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Edición Nº 69

Entre la fe y la tierra: la apuesta jesuita por la justicia climática en la COP30
Álvaro Fabián Suárez
19 de diciembre, 2025

Voces, tensiones y esperanza desde la Amazonía

Belém do Pará amanecía cada día con el rumor espeso del río y el calor húmedo de la Amazonía recordando, incluso antes de cualquier discurso, que la crisis climática no es una abstracción. Entre pabellones oficiales, credenciales, zonas de negociación y espacios alternativos, la COP30 se desplegó como un territorio fragmentado: decisiones de alto nivel en la llamada zona azul y, en paralelo, una constelación de diálogos, encuentros y resistencias en la zona verde y en múltiples foros simultáneos. Fue allí, en esos márgenes vivos de la cumbre, donde muchas de las voces más urgentes —pueblos indígenas, organizaciones sociales, comunidades de fe— buscaron hacerse escuchar.

En ese entramado, la presencia de la Compañía de Jesús fue particularmente visible y distinta. No se trató solo de una participación simbólica ni protocolar, sino de una apuesta clara por la incidencia desde la escucha, el acompañamiento y la articulación. Jesuitas, redes eclesiales y aliados de la sociedad civil caminaron la COP desde múltiples frentes: declaraciones oficiales, conferencias de prensa, espacios de diálogo con pueblos indígenas, campañas educativas, mesas de incidencia política y encuentros pastorales. Más que una sola presencia, fue una presencia coral, tejida entre Roma, América Latina y la Amazonía.

La COP30 —celebrada en Brasil, corazón geográfico y simbólico de la región amazónica— fue clave para América Latina no solo por su ubicación, sino porque volvió a poner en el centro debates largamente postergados: la justicia climática, el financiamiento para pérdidas y daños, la transición energética justa y el reconocimiento efectivo de los derechos de los pueblos indígenas. Sin embargo, también dejó en evidencia las tensiones persistentes entre los compromisos declarados y la falta de decisiones vinculantes frente a la magnitud de la crisis. Para muchos actores, fue una cumbre marcada tanto por la urgencia como por la insuficiencia.

En ese escenario, la participación jesuita se diferenció por su lectura ética y política de nuestro momento actual. La Compañía no llegó a la COP30 únicamente para observar negociaciones, sino para insistir en una pregunta de fondo: ¿qué significa hoy hablar de desarrollo, de progreso y de futuro cuando los territorios amazónicos y sus pueblos cargan con el costo más alto de la crisis climática? Desde la ecología integral, los jesuitas subrayaron que no hay solución ambiental sin justicia social, ni transición verde posible si se ignora el clamor de la tierra, de los pueblos indígenas y de los pobres.

Esta urgencia moral y ecológica se volvió aún más significativa al cumplirse diez años de la encíclica Laudato Si’, un texto que transformó el modo en que la Iglesia católica se aproxima a la crisis ambiental. En Belém, esa herencia no se expresó solo en palabras, sino en gestos concretos de articulación, incidencia y acompañamiento. La COP30 fue, para la Compañía de Jesús, un espacio donde la fe se tradujo en acción política, y donde la espiritualidad ignaciana dialogó con la ciencia, los pueblos indígenas, los líderes mundiales y la sociedad civil global.

La Compañía no llegó a la COP30 únicamente para observar negociaciones, sino para insistir en una pregunta de fondo: ¿qué significa hoy hablar de desarrollo, de progreso y de futuro cuando los territorios amazónicos y sus pueblos cargan con el costo más alto de la crisis climática?

Una palabra ética en medio de la negociación global

En ese contexto, la experiencia vivida por la Compañía de Jesús en la COP30 marcó un punto de inflexión. “Durante mucho tiempo los jesuitas han participado en este tipo de conferencias, desde Río 92, pero siempre representando el apostolado social de una provincia, una universidad o alguna institución vinculada a los gobiernos”, explica el padre Roberto Jaramillo SJ, responsable del Secretariado de Justicia Social y Ecología de la Compañía de Jesús en Roma. Esta vez, sin embargo, el enfoque fue distinto: “Es la primera vez que tomamos la iniciativa de articular el trabajo de todos”, subraya.

