En agosto del 2003, la CVR entregó su informe sobre la violencia que había azotado el país durante dos décadas consecutivas a fines del siglo pasado; la Comisión encontró que la cifra de víctimas en esos veinte años superaba las 69 mil personas muertas o desaparecidas a manos de organizaciones subversivas o por obra de agentes del Estado. Sin embargo, como bien decía S. Lerner, Presidente de la CVR, al momento de la entrega del informe: “Los números no bastan para ilustrarnos sobre la experiencia del sufrimiento y el horror que se abatió sobre las víctimas”. Los testimonios de las víctimas, vertidas en las audiencias públicas, daban cuenta de ello y del sufrimiento vivido por sus familiares, como es el caso de Liz Rojas Valdez, quien al momento de rendir su testimonio ante la CVR (en Ayacucho) tenía 23 años. Su madre fue desaparecida el 17 de mayo de 1991: “hasta este momento yo no estoy tranquila yo no soy feliz, no soy feliz, todas las cosas para mí han sido un sacrificio desde el momento en que mi madre desapareció. Todo... nada fue fácil para mí, nada, nada fue fácil. Tuve que hacer miles de cosas para sobresalir, mi hermano igual, y nosotros necesitamos, tenemos derecho a ser feliz”.
Según el Informe, de cada cuatro víctimas de la violencia tres fueron campesinos o campesinas cuya lengua materna era el quechua, un amplio sector de la población históricamente ignorado –hasta en ocasiones despreciado– por el Estado y por la sociedad urbana, aquella que sí disfruta de los beneficios de la comunidad política. “El insulto racial -el agravio verbal a personas desposeídas- resuena como abominable estribillo que precede a la golpiza, al secuestro del hijo, al disparo a quemarropa”, sostenía S. Lerner. El Informe mostró al país que es imposible vivir con el desprecio.
Luego de diez años, todavía persisten situaciones de exclusión. Poblaciones campesinas, especialmente de zonas andinas y amazónicas, siguen sufriendo altos niveles de pobreza, menor educación de calidad y mayor incidencia de enfermedades y discriminación que otros grupos. Esta situación no es producto del azar sino que obedece a agendas políticas en la construcción del Estado que tradicionalmente ha pretendido ignorar la diversidad cultural existente en el territorio peruano. El Perú, en efecto, ha sido y es un lugar de tensión intercultural. La situación de marginación y exclusión dificulta el proceso de construcción de una identidad nacional que integre la diversidad cultural. Hay necesidad, por tanto, de promover espacios de diálogo razonables que posibiliten la construcción de un sistema democrático que garantice los derechos fundamentales de todas las personas.
César Torres Acuña