La inseguridad ciudadana y el crimen organizado siguen siendo desafíos críticos para Perú. En medio de una creciente preocupación por la violencia y el impacto de las bandas criminales, la reflexión profunda sobre la situación del país y sus soluciones es más urgente que nunca.
Para entender mejor este panorama, hablamos con José Luis Pérez Guadalupe, exministro del Interior, sociólogo, teólogo y educador. Con su experiencia política y su labor como agente de pastoral carcelaria en el penal de Lurigancho, Pérez Guadalupe ofrece una reflexión única sobre la seguridad en el país, abordando tanto los factores sociológicos como las perspectivas desde la fe y la justicia social.
Desde su experiencia como ministro del Interior, ¿cuáles considera que son las causas principales de la inseguridad ciudadana y el crimen organizado en el Perú?
Existen muchas perspectivas. La pregunta clave en criminología siempre ha sido: ¿Por qué surge el crimen o los delincuentes? La inseguridad ciudadana está vinculada, en primer lugar, a la falta de paz social y a una sociedad polarizada y violenta. La delincuencia, como explicaba Durkheim, es un fenómeno normal en cualquier sociedad; lo que marca la diferencia es la capacidad del Estado para enfrentarla. En el Perú, no solo enfrentamos delincuencia común, sino también crimen organizado transnacional, que requiere respuestas complejas. Lamentablemente, el país carece de una política de prevención sólida y de estrategias eficaces para atender a los sectores más vulnerables. Esto refleja un Estado débil, incapaz de implementar medidas consistentes.
Además, la desinstitucionalización agrava el problema. Desde 2016, hemos tenido 24 ministros del Interior, en apenas ocho años, lo que evidencia una gestión política inestable. Sin instituciones sólidas ni una visión a largo plazo, es imposible combatir eficazmente la delincuencia. El resultado es un panorama desalentador en el corto plazo, donde no solo fallamos frente al crimen, sino también en fortalecer al Estado como garante de seguridad y orden.
"Sin instituciones sólidas ni una visión a largo plazo, es imposible combatir eficazmente la delincuencia."
Las recientes protestas y huelgas, como las del sector transporte, reflejan un hartazgo frente al avance del crimen organizado y la inseguridad generalizada. ¿Cómo debería responder el Estado para recuperar la confianza ciudadana y garantizar la paz social?
Lo que estamos viendo en el Perú es inédito. Las protestas de los transportistas, que incluso involucraron a varios gremios, no fueron por el precio del combustible o los pasajes, sino por la inseguridad, especialmente la extorsión y el cobro de cupos. Esto refleja cómo el crimen organizado está afectando a sectores clave de la sociedad. Para enfrentarlo, necesitamos un Estado fuerte con instituciones sólidas, algo que actualmente no tenemos. Incluso en países como Chile, donde las instituciones son más robustas, lidiar con la criminalidad transnacional es un desafío. En nuestro caso, con un gobierno debilitado y desinstitucionalizado, la situación es mucho más compleja.
Este problema no se va a solucionar con acciones milagrosas ni con ministros "superhéroes". Se requiere un gabinete cohesionado y un liderazgo sólido desde la presidencia. Pero la realidad es desalentadora: los ministros duran apenas meses en sus cargos, enfrentan cuestionamientos constantes y están más preocupados por defender al gobierno que por resolver los problemas. Además, el Congreso no solo no contribuye, sino que agrava la crisis. En estas condiciones, lamentablemente, es difícil esperar un cambio en el corto plazo. No hay soluciones mágicas ni inmediatas, y, sinceramente, el panorama actual justifica el pesimismo.
Con la reciente aprobación de la ley que otorga a la Policía Nacional la autoridad exclusiva para investigaciones preliminares, excluyendo a la Fiscalía, ¿qué tipo de reformas deberían implementarse en la Policía y en el sistema de seguridad en general?
Frente a un nivel de inseguridad tan alto, se requiere un compromiso integral de las instituciones. Pero lo que tenemos hoy es un Estado desorganizado. Por ejemplo, ya existe el plan Mariano Santos 2030, que detalla lo que necesita la Policía Nacional en términos de estrategia y equipamiento. Sin embargo, el problema no es la planificación, sino la falta de ejecución. Además, no basta con que la Policía funcione bien si las demás instituciones están fallando. Por ejemplo, la Fiscalía enfrenta limitaciones por leyes recientes, y el sistema penitenciario está colapsado: entre 2011 y 2016 inauguramos diez penales; desde entonces, no se ha construido ninguno, y no se planea hacerlo hasta 2026.