La delegación jesuita que llegó a Brasil reflejó ese cambio de escala y de horizonte. Fueron 29 personas en total —16 jesuitas y el resto laicas y laicos vinculados a obras y proyectos de las distintas conferencias— que trabajaron de manera coordinada antes, durante y después de la cumbre. Más que una presencia circunstancial, se trató de un proceso pensado a largo plazo. Según relata Jaramillo, un mes después de la COP anterior comenzó un trabajo sistemático de articulación interna para construir una declaración común y definir los ejes de incidencia. “Empezamos a elaborar un statement, una declaración y unos puntos en los cuales queríamos insistir”, señala, un ejercicio que permitió ordenar el trabajo colectivo en torno a cuatro demandas centrales que orientaron toda la acción jesuita en la COP30.

Ese esfuerzo de articulación no fue improvisado ni retórico. Respondió a un proceso deliberado de discernimiento y estudio que, por primera vez, buscó traducir la preocupación ética, ecológica y espiritual en planteamientos políticos concretos.

“Se hizo un trabajo de discernimiento y estudio de cuatro asuntos”, señala Jaramillo, marcando el punto de partida de una agenda común de incidencia.

El primero de esos ejes fue el perdón de la deuda externa de los países más pobres, entendida como una condición estructural que limita cualquier respuesta real frente a la crisis climática. A ello se sumó una llamada a fortalecer, regular y operar con mayor transparencia el Fondo de Pérdidas y Daños, pensado para apoyar a los países en vías de desarrollo que enfrentan desastres climáticos cada vez más frecuentes e intensos.

El tercer punto —que terminó ocupando el centro del debate en la COP30— fue la necesidad de una transición energética justa, especialmente frente al papel persistente de los combustibles fósiles. “Resultó ser como el tema fundamental de la COP30”, recuerda Jaramillo, subrayando cómo esta demanda conectó la justicia climática con los dilemas económicos y políticos globales.

El cuarto eje, que el jesuita define como una hoja de ruta de largo aliento, apuntó a la construcción de sistemas alimentarios basados en la soberanía alimentaria y las prácticas agroecológicas, reconociendo la diversidad cultural, territorial y productiva de los pueblos. “Esos cuatro pedidos continúan como hojas de ruta en la Jesuit Campaign for Climate Justice, que continuará”, enfatiza.

Jaramillo es prudente al evaluar los resultados. “No tenemos métricas como para establecer qué tanta influencia hayamos tenido”, admite. Reconoce que incidir directamente en las posiciones oficiales de los Estados sigue siendo complejo, pero subraya el valor del proceso: “Es una primera oportunidad y estamos aprendiendo de fracasos, de éxitos y de errores y de aciertos también”.

Por otro lado, reconoce que la Compañía —como muchas otras instituciones— entendió tarde la urgencia del momento: “Deberíamos haberlo hecho hace mucho tiempo y no lo hicimos”, afirma, en un contexto donde “el planeta está siendo destruido” y la ciencia climática es negada o despreciada por sectores del poder político.

Sin embargo, esa conciencia se convierte hoy en responsabilidad moral. Jaramillo subraya que la Compañía no puede permanecer al margen cuando tiene capacidad y oportunidad de actuar: “La Compañía tiene una palabra y una posición ética que decir”, recuerda, evocando a Pedro Arrupe y su convicción de que “donde hay capacidad y oportunidad, hay responsabilidad”. Aunque la incidencia jesuita sea apenas “un vaso de agua en el océano” de intereses que atraviesan una cumbre como la COP, insiste en la necesidad de hacerse presentes, “manifestar el nombre del Evangelio” y situarse “del lado de las víctimas y de la gente que trabaja por la defensa del planeta”.

La motivación de fondo, concluye, es inequívoca: responder al llamado de la cuarta Preferencia Apostólica Universal, que convoca a la Compañía de Jesús a colaborar activamente en el cuidado de la casa común.

Cuando la crisis climática deja de ser técnica y se vuelve humana

Esa convicción ética —estar del lado de las víctimas y asumir la responsabilidad moral de cuidar la casa común— encuentra eco en otras voces jesuitas que participaron activamente en la COP30. Una de ellas es la del padre Cristóbal Emilfork SJ, jesuita chileno, quien fue invitado a la COP30 precisamente por su formación doctoral en antropología socioambiental, con énfasis en estudios de ciencia y tecnología, un campo que le ha permitido seguir de cerca el proceso de las Conferencias de las Partes y comprender cómo la ciencia se traduce —o se tensiona— en decisiones políticas frente a la crisis climática.

Para Emilfork, la presencia eclesial en este tipo de foros no es opcional, aun cuando las iglesias no tengan un peso formal en las decisiones finales. “Como Iglesia tenemos que estar presentes en este tipo de espacios”, afirma, reconociendo que la COP “no va a considerar la opinión de las iglesias de una forma directa”, pero subrayando que su ausencia dejaría el debate reducido a lo estrictamente técnico. “Es un proceso que corre el riesgo de irse demasiado hacia los tecnicismos”, advierte.

