Los discursos políticos sobre la inmigración en Estados Unidos y Europa sugieren que el mundo vive hoy lo que el sociólogo australiano Stephen Castles y el politólogo estadounidense Mark Miller denominan “la era de la migración”. Sin embargo, de acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el porcentaje de la población mundial que vive en un país en el que no nació se ha mantenido relativamente estable alrededor de 3% en las últimas décadas.
No vivimos “la era de la migración”. Vivimos una era de politización de las migraciones.
La migración internacional abarca tanto los flujos de migrantes por razones económicas como también los flujos de refugiados que huyen de sus países de origen para salvar sus vidas o para preservar sus libertades, y que tienen derecho a recibir protección bajo múltiples convenios internacionales. Es importante destacar que la distinción entre migrantes forzados y voluntarios no siempre es clara, y que quién cuenta como refugiado depende de la definición internacional, regional o nacional que se aplique.
Dado que las migraciones internacionales son procesos complejos que contienen múltiples causas, motivaciones y actores, tanto en los países de origen como de destino, así como redes sociales y de traficantes de migrantes globales, la efectividad de las políticas migratorias es limitada. Sin embargo, dichas políticas -y hasta los discursos sobre potenciales políticas migratorias-, a menudo tienen efectos no intencionados y hasta contrarios a sus objetivos oficiales.
"Con el fin de disuadir a mujeres de ingresar a Estados Unidos con sus hijos en situación irregular, el Ejecutivo ha propuesto que las autoridades estadounidenses los separen al ingresar al país".
Con respeto a la recepción de los inmigrantes, quienes diseñan las políticas públicas confrontan tensiones entre consideraciones económicas frente a las fluctuantes necesidades de mano de obra, y la “deseabilidad” de la inmigración desde el punto de vista de sus electorados nacionales. En el caso de la llegada de refugiados, se suman obligaciones internacionales y morales, mientras la opinión publica a menudo refleja las mismas reservas que existen frente a la inmigración económica. Entre estas se encuentran, en primer lugar, los temores sobre el impacto negativo de los inmigrantes en el mercado laboral –el miedo de que podrían quitarles empleos a los nativos y generar una presión salarial a la baja-. En segundo lugar, se encuentran los miedos basados en estereotipos culturales sobre la supuesta incapacidad de los inmigrantes de integrarse a las llamadas culturas occidentales. A eso se suman, desde el 11 de septiembre de 2001, preocupaciones de seguridad nacional en el caso de los inmigrantes musulmanes, a quienes se los percibe como potenciales terroristas fundamentalistas.
La mayoría de estudios existentes consideran que el impacto económico de las migraciones internacionales es positivo en las sociedades de destino. A su vez, encuentran que las tasas de crímenes cometidos por inmigrantes son, a menudo, más bajas que las que se dan entre los nativos. Con respeto al terrorismo islámico fundamentalista, los expertos concuerdan en que los principales factores de riesgo son la falta de integración y el aislamiento social de la segunda o tercera generación de inmigrantes musulmanes (muchas veces ciudadanos estadounidenses o europeos). Coinciden también en que los discursos y políticas islamófobas sirven a grupos fundamentalistas en sus campañas de reclutamiento. Sin embargo, también es cierto que la inmigración de larga data ha contribuido a la transformación de muchas comunidades locales alrededor de Estados Unidos y Europa. Si bien históricamente estos no son procesos novedosos, sirven para alimentar las políticas de identidad basada en el rechazo del otro.
En este contexto, existe una evidente paradoja en las políticas migratorias en Europa y los Estados Unidos. Con el fin de apelar a ciertos sectores del electorado, desde la década de 1980, políticos de ambas regiones se han embarcado en discursos migratorios cada vez más restrictivos –sobre todo respecto de la inmigración irregular-. Sin embargo, dados los beneficios económicos para el conjunto de la sociedad, una vez en el gobierno han aceptado la entrada y residencia de un gran número de indocumentados. A su vez, muchos gobiernos han extendido los derechos que otorgan a sus connacionales a los refugiados, una vez que estos son reconocidos como tal en su territorio, pero han hecho la llegada a su territorio -y por lo tanto el pedido de asilo- cada vez más difícil.
En el caso de Estados Unidos, parar la inmigración irregular de mexicanos y la entrada de inmigrantes musulmanes en general, fueron promesas electorales centrales de Donald Trump. Durante la carrera presidencial del año pasado, Trump anunció la deportación de los 11 millones de migrantes indocumentados y la construcción de un muro con México –el cual iba a ser financiado enteramente por el vecino del sur-. Si bien muchos pensaron que Trump iba a moderar sus posiciones una vez en la Casa Blanca, este no ha sido el caso. En el primer mes y medio de sus presidencia, Trump aprobó órdenes ejecutivas para iniciar la construcción del muro en la frontera con México, imponer sanciones a “ciudades santuario” que se niegan a colaborar en la persecución de inmigrantes irregulares, suspender el programa de refugiados sirios y vetar la entrada al país de ciudadanos de siete países mayormente musulmanes, y –luego de masivas protestas públicas y la intervención por jueces federales– el otorgamiento de nuevas visas a seis países de mayoría musulmana. A diferencia del proyecto de ley de reforma migratoria bipartidista, impulsado por Obama, la política de Trump no prevé caminos a la legalización de los inmigrantes irregulares.
