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Edición Nº 26

Sistemas mediáticos entre el Mercado y el Estado en AL
9 de abril, 2014

El papel de los medios de comunicación en la construcción de sociedades democráticas ha sido uno de los grandes temas de debate en el último siglo. De la mano se han gestado las discusiones sobre cuál es el tipo de propiedad mediática que mejor conduce a tal fin. Por una parte, como antítesis a los medios propagandísticos de regímenes autoritarios que aparecieron en el siglo XX, las teorías liberales más tempranas que ganaron popularidad en los Estados Unidos previeron que sólo a través de la propiedad privada de los medios éstos podrían garantizar su independencia y autonomía financiera, servir de contrapeso al Estado, establecerse en una esfera pública de diversas opciones, y garantizar plenamente la libertad de expresión y de prensa. En esta concepción, el Estado –a través de sus leyes regulatorias, control o injerencia directa— es visto como la mayor amenaza al funcionamiento saludable del mercado y la industria en general y a la capacidad de elección racional de individuos y sus libertades, en lo particular.

Poco tardó esa idea en venirse abajo en otras latitudes: con el periodismo sensacionalista, las calumnias y los excesos de la prensa, y la dinámica de intereses privados prevaleciendo por sobre el interés público en una lógica de mercado de atracción de clientes, pronto se revitalizaron los debates sobre la responsabilidad social de los medios, particularmente en los tiempos de posguerra. En el fondo de la discusión se hallaba el papel de los medios en la construcción de espacios para el debate de los asuntos públicos y de la vida democrática de un país. En esta visión, cuyo epítome más actual es la BBC de Londres, no sólo valores periodísticos como la imparcialidad y la objetividad son esenciales, sino que también es necesaria cierta forma de regulación en cuanto a su programación, financiamiento y rendición de cuentas para garantizar el balance de contenidos educativos y de entretenimiento, la pluralidad de visiones y de voces, así como la representación justa y equitativa de los sectores sociales en el contenido programático.

Bajo tal premisa, los medios públicos emergieron como el sistema estándar en muchos países europeos, cuyas televisoras estarían técnicamente enfocadas a promover la vida democrática de sus países. En muchos casos, sin embargo, los sistemas mediáticos terminaron reflejando la vida partidaria y parlamentaria de sus gobiernos, y más específicamente, las agendas partidarias del partido político en el poder y no de la ciudadanía. Con ello, se pone de manifiesto que uno de los grandes riesgos de las radiodifusoras públicas es la instrumentalización de los medios por parte de los actores políticos para su propio beneficio. En la actualidad, además, los sistemas públicos de radiodifusión europeos, enfrentados a las presiones del mercado y de los canales privados, así como a tecnologías cambiantes y demandas globales de consumo, cada vez batallan más para competir y justificar sus financiamientos y ofertas.

En América Latina hemos asistido a la configuración de sistemas mediáticos donde han coexistido características de ambos modelos. Por un lado, los consorcios mediáticos se desarrollaron muy temprano, imitando los estándares y formatos de los Estados Unidos; es decir, bajo el esquema de propiedad privada y patrocinio por publicidad. Pero a diferencia de lo que dictarían las románticas perspectivas liberales, no sólo no han funcionado como contrapeso o vigilante del Estado autoritario, sino que han emergido precisamente bajo el cobijo de gobiernos y actores políticos en turno, especialmente los autoritarios. Es decir, tenemos un modelo liberal y aparentemente privado de medios, pero que en distintas latitudes y medidas ha estado altamente ligado a las élites políticas: los casos de Televisa en México, Globo en Brasil, o Cisneros en Venezuela da cuenta de ello.

A diferencia de lo que se hubiera previsto, los gobiernos autoritarios no desalentaron ni vieron como enemigos a los propietarios de los medios, como habría ocurrido en otras latitudes, sino que los hicieron sus aliados. Durante estos períodos, las quejas de los observadores no sólo se centraron en la heterogeneización de contenidos y sensibilidades de las clases altas y medias, o sobre la importación de valores extranjeros y poca visibilidad de minorías étnicas, sino que en países como Chile o Argentina, los medios privados sirvieron para legitimar regímenes dictatoriales y sus consecuentes violaciones a derechos humanos y desapariciones forzadas. En el caso de México, un mismo partido político se sostuvo en el poder por setenta años, en gran parte por el apoyo expreso, abierto y declarado de Televisa y la invisibilización sistemática y reiterada de la oposición.