Desde su mirada, el aporte de la Iglesia —y de la Compañía de Jesús en particular— consiste en recordar lo que suele quedar fuera de las tablas y los indicadores: “Lo que hay de fondo no es solamente un número”, sostiene Emilfork, “lo que hay de fondo es biodiversidad, lo que hay de fondo es humanidad”. Una humanidad que hoy se encuentra seriamente amenazada por la crisis climática y ecológica, y que exige una lectura ética y social del problema, inseparable de la ciencia, pero no subordinada a ella.

“Lo que nos da cierta autoridad y legitimidad para hablar, es que conocemos de primera mano a la gente que está viendo sus vidas trastocadas de forma esencial.”

Esa legitimidad para hablar en la COP, explica, no proviene solo del discurso moral, sino de una presencia histórica en los territorios. “Lo que nos da cierta autoridad y legitimidad para hablar, es que conocemos de primera mano a la gente que está viendo sus vidas trastocadas de forma esencial”, señala.

Desde esa experiencia territorial, la Compañía de Jesús buscó introducir en la COP30 una lectura más profunda del problema climático. “Nosotros introducimos el tema del cuidado de la casa común desde el tema de la justicia”, explica Emilfork. En ese marco, la crisis climática no puede entenderse como un fenómeno aislado o meramente ambiental. “Queríamos visibilizar que esta es una crisis socioambiental, que el grito de la tierra es el grito de los pobres”, afirma, en sintonía con el magisterio del papa Francisco.

No se trata, entonces, de dos crisis separadas, sino de una sola. “No hay una crisis ambiental, hay una única crisis socioambiental”, sostiene Emilfork. Ese fue —dice— el norte del trabajo jesuita en la COP30: insistir en que cualquier llamado a la acción climática y política debe incorporar necesariamente la justicia social, los territorios y a quienes ya están pagando el costo más alto del colapso ecológico.

Más allá del evento: la COP como proceso y compromiso

Si la COP30 fue el escenario visible de discursos y negociaciones, hubo también un trabajo menos evidente —pero decisivo— que sostuvo la presencia jesuita desde dentro: la articulación continental, la coordinación política y el cuidado logístico entre Roma, las redes globales y los territorios latinoamericanos. En ese plano operó la Conferencia de Provinciales Jesuitas de América Latina y el Caribe (CPAL), que permitió que la participación de la Compañía no fuera fragmentada ni improvisada, sino estratégica y cohesionada.

Uno de los actores clave de ese proceso fue el padre Agnaldo Junior, delegado socioambiental de la CPAL, quien acompañó la preparación, el desarrollo y el seguimiento de la COP30. Su rol se sitúa en un espacio de mediación constante: articular agendas, traducir prioridades y mantener conectados los distintos niveles del trabajo jesuita, en diálogo con el Secretariado de Justicia Social y Ecología (SJES) en Roma y con las redes globales de incidencia, especialmente Ecojesuit.

Fue precisamente en ese espacio de reflexión global donde surgió una intuición clave: al realizarse en América Latina, la COP30 exigía una coordinación distinta. “Nos dimos cuenta de que era importante realizar una articulación más cohesionada de la participación de la Compañía en la COP”, explica Agnaldo. Pero esa articulación no se pensó como algo puntual, sino como parte de un proceso sostenido en el tiempo.

Siempre entendemos la COP no como un evento al que vamos y se acabó, sino como un proceso. Hay tareas antes, durante y después. No es una aventura, sino un compromiso que asumimos como Iglesia, como sociedad civil y como organizaciones de fe”, señala.

Ese compromiso tiene un horizonte claro: la justicia climática. Para Agnaldo, este concepto nombra una realidad ineludible: los impactos del cambio climático no se distribuyen de manera equitativa, sino que recaen con mayor dureza sobre los más pobres. “Lo que queremos es que de verdad haya justicia climática para el medio ambiente y para las personas, para que no sigamos pasando factura a los más pobres, fruto de la desigualdad y de la falta de financiación climática”.

Así, la participación jesuita en las COP se sostiene incluso en un clima de profunda desconfianza hacia los compromisos de los Estados. Agnaldo lo reconoce sin ambigüedades: la credibilidad del proceso está en crisis. Sin embargo, precisamente por ello, la presencia de actores de fe y de la sociedad civil se vuelve aún más necesaria.

