Los Conflictos sociales en los que se recurre a la mediación de la Iglesia hacen pensar en la grave tarea que tiene una institución tan antigua y tan arraigada en el imaginario del Perú. En situaciones como éstas se asigna a la Iglesia un rol social y político que no está en disonancia con sus fines; al contrario, como se desprende de una lectura de los documentos del Concilio Vaticano II, la idea de contribuir con la venida del reino de Dios supone, e incluso exige, intervenir a favor de las condiciones históricas que aceleran la venida del reino. Ahora bien, lo dicho requiere responder a algunas cuestiones.
En primer lugar, la Iglesia es una institución de carácter histórico que, por lo tanto, está sujeta al devenir de circunstancias azarosas que pueden desdibujarla. En segundo lugar, ¿qué interés tiene el “reino de Dios” anunciado por la Iglesia del Vaticano II en medio de problemas políticos, sociales y económicos de nuestro país?
Al respecto de la primera cuestión, uno también podría preguntarse cómo es posible que una institución que padece las consecuencias de conflictos internos se encuentre en posición de ayudar a otras o de contribuir con el país. Así planteada la cuestión, lo que parece estar en juego es la credibilidad de la Iglesia. En efecto, una crisis de credibilidad hace difícil aceptar el mensaje. ¿Qué hizo el Concilio Vaticano II para desatar este problema en los años 60? En medio de un contexto de búsquedas y de un mundo que aceleraba sus descubrimientos, Vaticano II escogió formular la identidad eclesial en términos de un diálogo bienintencionado con el mundo: la Iglesia debía entender cómo piensan y sienten las personas en el presente.
En diciembre de 1965, se publica el último escrito del Concilio Vaticano II, la constitución pastoral Gaudium et spes. Para algunos estudiosos como Norman Tanner[1], esta Constitución es un resumen de todos los trabajos del Concilio y su aplicación concierne a la vida de la Iglesia así como la que se encuentra fuera de ella. Desde su proemio, aparecen dos elementos de fondo a tener en cuenta. El primero es que el mundo está atravesado por realidades que no tienen el mismo color, es decir por una realidad que supone oposiciones, contradicciones, conflicto. Y el segundo es que al estar la Iglesia en medio del mundo, no puede ser ajena a su historia: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo” (GS, 1).
Sin desmerecer la filiación mística respecto de su origen (GS 40), Vaticano II subraya la responsabilidad histórica de los cristianos. Ellos no se desentienden del mundo, ni pretenden someterlo; forman parte de él, lo acompañan, contribuyen con su transformación, y sobre todo, dialogan con él. Ahora bien, no habría que pensar que el diálogo es simplemente el hecho de saber estar frente a un interlocutor intercambiando información con él. Muchos de nuestros diálogos tienen una finalidad práctica y no se requiere ir más allá de dicho intercambio. Pero, en este caso, el diálogo no es un hecho lingüístico que repitamos sin tener mayor idea del evangelio. El diálogo en el Vaticano II es un criterio espiritual que florece de un evangelio escrito con palabras de un pueblo amado por Jesús y sediento de su Dios. Pueden acaecer conflictos y dificultades en la Iglesia, pero no habría razón para que el criterio del que ella se sirve pierda su sentido, que consiste en comunicar la calidez y urgencia del amor del Dios de Jesús. Eso es lo que la Iglesia ha aportado al país en los últimos años: un criterio evangélico para caminar hacia la paz, incluso si para lograrlo de modo institucional, haya tropiezos.
Al respecto de la segunda cuestión, uno podría también preguntar qué tipo de actualidad tiene el “Reino de Dios”. A este respecto, se puede decir que el Concilio formuló una normativa general para ser vivida por todos sus miembros: la necesidad de contribuir efectivamente con el Reino de Dios. Es obvio que esta normativa está arraigada en el evangelio en el que Jesús hace del Reino el centro de su vida, de su anuncio y misión.
En este sentido, el Reino no es actual porque la Iglesia lo proclame y asegure su venida, sino porque compromete a sus miembros con la transformación de un estado de cosas que no debe ser ni social, ni política ni económicamente. Alguno se apurará en decir que eso explica que la Iglesia haga de la moral su eje y horizonte, pero no hay que olvidar que existe sólo una norma que traspasa todo horizonte moral y se hace así más amable y exigente a la vez: el amor que nace del Reino. La norma que la Iglesia obedece, es decir que ella acoge, es la de un pueblo que no ceja en su esfuerzo por hacer verdad este reino. Eso es también lo que la Iglesia ha aportado al país: obedecer a la norma del Reino contribuyendo con el descubrimiento y transformación de estructuras de poder que abandonan a los más débiles y vulnerables. La Iglesia descansa sobre sus creyentes porque ellos son quienes se hacen cargo de este Reino. El todo de los cristianos comparte esta misión y no sólo quienes lo organizan.
Dialogar y obedecer son maneras complementarias de entender cómo hacemos una institución. Tanto el ejercicio del diálogo como el de la obediencia anhelan secretamente la unidad. Sin embargo, un diálogo sin obediencia (en ese sentido profundo que tiene la obediencia y que es escucha) renuncia al entendimiento entre las partes; una obediencia sin diálogo renuncia al amor. ¿Cómo conversar cuando ya no se puede oír o cómo ordenar cuando no hay vínculo? El Concilio se elaboró más allá de las ideas y nos enseñó cómo vencer esas ideologías que no tienen nada que ver ni con el bien común ni con el Reino.
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[1] Cf. Norman Tanner, Conciles et synodes, traduit de l’anglais par Calire Forestier-Perginier, Paris: Editions du Cerf, 2000, p. 138.
Rafael Fernández Hart, SJ
Universidad Antonio Ruiz de Montoya.