Sin reformas profundas en la policía, el Congreso, la Fiscalía y el sistema penitenciario, es imposible avanzar. Necesitamos un gobierno que coordine y lidere estos cambios. Lamentablemente, hoy carecemos de esa solidez institucional.
"No se trata únicamente de prevenir delitos mediante la intervención policial, sino también de abordar la delincuencia como fenómeno social."
¿Y cómo nuestras instituciones tendrían que trabajar articuladamente para poder lograr esta institucionalidad de la que carecemos?
En criminología hablamos de tres niveles de prevención: primaria, secundaria y terciaria. Es un error pensar solo en la acción policial inmediata o la prevención ocasional. No se trata únicamente de prevenir delitos mediante la intervención policial, sino también de abordar la delincuencia como fenómeno social. Necesitamos políticas preventivas enfocadas en educación y oportunidades, complementadas por una política represiva eficaz.
La institucionalidad es clave. Después de la dictadura de Fujimori, que en algunos aspectos ordenó el Estado pero también lo marcó con corrupción y violaciones de derechos humanos, hubo avances durante los gobiernos de Toledo, García y Humala. Estos continuaron proyectos que dieron estabilidad institucional. Sin embargo, tras la caída de Kuczynski, hemos visto un declive evidente. Hoy, la gestión actual inaugura proyectos como el megapuerto de Chancay o algún nuevo aeropuerto, pero son obras de gobiernos anteriores. El problema es que no se están sembrando nuevos proyectos ni políticas de Estado. Sin esa visión a largo plazo, lo que enfrentamos no es solo una crisis de seguridad, sino de gobernabilidad. Necesitamos retomar la institucionalidad que permita a las próximas generaciones cosechar lo que hoy sembramos.
Y hablando del ámbito carcelario, ¿cómo podrían las prisiones pasar de ser solo centros de castigo a espacios que impulsen la reinserción social de los internos?
El problema de la delincuencia no se ha resuelto en ninguna parte del mundo, aunque en algunos países se ha mitigado significativamente. Sin embargo, el tema carcelario sí tiene soluciones concretas porque es más acotado y manejable. Es posible implementar políticas efectivas, pero carecemos de voluntad política. Por ejemplo, en los últimos diez años no se ha construido un solo penal, lo cual agrava el hacinamiento.
Dicho esto, hay logros importantes que muchas veces pasan desapercibidos. Desde hace una década, no hemos tenido motines, balaceras ni tomas de rehenes en los penales, lo cual es un ejemplo a nivel continental. Esto ha permitido implementar proyectos de reinserción social, como la creación de una orquesta sinfónica de internos que se presenta en escenarios como el Teatro Nacional, obras de teatro provenientes de Lurigancho, o empresas que operan dentro de las cárceles empleando mano de obra penitenciaria.
Este entorno pacificado genera un círculo virtuoso: los internos invierten en mejorar sus espacios, buscan trabajo formal desde la cárcel y se enfocan en sus familias. Aunque el sistema penitenciario peruano enfrenta hacinamiento, falta de presupuesto e infraestructura, el INPE mantiene autoridad y poder, lo que es un logro significativo frente a los problemas de otros países de la región.
Desde una perspectiva eclesial, ¿cómo se entiende la justicia en el sistema penitenciario que tenemos actualmente, marcado por el hacinamiento, la vulnerabilidad y la reincidencia?
Es difícil enseñar justicia en condiciones injustas, como las que prevalecen en las cárceles, donde el hacinamiento constituye una forma de violencia estructural. Un ejemplo claro es el penal de Lurigancho, al que acudo desde hace 38 años y sigo asistiendo como agente de pastoral carcelaria de la Iglesia Católica. Este recinto, diseñado para 3,500 personas, alberga a más de 10,000, dejando a los internos en la incertidumbre incluso para encontrar un espacio donde dormir. A pesar de este panorama, la capellanía ha logrado convertirse en un oasis de rehabilitación y diálogo, ofreciendo talleres, programas de recuperación de adicciones y espacios de reflexión espiritual.
Un desafío reciente fue la llegada masiva de internos venezolanos, cuya distinta cultura carcelaria generó tensiones. En Venezuela, el 62% de los penales están gobernados por los propios presos bajo un sistema de autogobierno, algo totalmente diferente a la gestión del INPE en el Perú. Ante esta situación, desde la capellanía se organizó una mesa de diálogo que reunió a líderes internos, autoridades y organismos del Estado. Este esfuerzo permitió reducir los conflictos y promover la integración. Actualmente, muchos internos venezolanos participan activamente en actividades culturales y deportivas, adaptándose al sistema penitenciario peruano. Esto demuestra que, incluso en contextos adversos, el trabajo articulado y la voluntad pueden generar convivencia y justicia.
