra las élites y tecnocracias “nacionales” asentadas en Lima, que buscan estar a cargo de todas las decisiones importantes.
En el mundo contemporáneo, las transiciones democráticas que siguen al colapso de regímenes autoritarios han tenido casi siempre un fuerte componente descentralista. El autoritarismo -más aún si es militar- es siempre fuertemente centralista y tiende a concentrar las decisiones en una cúpula que espera que todas las personas y todas las instituciones simplemente acaten e implementen. Como respuesta, las transiciones democráticas suelen tratar de evitar que el poder se vuelva a concentrar de esa manera apostando por la descentralización, buscando en ese proceso la redistribución de poder entre los territorios.
En nuestro caso, la transición democrática que siguió al gobierno militar (1968 – 1980) incluyó tímidamente la descentralización como una de sus apuestas al incluirse en la Constitución de 1979 la necesidad de un Plan Nacional de Regionalización para guiar un proceso de descentralización que fue postergado por Fernando Belaunde, pésimamente diseñado y lanzado por Alan García y cancelado ante la indiferencia ciudadana por Alberto Fujimori, en el marco del autogolpe de 1992. Recordemos que el proceso iniciado por García fracasó porque las regiones fueron artificialmente creadas desde el Estado, los órganos de gobierno regional tenían una mayoría de miembros no elegidos directamente, la forma de gobierno era la asamblea, las competencias regionales eran delegadas, no se reconoció una mínima autonomía para las regiones y sus presupuestos y la ejecución de los mismos eran decididos y controlados desde el Gobierno Central.
La historia del Perú es la de una eterna tensión entre la centralización y la descentralización de la toma de decisiones y la gestión de los recursos públicos, tensión en la que los contenidos de ambas apuestas fueron cambiando de significado a lo largo de más de 150 años.
Después del auto golpe, la resistencia contra la Dictadura fujimorista fue muy fuerte en las regiones y los líderes sociales y las autoridades municipales provinciales jugaron en ella un rol muy importante. A la caída de Fujimori, y con la elección de Alejandro Toledo, el gobierno colocó la descentralización en el centro de la agenda para relegitimarse ante esas sociedades regionales.
Es en este contexto, apenas iniciado el Gobierno de Toledo, que se aprueba en el Congreso la Ley de Bases de la Descentralización, se crean los Gobiernos Regionales y se modifican los Gobiernos Locales, eligiéndose sus autoridades a fines del 2002 para que entren en funciones el 2003. Desde su inicio, la apuesta por la descentralización tuvo algunas limitaciones fundamentales al no entender que se requería transitar de un Estado organizado sectorialmente, a otro organizado desde los territorios. La reforma no vino acompañada de una apuesta seria por desarrollar capacidades de gestión adecuadas en los gobiernos regionales y locales; no se transfirieron capacidades de decisión sobre las grandes inversiones mineras, petroleras y de vías de comunicación que más impacto tienen sobre los territorios; el ordenamiento territorial que se les encargó era de carácter indicativo y no vinculante; no se hizo una reforma fiscal que permitiera una asignación presupuestal predictible y que respondiera a las competencias que se les transferían a los gobiernos regionales y locales, ni se pensó en las formas elementales de articulación y coordinación entre niveles de gobierno. Se pretendió así que la descentralización reemplace a la indispensable y más amplia reforma del Estado.
A poco de lanzada la descentralización por el gobierno de Toledo, el gobierno de Alan García la paralizó eliminando los planes quinquenales de transferencia. Y si bien se avanzó en aumentar el peso de los gobiernos regionales y locales en el total del presupuesto nacional –algo que fue sostenido significativamente por los enormes ingresos fiscales durante el ciclo de precios altos de los minerales y el petróleo- se comenzó también a recortar fuertemente la autonomía de los gobiernos regionales y locales para decidir sobre sus presupuestos, lo que fue continuado por los gobiernos de Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuczynski.
En el camino se fueron debilitando los mecanismos de participación ciudadana en la gestión de los gobiernos subnacionales, básicamente los planes concertados de desarrollo y los presupuestos participativos. Respecto de estos últimos, hay que señalar que nunca fueron propiamente vinculantes sino solamente consultivos y –peor aún- que mientras que al inicio la ciudadanía participante podía presentar sus propias iniciativas, en la actualidad ha terminado limitada a escoger entre aquellos proyectos ya priorizados desde el Ministerio de Economía y Finanzas y que responden a metas también definidas desde el Gobierno Central.