“Creo que ahí va el espíritu con el que asistimos como Compañía de Jesús, como Iglesia, y nos involucramos en los procesos de la COP, aun sabiendo que tenía muchísima descredibilidad. Ya no creemos que los países vayan a asumir un compromiso real; por eso estamos presentes.”

Entre la parálisis diplomática y las conquistas locales

Desde esa misma tensión —entre frustración y perseverancia— se sitúan las reflexiones de Luiz Felipe Lacerda, doctor en Ciencias Sociales, secretario ejecutivo del Observatorio Nacional de Justicia Socioambiental de Brasil e investigador de la Cátedra Laudato Si’ de la Universidad Católica de Pernambuco. Presente en la COP30 desde el trabajo de análisis, monitoreo y articulación con organizaciones sociales, Lacerda ofrece una lectura crítica sobre el funcionamiento real de la arena política internacional.

“Siempre hay una insatisfacción, porque en la arena global los países no van a debatir los intereses climáticos de la naturaleza; van a debatir sus propios intereses”, explica. Esta lógica, sostiene, explica el estancamiento recurrente de las negociaciones y la escasa efectividad de muchos acuerdos. Sin embargo, advierte que reducir la COP únicamente a sus resultados diplomáticos sería una lectura incompleta: “la conferencia, junto con la Cumbre de los Pueblos, es algo mucho más amplio, con resultados que se juegan dentro de los países y a nivel regional”.

Uno de esos impactos concretos fue el reconocimiento y la homologación de más de diez territorios indígenas en Brasil, algunos de ellos en espera desde hacía más de tres décadas. “Es una súper conquista. Ahora hay una ley que regula un territorio ancestral que estaba en disputa hace más de 20 años”, subraya. Para Lacerda, estos avances no pueden entenderse sin el rol histórico del movimiento indígena, que ha desarrollado estrategias sostenidas de organización, resistencia y acción política.

La COP30, además, se desarrolló en un contexto democrático que permitió una participación ciudadana inédita. La apertura de la zona verde al público general transformó el evento en un espacio de encuentro directo entre negociadores y sociedad civil. “Tuvimos más de 70 mil personas en las calles y por primera vez la zona verde se abrió para cualquiera”, recuerda. Esta democratización, afirma, ejerció una presión directa sobre las negociaciones oficiales y permitió destrabar agendas históricamente paralizadas del campo socioambiental.

Para Lacerda, lo vivido en Belém marcó también un punto de inflexión en la forma en que la Compañía de Jesús se ha hecho presente en las cumbres climáticas. A diferencia de otras COP, esta vez se logró —en sus palabras— “un momento histórico en el modelo de representación”, con una estrategia alineada desde la Curia hasta la articulación continental y la presencia local. Las cuatro agendas estratégicas por la justicia climática, conectadas con las Preferencias Apostólicas Universales, permitieron una presencia cohesionada y una voz común.

El verdadero desafío, concluye, comienza después de la COP: sostener en el tiempo ese alineamiento, monitorear las agendas estratégicas y traducir los lenguajes técnicos para que las comunidades puedan discernir críticamente los proyectos que afectan sus territorios. De fondo, advierte, está una cuestión política ineludible: “no hay cómo garantizar el cuidado de la casa común con una democracia fragilizada”. En América Latina, hablar de cambio climático y ecología integral es hablar de justicia y fortalecimiento democrático. Porque —como recuerda Laudato si’— todo está interconectado.

Cuando la democracia se juega en el territorio

Si, como advertía Luiz Felipe Lacerda, no hay justicia socioambiental posible sin democracias vivas y sin un seguimiento real de los compromisos asumidos, esa afirmación adquiere cuerpo y urgencia cuando se escucha a quienes habitan los territorios más afectados. En la COP30, esa conexión entre política global y vida cotidiana estuvo presente en la voz de Patricia Gualinga, lideresa indígena ecuatoriana y vicepresidenta de la Conferencia Eclesial de la Amazonía (CEAMA), para quien el debate climático no es abstracto ni técnico: es una cuestión de supervivencia.

Desde Belém, Gualinga puso palabras a lo que muchas comunidades amazónicas vienen denunciando desde hace décadas: la participación indígena sigue siendo, en muchos casos, más simbólica que vinculante. Aunque reconoce avances en el reconocimiento de derechos y en la visibilidad de las demandas históricas, su balance es crítico. “No fue una COP indígena —señala—. Fue una COP en territorio indígena”. La diferencia no es menor: mientras las decisiones continúen concentradas lejos de quienes viven las consecuencias del colapso climático, los acuerdos seguirán siendo frágiles.

