Siempre soñamos con un destino por conocer. No importa cuál. Puede estar dentro de nuestra ciudad, nuestra región, nuestro país o en alguna parte del mundo. Siempre hay algo que nos llama a explorar otros lugares y, si prestamos atención a lo que sucede dentro de nosotros en ese momento, es muy probable que seamos nosotros mismos llamándonos a explorar nuestro propio ser a través de esos lugares.
Parece una premisa sencilla. Después de todo, todos viajamos en algún momento. Sin embargo, la magia del turismo radica en ese concepto tan poco conocido de «liminalidad», introducido por el antropólogo Arnold van Gennep. Este término define una «fase de transición, un período sagrado que transcurre entre el momento en que una persona es retirada de su espacio ordinario y transportada a un estado no ordinario». Posteriormente, el concepto fue adoptado para explicar la experiencia turística desde una visión antropológica.
Era una tarde de invierno caminando por las calles de París. El frío calaba los huesos y el aire gris de la Ciudad Luz envolvía todo en nostalgia. Caminaba sin prisa y con pausa. Había estado participando en una feria de turismo, pero esa tarde decidí bajar el ritmo. Tomé el metro de regreso al hospedaje y, mientras caminaba por la avenida cercana a la estación de Montparnasse observando las casas, las personas, las tiendas, todo a mi alrededor, sentí que el tiempo se detenía. De repente, un pensamiento cruzó mi mente como una brisa: No importa dónde estés, importa quién eres donde estás.
Fue una sensación extraña, acompañada de una calma indescriptible. Sentí como si nunca me hubiera ido de allí, como si el tiempo entre mi última visita a la ciudad y ese momento de desconexión y conexión hubiese sido efímero.
"No importa dónde estés, importa quién eres donde estás."
Ese instante confirmó algo que ya había comenzado a experimentar en mis viajes: la importancia de la presencia. Bajar el ritmo, atender cada momento y prestar atención a los pequeños detalles del viaje.
He recorrido distintas regiones del Perú, principalmente el conocido circuito clásico sur, que abarca Arequipa, Puno y Cusco y, eventualmente, Ica, Puerto Maldonado o Iquitos. Cada viaje tuvo un matiz distinto y siempre representó un reto, pues me acompañaban turistas que confiaban en mí el diseño y elaboración de sus experiencias. Con ellos viví también un antes, un durante y un después del viaje. Los antropólogos especializados en turismo llaman a este proceso «liminalidad».
A través de ellos —los turistas—, comprendí también el significado de la palabra experiencia. Descubrí cómo un viaje puede marcar un antes y un después si se presta atención a cada situación que se presenta. Al mismo tiempo, me di cuenta de que, al igual que yo me transformaba a través de ellos, ellos también experimentaban su propio cambio interno.
Hace algunos años, Randi emprendió su aventura en el Perú con nosotros. Ella quería contactar a un poblador quero, un sanador que años atrás había conocido en Noruega y cuyo nombre no recordaba, pero a quien quería agradecer a través de este nuevo contacto en el Perú.
En uno de los intercambios, Randi me compartió la foto que guardaba de este sanador y me comentó: «No solo me curó la mano —había tenido ciertos problemas físicos que le impedían mover la mano con naturalidad—, también me sanó el alma —entendí, con prácticas ancestrales—».
Con aquella foto movimos cielo y tierra para encontrarlo. Y lo encontramos.
Las palabras de Randi resonaron mucho en mí, pues me iban marcando el camino que ya había empezado a descubrir también a través de los viajes y de los viajeros. Sin confirmarle nada a Randi, hicimos hasta lo imposible para que, en uno de los siete días que pasaría en el Valle Sagrado, Pascual —así se llamaba el sanador quero que conoció en Oslo— pudiera visitarla.
Y así fue. La alegría y el agradecimiento de ella fueron indescriptibles. Visitó la tierra de Pascual y pudo agradecerle a él directamente en su lugar de origen. Había escuchado algo sobre «la magia de los Andes» y, por eso, a sus casi setenta años, viajó casi veinte horas para llegar hasta ese lugar. El encuentro, como los Andes mismos, fue mágico.
El día que Randi dejó el Perú, me vio, me abrazó, sus ojos se llenaron de lágrimas y solo me dijo: «¿cómo hiciste posible ese momento? Me voy eternamente agradecida de haberlo visto aquí, de haber vuelto a experimentar esa conexión y de haberle agradecido aquí, en su tierra, a él».
Este tipo de experiencias evidencian que el turismo espiritual no es solo una búsqueda de lo exótico o de lo místico, sino una oportunidad genuina de reencuentro con aspectos profundos de uno mismo. En ocasiones, estos viajes se convierten en una sanación emocional, una despedida simbólica, un renacimiento o un espacio de contemplación que nos permite comprender lo que realmente necesitamos en nuestra vida.
"El turismo espiritual no es solo una búsqueda de lo exótico o de lo místico, sino una oportunidad genuina de reencuentro con aspectos profundos de uno mismo."