"Es difícil enseñar justicia en condiciones injustas, como las que prevalecen en las cárceles, donde el hacinamiento constituye una forma de violencia estructural."
¿Qué opina sobre quienes culpan a la migración masiva y no regulada de ser la principal causa de la delincuencia en el país?
Es importante diferenciar entre la migración forzada por razones humanitarias, como la de muchos venezolanos, y el pequeño grupo de migrantes que ya eran delincuentes en su país. Desde 2017, algunos de estos últimos han impactado la seguridad en países como Perú y Chile, ampliando delitos existentes como extorsión, sicariato o secuestros, pero llevándolos a niveles más letales y organizados. Aunque esta delincuencia difiere de la local, no se trata de una nueva criminalidad, sino de una transformación en su escala, alcance y letalidad. Sin embargo, no toda la migración debe ser vista bajo este lente, pues la mayoría de migrantes busca mejores oportunidades y no está vinculada al crimen.
Desde su experiencia como ministro, agente de pastoral carcelario y teólogo, ¿cómo puede el diálogo entre el Estado, la Iglesia y la sociedad civil contribuir al diseño de políticas más efectivas para enfrentar la inseguridad ciudadana y las causas del crimen organizado?
Creo que es un trabajo amplio y multidimensional, no solo multisectorial. En ese sentido, la Iglesia y la sociedad civil organizada pueden jugar un rol importante. Sin embargo, el problema es tan grave que la solución no será inmediata. Aunque existan nuevos proyectos que puedan generar ingresos económicos para el país, eso no garantiza una mayor convivencia pacífica. Es necesario trabajar en nuevos escenarios para lograr esa convivencia. La Iglesia, como actor social, debe colaborar en este esfuerzo.
Últimamente, hemos caído en una polarización política, incluso dentro de la Iglesia, donde se etiqueta a los curas como de derecha o izquierda. A veces, se llega a deslegitimar a posibles interlocutores o facilitadores, como cuando se califica al Papa de comunista. Es urgente dejar atrás estas etiquetas y sesgos, evitar la confrontación y la división interna. Así no construiremos el país.
Mirando hacia el futuro, ¿cómo ve el de la inseguridad y el crimen en el país? ¿Cuáles son sus proyecciones sobre la evolución de estos fenómenos en los próximos años?
Las proyecciones no son alentadoras. Por ejemplo, en 2017 había 50 presos venezolanos, y ahora son más de 3,500. ¿Qué cambiaría para que esto se reduzca? No veo un elemento que indique una solución inmediata. Creo que el problema empeorará hasta que llegue un punto de colapso, pero eso no ocurrirá por arte de magia ni por decreto. A diferencia de lo que ocurrió con Sendero Luminoso, hoy enfrentamos cientos de organizaciones criminales pequeñas que siguen operando incluso si se captura a sus líderes. Es como un pulpo autopoietico: cortas un brazo y este vuelve a crecer. Así, el trabajo del Estado debe ser continuo y más grande, pero no veo una solución viable en el corto plazo.
Frente a todo este contexto que estamos enfrentando ¿qué mensaje podría compartir con las autoridades, las comunidades y los jóvenes sobre cómo podemos, como ciudadanos, colaborar en la construcción de una paz social en el país?
Este momento me recuerda mucho a finales de los 80, cuando Perú estaba en ruinas tras el primer gobierno de Alan García y con Sendero Luminoso amenazando al país. Mi mensaje es que hemos superado momentos difíciles, incluso peores, y los jóvenes de hoy pueden aprender de eso. Aunque la situación actual es grave, soy optimista. Sabemos que nos va a costar, pero podemos salir adelante como lo hemos hecho antes. La responsabilidad de los políticos y las organizaciones criminales es grande, pero como sociedad, debemos ser más fuertes que ellos. Hay que reencontrarnos y salir adelante. Es un problema regional, no solo peruano. Miren lo que está pasando en Argentina, Ecuador, Nicaragua y Venezuela. Pero, al final, estoy seguro de que saldremos adelante, aunque no será fácil ni rápido, lo lograremos.
Verano 2025
Editor de la Revista Intercambio. Periodista y comunicador audiovisual. Bachiller en Periodismo por la Universidad Antonio Ruiz de Montoya.