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Edición Nº 36

Estado y violencia contra la mujer
23 de diciembre, 2016

Cada cierto tiempo, el problema de la violencia hacia las mujeres aparece en el discurso estatal en clave de alarma. Ante el reclamo de las organizaciones sociales, las autoridades del gobierno o del sistema nacional de justicia afirman su importancia y anuncian medidas para atenderlo. Es el caso, por ejemplo, del compromiso del Poder Judicial de optimizar la justicia para las víctimas[1] o del Ministerio del Interior[2] de erradicar el machismo en la policía, como reacción a la reciente marcha “Ni una menos” contra la violencia de género. Sin embargo, las medidas tomadas por dichas instituciones a lo largo del tiempo han tenido impactos limitados. Así, entre el 2009 y el 2014, el porcentaje de mujeres que sufrieron violencia física por su esposo o compañero sólo varió en un 5.8%[3]. Existe pues, un desfase importante entre lo que el Estado hace, o dice que hará, y lo que logra hacer.

Un aspecto poco considerado que influye en el desfase entre el discurso y la práctica -y que merece mayor atención- es la tendencia legalista y formalista de las instituciones estatales en el abordaje de la violencia hacia las mujeres. Esta se manifiesta cuando se prioriza la aprobación de normas y planes sin que estén acompañados de acciones concretas, evaluaciones empíricas o presupuestos suficientes. Así, el antiguo Plan Nacional contra la Violencia hacia la Mujer 2009-2015 tuvo como uno de principales logros la aprobación, a su vez, de planes regionales[4]. Mientras, el Ministerio Público, el Ministerio de Salud y la Policía Nacional aprobaron una multiplicidad de directrices, guías y protocolos que no son aplicados por sus funcionarios, quienes alegan desconocer su contenido[5]. A pesar de ello, las normas siguen aprobándose en la creencia de que conducirán a transformaciones sociales importantes.

Además, la tendencia se hace evidente en la predominancia de los discursos de penalización y judicialización sobre las estrategias de acción social. Esto conlleva a la asignación de un rol preponderante a los funcionarios especializados, sean policías, jueces o fiscales, en la atención de las denuncias. Al mismo tiempo, resta importancia a la atención en salud mental y al rol que desempeñan los actores sociales. Es el caso de las promotoras de salud o las defensoras comunitarias, organizaciones compuestas por hombres y mujeres que atienden casos de violencia, aconsejan a las parejas y acompañan a las mujeres ante las autoridades estatales en las zonas rurales[6]. Si bien ellas brindan un apoyo social que es altamente valorado por las mujeres, aunque tiende a ser el más escaso[7], su labor ha sido incorporada limitadamente en las políticas estatales.

Finalmente, tanto el formalismo como el legalismo presuponen una uniformización y abstracción que tienden a ignorar la diversidad social, política, económica y cultural en que se esperan producir los cambios sociales. Estos requieren procesos de formación y acompañamiento sostenidos y basados en un conocimiento suficiente del contexto. Ciertamente, la acción de los gobiernos regionales y locales, concentrada en la producción de planes y ordenanzas, y sujeta a proyectos de inversión pública de corto plazo, no alcanza dichos propósitos. Por la misma razón, presenta dificultades para incorporar experiencias interesantes, como la Estrategia de Prevención, Atención y Protección frente a la Violencia Familiar y Sexual en Zona Rural, promovida por el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables que requiere ser revalorada por sus prácticas articuladoras y su adaptabilidad local.

Se tendría que indagar por los factores institucionales o el perfil de los profesionales de la policía que tienden a culpar a las mujeres por haberla causado (“no atender adecuadamente al esposo”) o no hacen caso a sus denuncias.

Cabría preguntarse entonces si esta cotidiana disociación entre la producción normativa y su implementación no es la expresión estatal de una resistencia a los cambios en las relaciones de poder y a la reconfiguración de identidades, que implica atender el problema de la violencia. Mantenerse en el plano del deber ser, consustancial a las normas estatales, siempre resulta más cómodo. Salir de él supone recordar que la violencia hacia las mujeres es un problema estructural y que no solo surge por “malos entendidos” o desconocimiento. Por tanto, se tendría que indagar por los factores institucionales o el perfil de los profesionales de la policía que tienden a culpar a las mujeres por haberla causado (“no atender adecuadamente al esposo”) o no hacen caso a sus denuncias[8].

