Como en el título de la célebre novela Tiempos difíciles (1854) de Charles Dickens, no es una exageración señalar que la universidad se encuentra atravesando también por ‘tiempos difíciles’, aunque algunos prefieren llamarla crisis y otros, más radicales todavía, aluden a un estado de enfermedad terminal. Nuevas y crecientes demandas han puesto en cuestión su razón de ser profunda, pese a que se reconoce en ellas a una institución esencial para el desarrollo de una sociedad y de una economía donde el conocimiento debe jugar un papel central en la promoción del bienestar. Los efectos de esta dinámica han traído como consecuencia un cuestionamiento y una nueva priorización de las materias educativas y de las disciplinas consideradas como relevantes para enfrentar los colosales desafíos contemporáneos y, desde luego, los de un futuro no muy lejano. Es claro que en el discernimiento de este asunto se pone en juego la legitimidad social, el prestigio intelectual y la autoridad moral de la universidad. Pero no está demás señalar que se trata de una compleja tensión que, lejos de ser exclusiva al caso peruano o a la región latinoamericana, tiene alcances mundiales.
Como consecuencia de esta tumultuosa nueva realidad, se ha producido confusión e inseguridad acerca de cómo y en dónde plantear los términos de la discusión. De hecho, la educación superior se ha convertido en un campo de batalla entre posiciones enfrentadas, militancias radicales y narrativas contrapuestas. Uno en el que la discusión acerca de los valores y propósitos de la universidad ha sido un tema recurrente que ha dado origen a interminables debates, cuyos argumentos pocas veces han encontrado puntos de encuentro sobre ciertos objetivos comunes. Esta polarización ha hecho cuesta arriba el camino para obtener consensos mínimos que aproximen las posiciones extremas. Una breve taxonomía de esas tensiones las he examinado en otro lugar, pero lo esencial de esa controversia puede ser resumido de la manera siguiente. Para algunos, esta época está siendo testigo de la muerte lenta de la universidad: la mercantilización de su vida intelectual, la burocratización cada vez más jerarquizada de su estilo de gestión, la progresiva privatización de la educación superior en desmedro de la pública, la pérdida de la capacidad de autogobernarse democráticamente, la declinación del ethos colegiado para tomar decisiones institucionales, el explosivo crecimiento de los colaboradores administrativos, el excesivo productivismo académico de los investigadores y la paralela declinación en el prestigio de la actividad docente, entre otras evidencias, constituyen el testimonio más elocuente de esta sensación generalizada que ha transformado la universidad en un lugar poco agradable y estimulante para desarrollar el trabajo académico concentrado. De hecho, los más severos críticos consideran que se ha extraviado ese ‘honorable linaje’ que la convertía en un espacio privilegiado de las sociedades modernas para someter toda ideología y construcción intelectual a un severo escrutinio y a una crítica sistemática.
La educación superior se ha convertido en un campo de batalla entre posiciones enfrentadas, militancias radicales y narrativas contrapuestas.
Desde la otra orilla, se encuentran quienes sostienen que el lucro y la competencia entre las universidades por la ‘excelencia académica’ conducirán a un uso social óptimo de los recursos públicos disponibles -que siempre son escasos frente a las crecientes necesidades-, pues la oferta tenderá a ajustarse a una demanda cada vez más diversa, exigente y sofisticada proveniente de estudiantes que actúan como si fueran consumidores operando frente a un commodity más, exactamente igual a como lo harían en cualquier otro mercado. Desde esta perspectiva, que no sin una cierta arrogancia reclama hablar en nombre de la realidad y de las urgencias del mercado laboral, la función central de la universidad es la de servir a fines económicos y entrenar a los estudiantes, considerados como consumidores, en carreras altamente demandadas que atiendan las necesidades de una economía que se diversifica y especializa. En este marco, los objetivos instrumentales adquieren una mayor preeminencia que los valores cívicos y republicanos de la que es portadora la universidad.