“No fue una COP indígena —señala—. Fue una COP en territorio indígena.”

En ese escenario, el papel de la Iglesia —y particularmente de la CEAMA— aparece como un factor clave de articulación. Para Gualinga, la presencia eclesial permitió que las voces de los pueblos no quedaran aisladas en la Cumbre de los Pueblos, sino que dialogaran, tensionaran y acompañaran los espacios oficiales. “No es lo mismo que lo diga solo un movimiento social, a que lo diga también un cardenal”, explica, subrayando cómo esa alianza amplificó un mensaje común: la crisis climática es inseparable de la justicia, de los derechos y de la defensa de la vida.

Así, lo que Lacerda plantea como un desafío estratégico —bajar los grandes acuerdos a los territorios, fortalecer la participación y sostener el monitoreo en el tiempo— encuentra en la voz de Patricia Gualinga su rostro más concreto. Porque, como ella misma recuerda, no habrá transición justa ni democracia ambiental posible mientras los pueblos indígenas sigan siendo invitados a la mesa, pero no parte real de las decisiones.

Donde la fe se vuelve camino: sembrar esperanza más allá de la COP

Si la COP30 dejó una certeza para la Compañía de Jesús, es que la incidencia no se mide solo en párrafos de un documento final ni en declaraciones oficiales. Se juega, más bien, en los márgenes: en los espacios paralelos, en la zona verde, en los encuentros cara a cara donde la sociedad civil, los pueblos indígenas, los jóvenes y las comunidades de fe construyen alianzas, tejen confianzas y sostienen procesos a largo plazo. Son esas —como decía Roberto Jaramillo— las “otras COP”, las que no siempre ocupan titulares, pero donde germinan los cambios más profundos.

Desde ese lugar habla Daniela Alba, coordinadora de incidencia del Secretariado para la Justicia Social y la Ecología, quien vivió esta COP no solo como un evento diplomático, sino como un ejercicio de discernimiento espiritual y político. Para ella, la participación jesuita en Belém estuvo marcada menos por expectativas de impacto inmediato y más por una actitud de escucha y aprendizaje. “La fe es algo que conlleva acción”, afirma, pero esa acción —insiste— no comienza en las salas de negociación, sino en el territorio, allí donde las comunidades viven a diario las consecuencias de la crisis climática.

En la COP, explica, la Compañía no ocupó asientos en las mesas de negociación, pero sí llevó consigo voces que rara vez son escuchadas: jóvenes, lideresas indígenas, comunidades acompañadas por obras jesuitas en distintas partes del mundo. Esa fue, quizá, la diferencia más clara de esta presencia: no hablar en nombre de, sino caminar con. “Aprendiendo, escuchando y acompañando el territorio”, resume Alba, consciente de que los procesos reales no se imponen desde arriba ni se resuelven en dos semanas.

Su reflexión va más allá de lo estratégico. Hay, en sus palabras, un llamado a reconocer también la propia pobreza: la distancia entre el discurso y las prácticas, entre el saber acumulado y la conversión cotidiana. En ese sentido, la COP se vuelve espejo incómodo y, a la vez, oportunidad. Un espacio donde la espiritualidad ignaciana se traduce en examen, humildad y compromiso sostenido. Porque —como recuerda— los cambios verdaderamente transformadores no son rápidos ni espectaculares: crecen lento, como semillas cuidadas en común.

Al final, la apuesta es clara y exigente: no reducir la COP a un evento, sino asumirla como proceso; no delegar la justicia climática a los gobiernos, sino sostenerla desde la sociedad civil organizada; no separar fe y política, sino entender que, en América Latina, hablar de ecología integral es hablar de justicia, de democracia y de vida digna. “Hay más trabajo que vida”, repite a menudo Roberto Jaramillo. Y quizá ahí esté la clave de este camino compartido: seguir, paso a paso, sin llegar tarde otra vez, sembrando hoy lo que otros —mañana— tendrán que cuidar.

La COP termina. Los procesos continúan. Y, como recuerdan quienes caminaron Belém desde la fe y el territorio, la justicia climática no se negocia solo en documentos: se construye, paso a paso, allí donde la vida está en juego.

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Álvaro Fabián Suárez
Álvaro Fabián Suárez

Editor de la Revista Intercambio. Periodista y comunicador audiovisual. Bachiller en Periodismo por la Universidad Antonio Ruiz de Montoya.

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