Además, habría que tener presente el aspecto relacional de la violencia, caracterizado por la desigualdad de poder entre hombres y mujeres, y sus diversas configuraciones culturales[9]. Ello exigiría una especial atención en las expectativas, necesidades y el rol que pueden asumir las mujeres para cambiar su situación. Así se podría entender que algunas quieran denunciar y no lo hagan por vergüenza[10], mientras que otras prefieran apoyo para el cambio de sus parejas; y que la violencia sexual sea vivida de manera distinta en las zonas urbanas y rurales[11]. También llevaría a repensar las concepciones de violencia considerando los contextos históricos, por ejemplo, el hecho de que las relaciones tensas y violentas, que llevan a las mujeres Awajún al suicidio, se explican también en la humillación que sienten los hombres al no proveer de los recursos de caza (carne de monte y pesca) debido a su desaparición[12] causada por la alteración ambiental.

Es cierto que la aprobación de normas y planes, en especial con un alto consenso social, constituyen puntos de partida importantes. Más aún, si como la actual Ley N° 30220, Ley para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres y los integrantes del grupo familiar, y el Plan Nacional contra la Violencia de Género 2016-2021, otorgan un peso significativo al cambio cultural y a la articulación social. Sin embargo, su concreción exige un ejercicio de autoevaluación y reflexión en las instituciones del Estado que les permita hacer frente al formalismo y legalismo que las permea, mientras hacen frente a la violencia. Un punto de partida consiste en dejar de esperar que se cumpla el ideal normativo de contar con instituciones y servicios estatales armoniosamente articulados, por ejemplo, para la aplicación de las medidas de protección contempladas en la Ley, y desarrollar acciones desde lo posible y lo local. Se puede partir por valorar los recursos, experiencias y escenarios de encuentro de las organizaciones sociales y las autoridades estatales. Estos constituyen ámbitos privilegiados para construir concepciones compartidas sobre el problema de la violencia y acordar acciones efectivas para atenderlo, por ejemplo, a través de medidas de vigilancia familiar o comunal. Esta forma de repensar las acciones estatales puede constituir una pista importante para transitar de los discursos verbales y escritos basados en lo “políticamente correcto” hacia las prácticas correctas para atender el problema de la violencia hacia las mujeres.

[1] Perú 21. (2016). Ni Una Menos: Poder Judicial anuncia nuevas medidas tras controversiales fallos a favor de agresores (13 de agosto). En: http://peru21.pe/actualidad/ni-menos-poder-judicial-anuncia-nuevas-medidas-controversiales-fallos-favor-agresores-2254544
[2] Gestión. (2016). Basombrío sobre ‘Ni una menos’: “Hay un trabajo por erradicar el machismo de la Policía”.
[3] INEI. (2015). Perú. Encuesta Demográfica y de salud Familiar – ENDES 2014. Lima: INEI
[4] Defensoría del Pueblo. (2013). Informe de Adjuntía N° 003-2013-DP/ADM “Balance sobre el cumplimiento del Plan Nacional contra la Violencia Hacia la Mujer 2009-2015”. Lima: Defensoría del Pueblo.
[5] Guerrero, R. (2006). Los servicios de salud para las víctimas de violencia sexual: un análisis del cumplimiento de los compromisos nacionales e internacionales. Lima: 2006.
[6] Vivero, A. B. (2014). Promoviendo la justicia propia, dejando atrás un trato indigno. Resultados de un estudio sobre cambios en sistemas legales indígenas y campesinos en seis localidades andinas. Quito: Andinagraph.
[7] Buesa, S. & Calvete, E. (2013). Violencia contra la mujer y síntomas de depresión y estrés postraumáticos: el papel del apoyo social, International Journal of Psychology and Psychological Therapy, 13(1), p. 31-45.
[8] Meléndez, L. & Rosas, C. (2010). Acceso a la justicia para mujeres en situación de violencia: estudio de la comisaría de mujeres de Villa El Salvador. Lima: Centro de la Mujer Peruana Flora Tristán y Movimiento Manuela Ramos.
[9] Cohen, D. (2001). Cultural variation: Considerations and implications, Psychol Bull, 127(4), p. 451-71.
[10] Vargas Machuca, R. & Velarde, Chaska. (2007). Evaluación de la ruta crítica del sistema policial-judicial en los casos de violencia familiar en los distritos de San Juan de Miraflores, Villa El Salvador y Villa María del Triunfo. Lima: Movimiento Manuela Ramos.
[11] Aguilar, R. & Rosas, G. (2008). Percepción de la mujer frente a la violencia sexual, atendidas en el Hospital Regional de Cajamarca, noviembre 2008 y octubre 2009. Cajamarca: Universidad Nacional de Cajamarca.
[12] Tuesta, I.; García M. & otros. (2012). Suicidio adolescente en Pueblos Indígenas. Tres estudios de caso. Panamá: UNICEF.


Roxana Vergara Rodríguez

Gestora de la Maestría en Investigación Jurídica de la Pontifica Universidad Católica.

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