En este contexto, ha ganado un mayor terreno el interés por examinar el contenido y propósito de la educación y de los planes de estudio que los estudiantes reciben en las aulas universitarias. Algunos autores han abordado en profundidad el tipo de conocimientos pertinente para formar jóvenes cuyas vidas discurrirán en un mundo de complejidad creciente y en el que la tecnología jugará un papel central en su educación. Para eso, han tenido que ir contra la corriente y abrirse paso en una jungla de conceptos y categorías instrumentales que han alentado falsas creencias y colonizado el debate contemporáneo sobre la educación superior con un lenguaje utilitario. Para ellos, la educación liberal puede convertirse en un antídoto contra la indefensión a la que nos empuja el mundo contemporáneo, pues proporciona a la juventud el poder de controlar sus propias vidas, contribuye a una mayor capacidad para ser trabajadores productivos, pero también estimula a estar interesados en ser buenos compañeros, amigos, padres y ciudadanos. Más aún, ayuda a construir vidas más elaboradas, introspectivas e integrales, menos sometidas a las pasiones materiales, más interesadas en las consecuencias morales de sus actos y en el cultivo de virtudes como la bondad, la honestidad y la belleza.
Esa forma de educación supone cultivar entre los estudiantes una inteligencia que expanda su potencial de aprendizaje, que utilice la tecnología a su disposición como un medio y no como un fin en sí mismo, que sea capaz de examinar la complejidad de la realidad de una manera sistémica y que no sucumba frente a los riesgos esterilizadores de la hiper-especialización. Esto impedirá que el ‘despotismo tecnocrático o comercial’ reduzca a los individuos a llevar la vida del hormiguero, empobrecida en cuanto a la obtención de conocimientos más amplios, alienada de su sentido más permanente, mecanizada en sus aprendizajes y deshumanizada en sus búsquedas espirituales. La historia está llena de ejemplos acerca de cómo la acumulación de poder en manos de quienes se consideran expertos ha conducido a que se vuelvan relativamente inmunes al control democrático.
Autores como Martha Nussbaum, Edgard Morin y Howard Gardner han escrito obras específicamente dedicadas a pensar acerca del tipo de educación que será necesario desarrollar en los sistemas de educación superior contemporáneos, si queremos fortalecer nuestros sistemas democráticos. Su denominador común está asociado a la idea de que es necesario impulsar un pensamiento crítico entre los estudiantes, uno que no se someta al poder avasallador de la autoridad y a un seguimiento ciego de la tradición. Desde su perspectiva, solo a través del cultivo de nuestra propia humanidad, de desarrollar hábitos mentales críticos, de hacernos cargo de nuestros sentimientos de vulnerabilidad y de finitud, se podrán desarrollar las virtudes que sean el cimiento de instituciones democráticas cuya defensa estará a cargo de ciudadanos moralmente equilibrados.
¿Qué y cómo ha cambiado lo que los profesores enseñamos? ¿Qué y cómo ha cambiado lo que los estudiantes aprenden? ¿Es posible desactivar las comprensibles resistencias y el conservadurismo de las disciplinas para innovar la manera en que son transmitidos sus contenidos? ¿Cuáles deberían ser las características más importantes de una pedagogía dirigida a estimular la comprensión razonada de las incertidumbres que genera la producción continua de conocimiento? ¿Es irresoluble la tensión que se genera entre una educación especializada y otra más general?; es decir ¿entre la educación vocacional orientada a lo práctico y la liberal más interesada en la argumentación, el cultivo de la imaginación y el desarrollo del pensamiento crítico? ¿Cómo estimular en los jóvenes el interés y la pasión por comprender los procesos mentales que organizan nuestro pensamiento, el efecto inmensamente liberador que produce el conocimiento, esa ‘aventura de las ideas’ a la que hacía referencia el matemático y filósofo inglés Alfred N. Whitehead? ¿Las respuestas a las preguntas anteriores deberían estar determinadas por las demandas económicas exteriores a la universidad o por la originalidad, curiosidad y el desarrollo interno de las distintas disciplinas que la conforman? Se trata de asuntos frente a los cuales es ineludible ensayar respuestas que rompan con la inercia que parece aprisionar a las instituciones de educación superior en la actualidad.
Invierno 2018
Felipe Portocarrero Suárez
Profesor principal y jefe del Departamento Académico de Ciencias Sociales y Políticas de la Universidad del Pacífico