Por el contrario, Trump ha ido aún más lejos. Ha ordenado detenciones, arrestos y encarcelamientos, y la elaboración de una lista semanal de crímenes cometidos por inmigrantes que despierta el espantoso recuerdo de similares listas contra los judíos durante el régimen Nazi en Alemania. Con el fin de disuadir a mujeres de ingresar a Estados Unidos con sus hijos en situación irregular, el Ejecutivo ha propuesto que las autoridades estadounidenses los separen al ingresar al país. Muchas de estas mujeres huyen de situaciones de violencia generalizada en los países centroamericanos y, según defensores de derechos humanos, se les debe otorgar el estatus de refugiadas. Separarlas de sus hijos una vez que, en teoría, están a salvo, es una propuesta que linda con el cinismo y que podría causar traumas de por vida en miles de madres y niños.
La nueva ortodoxia de Donald Trump tiene poco que ver con la realidad que enfrenta su país. En su campaña, Trump prometió parar la inmigración ilegal y sobre todo la entrada de mexicanos ilegales que, según él, "traen drogas, crimen y son violadores". Para empezar, el número de inmigrantes que entran de manera ilegal a EEUU, tanto como la proporción de inmigrantes latinoamericanos, se ha reducido en la última década. Desde el año 2008 han llegado más inmigrantes de Asia que de América Latina y han sido más mexicanos los que salen de Estados Unidos que los que ingresan al país. Según el Centro de Investigaciones Pew, de 2009 a 2014 hubo un flujo neto de salida (llegadas menos salidas) de 140.000 personas.
Con respeto al crimen, la evidencia sugiere que los inmigrantes en Estados Unidos son menos propensos a cometer crímenes que sus pares nativos. Según el New York Times, alrededor del 1,6 por ciento de hombres inmigrantes entre 18 y 39 años de edad terminan encarcelados, a diferencia del 3,3 por ciento de estadounidenses nacidos en el país del mismo grupo de edad. Entre los hombres nacidos en Estados Unidos que no tienen estudios superiores, la cifra de encarcelados es de 11 por ciento. En cambio, solamente entre el dos y tres por ciento de los inmigrantes mexicanos, guatemaltecos y salvadoreños con similares niveles educativos terminan en la cárcel.
Es importante destacar que los migrantes irregulares tampoco la pasaron bien durante la presidencia de Obama: entre 2009 y 2015 el gobierno de Obama deportó a más de 2,5 millones de personas –números que superaron a los de su antecesor George W. Bush– e hicieron que el ex presidente fuera bautizado como el "deportador en jefe". Sin embargo, en las vidas de los inmigrantes no impactan solamente las políticas implementadas, sino también los discursos sobre la inmigración y la incertidumbre sobre las potenciales políticas. Si bien Obama deportó a millones de inmigrantes con antecedentes criminales, destacó al mismo tiempo el aporte positivo de los inmigrantes a la sociedad y la economía estadounidenses, y enfatizó la importancia de proteger los derechos de los inmigrantes, en particular de los niños.
Es difícil saber cuales serán los efectos de las políticas de inmigración de Trump en el mediano y largo plazo. Douglas Massey, profesor de sociología de la Universidad de Princeton, ha demostrado que en el pasado políticas restrictivas de ingreso han resultado en el aumento de la población irregular residente en EEUU. Los inmigrantes mexicanos y latinoamericanos seguían cruzando la frontera sur de EEUU (aunque les costara varios intentos) pero una vez en territorio norteamericano se instalaban de manera definitiva para no arriesgar otro cruce y su posible deportación.
El impacto del discurso de Trump ha sido inmediato y tóxico no solo para los inmigrantes sino también para la sociedad estadounidense en su conjunto. En la sombra del discurso xenófobo e islamófobo de Trump, han aumentado significativamente los crímenes de odio contra latinos y musulmanes. El discurso del rechazo y del odio causa miedo. Muchos inmigrantes irregulares en EEUU temen salir de sus casas para trabajar, hacer sus compras, ir al médico o la farmacia y padres han dejado de mandar a sus hijos al colegio.
La migración es un fenómeno humano natural que responde a las necesidades de los individuos de mejorar sus condiciones de vida y, en algunos casos, hasta de sobrevivir. Es un proceso fundamentalmente político, ya que implica una serie de negociaciones a nivel de los individuos y familias, las sociedades, los gobiernos y los bloques trasnacionales. Al mismo tiempo, es un fenómeno altamente politizado que muchas veces es utilizado para construir identidades nacionales basadas en el miedo o hasta el odio hacia el extranjero. Por esa razón, la migración internacional también nos debe servir para cuestionar los niveles de empatía que tenemos con aquellos que, por azar, nacieron en lugares y posiciones menos favorables.
Otoño 2017
Feline Freier
Profesora del Departamento Académico de Ciencias Sociales y Políticas de la Universidad del Pacífico e investigadora del CIUP. Ha brindado asesoría a diversas instituciones y organizaciones internacionales como la Fundación Naumann para la Libertad, la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y la Unión Europea (UE) en Alemania, Argentina, Uruguay, Ecuador y Sudáfrica. Es afiliada del Refugee Law Initiative de la Universidad de Londres e integrante fundador del Colectivo Internacional de Jóvenes Investigadores en Migración (CIJIM).