La historia de Randi ilustra cómo un viaje puede convertirse en una experiencia de transformación. Como señala Palma, las personas deben estar abiertas a vivirla[1]. Van Gennep, citado por Palma (2019), describe los ritos de paso de la peregrinación, aplicables también a la liminalidad en el turismo, en tres fases:
Esta transición permite que el viajero se transforme durante momentos simples e inesperados, como el cansancio de una caminata, la conversación con un poblador local o un compañero de viaje, la contemplación de un paisaje o un encuentro inesperado. La clave está en la apertura para vivir el presente y permitir que el viaje haga su trabajo interno en nosotros.
Bond y Falk denominan a este tipo de viajeros recargadores, son quienes «buscan tener una experiencia de contemplación y/o espiritual que los regenere y se traduce en un tipo de sanación del viajero», como lo que experimentó Randi[2].
Cada viaje, por más «externo» que parezca, tiene un impacto interno. Incluso algo tan mundano como una cancelación de vuelo se convierte en una experiencia liminal: te saca de tu zona de confort, te enfrenta a la incertidumbre y te obliga a reaccionar de formas que quizá nunca habías considerado.
Desde esta perspectiva, el turismo espiritual no es solo llegar a un destino sagrado, sino también la manera en que cada obstáculo, cada sorpresa y cada momento inesperado en el trayecto puede volverse una oportunidad de autoconocimiento. Esto resuena con la idea de que el despertar no ocurre en un solo instante, sino a través de pequeñas pruebas y revelaciones en el camino.
En la actualidad, el turismo espiritual ha cobrado fuerza. Aunque algunos lo confunden con el turismo de bienestar o el turismo religioso, es una corriente muy diferente y alineada a lo que el turismo regenerativo propone, que es una mirada holística de la actividad turística. Sin embargo, para este tipo de turismo, no basta con organizar viajes a lugares «mágicos» o incluir actividades como yoga o mindfulness. Es necesario un cambio de enfoque.
Estas experiencias son una invitación a dejar de ser quienes creemos que somos para acercarnos a ser quienes realmente somos. Se requiere de entrega, de compromiso y de mucha humildad con uno mismo para lanzarse a una aventura como esta. Viajar con personas que buscan el autoconocimiento es desafiante y quien guía estos viajes debe estar preparado para acompañar a otros en su proceso.
Estas experiencias suelen enfocarse en la contemplación: caminar por un hermoso bosque verde en plena selva amazónica, sintiendo cómo el calor abrasador hace brotar esas gotas de sudor que ponen a prueba nuestra resistencia; escuchar los sonidos de la naturaleza y descubrir algunos por primera vez; oír el sonido del agua cayendo por una cascada o simplemente siguiendo el cauce de un río; apreciar los colores intensos de un atardecer mientras nos sentimos en las nubes, recostados en una cómoda hamaca… ¡Cuánta magia hay en los pequeños detalles!, esos que el turismo de masas y convencional ha retirado como componente esencial de un viaje.
Quizás, esa creciente búsqueda espiritual que el ser humano experimenta en algún momento de su vida —hoy más que nunca— es lo que ha llevado a una serie de prácticas turísticas orientadas al bienestar, a la introspección y a la conexión con la naturaleza, como los retiros de meditación y mindfulness, el turismo chamánico y de medicina ancestral (Perú entra aquí), las peregrinaciones modernas y ancestrales, los viajes de bienestar y yoga, el turismo místico y energético (nuevamente aparece Perú en la lista) y el turismo espiritual sostenible.
Este enfoque también abre oportunidades a las comunidades locales que desean compartir sus prácticas espirituales. Se vincula estrechamente con el turismo regenerativo, que promueve el respeto por la naturaleza y concibe la espiritualidad como un eje transformador de la actividad turística.
Como dice Anna Pollock, pionera del turismo regenerativo y fundadora de Conscious Travel: «Sin un cambio genuino de mentes y corazones y una voluntad de seguir aprendiendo, la regeneración fracasará y la oportunidad para que los viajes y la hospitalidad se destaquen y cumplan su rol de agente transformativo, pasará».
En última instancia, el despertar no ocurre en la cima de una montaña sagrada, sino en cada paso que damos con consciencia, incluso en los aeropuertos o en las calles desconocidas de una ciudad cualquiera. El turismo espiritual nos invita a aceptar la vida con sus vaivenes, tal como un surfista que aprende a cabalgar la ola. Y esa, quizás, es la mayor enseñanza de todo viaje consciente.
[1] Palma, R. (2019). Turismo espiritual: ¿una moda pasajera o una práctica permanente en el viajero de hoy? [tesis doctoral, Universitat de les Illes Balears]. http://hdl.handle.net/10803/671487
[2] Bond, N. y Falk, J. (2013). Tourism and identity-related motivations: why am I here (and not there)? International Journal of Tourism Research, 15(5), 430-442. https://doi.org/10.1002/jtr.1886
Comunicadora con maestría en Marketing turístico y experiencia docente, dirige Andar Peruano, empresa especializada en viajes a medida para el mercado europeo.