Los gobiernos democráticos, por otra parte, tampoco hicieron algo por promover la pluralidad democrática en los medios. De hecho, la consolidación de los ya existentes corporativos mediáticos vio un crecimiento exponencial a finales de la década de los ochenta y en toda la década de los noventa con las olas privatizadoras, desregulación y economía de mercado de los gobiernos “democráticos” y “modernizadores” que sucedieron a las  dictaduras militares o los regímenes autoritarios: no sólo Televisa y Globo se hicieron aún más poderosos, sino también Grupo Clarín, en Argentina. Se trata, pues, de consorcios mediáticos ya enormemente beneficiados por los gobiernos en turno que con la ola de privatizaciones sólo acrecentaron su propiedad, y por tanto su poder e influencia.

Así tenemos que América Latina ha sido, por décadas, el ejemplo absoluto de concentración mediática en el mundo, no sólo como consecuencia de la liberalización de los mercados, sino predominantemente como consecuencia del cobijo de los gobiernos en turno y el escaso compromiso con la regulación o peor aún, la regulación a modo que beneficia a los grandes grupos mediáticos. La complicidad no es gratuita: la publicidad gubernamental y política es una de las grandes fuentes de ingreso para los medios, particularmente en tiempos de elecciones y por tanto, el Estado es el principal cliente y el gestor del modelo de negocio para muchos medios impresos, digitales y electrónicos, pequeños y medianos, en las ciudades y en las regiones.

Por supuesto, serán contados los ciudadanos latinoamericanos que deseen la continuación de la concentración mediática, y mucho menos aquellos que quieran que los medios se sigan convirtiendo no en un contrapeso del poder, sino en otro poder capaz de poner y quitar gobernantes al margen de los procedimientos e instituciones democráticas. Muchos deseamos, por tanto, reformas profundas y sustanciales a las políticas de medios y comunicación que garanticen una verdadera pluralidad y representación de todos los sectores sociales. ¿Pero qué tipo de reforma?

Con la llegada de gobiernos de distintos tipos de izquierda a muchos países: Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua o Argentina, parecía que la regulación de medios por fin disminuiría el poder de las grandes empresas mediáticas. Sin embargo, lo que parecemos estar atestiguando en países como Venezuela es el reposicionamiento hegemónico del gobierno como vector central de mando y control de los medios, sin que eso necesariamente implique la participación comunitaria o ciudadana y que quizás toque peligrosamente el modelo propagandístico de regímenes autoritarios que tampoco deseamos. En otros casos, como Argentina, aún cuando su polémica ley de medios agradó en papel a muchos que veían esperanzas para los grupos indígenas y minoritarios respecto de la propiedad de medios, sigue despertando grandes sospechas de que se aplique de forma uniforme y no sólo contra un grupo mediático en especial.

Los verdaderos medios públicos han sido una demanda histórica y legítima de los sectores más progresistas de las sociedades latinoamericanas. La coyuntura de América Latina, sin embargo, parece darle la razón a los escépticos de esta opción: con escaso estado de derecho en muchos países, debilidad institucional en otros países, reglas de juego poco definidas, culturas políticas que privilegian el pragmatismo y negociaciones por debajo del agua, y una larga tradición de gobiernos autoritarios, las reformas a los medios propuestas piramidalmente desde los poderes ejecutivos también nos dan razones para preocuparnos: nuestras sociedades y sus aparatos políticos usualmente operan al margen de la ley, en condiciones de clientelismo y corporativismo, y muestran alta deficiencia regulatoria. El asunto, para nuestros países, es entonces cómo construir sistemas mediáticos plurales y equitativos, que garanticen la libertad de prensa y expresión, pero también el acceso de todos a informar y ser informados.


Mireya Márquez

Coordinadora del Programa Prensa y Democracia (PRENDE). Coordinadora del Área de Teorías. Departamento de Comunicación de la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México.

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