La justificación permanentemente esgrimida por el gobierno central para no entregarles competencias importantes, y restringir cada vez más la capacidad de manejo presupuestal de los gobiernos descentralizados, ha sido que en ellos hay incapacidad de gasto y corrupción. Sobre lo primero, la información del propio MEF respecto de la ejecución presupuestal de los tres niveles de gobierno nos dice, hace ya varios años, que esto no es cierto. Por el contrario, sin la intervención de gobiernos locales y regionales, la capacidad de ejecución del gobierno nacional sería aún peor. Y sobre lo segundo, el escándalo de corrupción de Lava Jato, y ahora el de Lava Juez, nos hacen ver la significativa captura y penetración de mafias corruptas en las instituciones del gobierno central, quedando claro que la corrupción en instancias regionales y locales no es algo peculiar al proceso de descentralización, sino apenas la expresión local de un fenómeno que atraviesa a todo el Estado peruano y que permea sus relaciones con el empresariado privado y la clase política. Que nuestros últimos 5 presidentes estén condenados, acusados o indagados por corrupción es indicativo de la magnitud nacional –y no solo ni principalmente subnacional- de este problema.
Así las cosas, en perspectiva se abren tres escenarios. El primero supone mantener las cosas como están, con una descentralización iniciada pero recortada en todos sus aspectos. El segundo implica cancelar la descentralización y 'recentralizar' las competencias y presupuestos asignados a los gobiernos regionales con la esperanza de que, desde arriba, se pueda ganar en eficiencia, calidad programática y transparencia en el gasto. Finalmente, el tercero lleva a relanzar la descentralización retomando el camino emprendido en el 2002 y atacando a fondo algunas de sus deficiencias más notorias, incluida la transferencia de competencias sustantivas, la descentralización fiscal, el fortalecimiento de los organismos de control, y el carácter vinculante de los mecanismos de participación ciudadana. Como es obvio, este último exige poner el territorio y su gestión como eje del relanzamiento, precisando paulatinamente las responsabilidades de los tres niveles de gobierno y estableciendo con precisión las formas de articulación y coordinación entre ellas, para asegurar la provisión oportuna y de calidad de los servicios que demanda el ciudadano en todos los rincones del país.
La descentralización, tal como está, no sirve a propósito alguno y no tiene sentido mantenerla en una suerte de estado de coma permanente. Y pretender que se mejore la eficiencia, la calidad programática y la transparencia desde un nivel de central de gobierno, totalmente capturado por intereses corporativos y por mafia corruptas, es una contradicción en los términos. La única salida es rediseñar y relanzar la descentralización para construir desde abajo y con la ciudadanía un Estado que sea democrático y que gestione el territorio y sus recursos, invirtiendo los fondos públicos con sentido estratégico y con honestidad.
Cómo hacer realidad esta nueva apuesta descentralista en el marco de un nuevo pacto político entre las sociedades y las élites del diverso y complejo territorio peruano es uno de los retos que hace indispensable pensar en un proceso constitucional que -sobre éste y otros temas fundamentales- nos permita 'reimaginar' al Perú como nación en el escenario del segundo centenario de nuestra independencia. El desafío es grande, máxime cuando estamos ad portas de nuevas elecciones descentralizadas en octubre próximo. Estas ya están afectadas –de un lado- por la crisis de representación que vive el país y que se expresa en una gran fragmentación política y electoral en los territorios, muchos de ellos con presencia directa de poderes ilegales vinculados a la minería ilegal, el narcotráfico y la tala de madera. Y del otro, por la corrupción imperante que ha capturado la ONPE, responsable del proceso electoral. Hacer de la descentralización un punto central de la agenda ciudadana resulta entonces una tarea impostergable para recuperar la democracia.
Primavera 2018
Eduardo Ballón Echegaray
Antropólogo e Investigador del Centro de Estudios y Promoción del Desarrollo (Desco)
Carlos Monge Salgado
Director Regional America Latina de Natural Resource Governance Institute.