El lunes 27 de octubre, los familiares de ochenta víctimas de la violencia terrorista y de la represión estatal recuperaron los cuerpos de sus seres queridos en Ayacucho. El hecho fue prácticamente ignorado por los principales medios de comunicación, fue pasado por alto por amplios sectores de la “clase política”, y apenas fue recogido por una minoría de ciudadanos. Esta situación no sorprende, aunque resulta particularmente lamentable. Hace tiempo que los casos de derechos humanos no son noticia. Cabe preguntarse si el “Perú oficial” –el conformado por las élites políticas y empresariales que habita nuestras ciudades más prósperas– ha elegido la amnesia moral y política como proyecto.
Desde los años del conflicto armado interno, el discurso de defensa de los derechos humanos ha sido asociado incorrectamente con el imaginario social de la izquierda. Es cierto que en nuestro país los sectores progresistas –desde los movimientos políticos y sociales y desde las instituciones de la sociedad civil, incluidas las Iglesias– han contribuido decisivamente a la protección de los derechos básicos de los más débiles, pero la causa de los derechos humanos trasciende cualquier cantera intelectual o ideológica. Es un derrotero práctico de la democracia. La noción de “derechos naturales” –el ancestro de los derechos humanos– fue originalmente una categoría liberal, desarrollada por John Locke[1] en el Segundo tratado y por otros después de él, que se convirtió luego en un estandarte de batalla en la lucha por la independencia estadounidense y por la Revolución Francesa.
Immanuel Kant (1724 – 1804) planteó como un principio moral incondicional la exigencia de tratar a todo individuo racional siempre como fin y nunca exclusivamente como medio. Este principio estipula que los seres humanos no tienen un mero valor de utilidad -como los objetos-, sino un valor de dignidad, que los identifica como merecedores de respeto por el hecho de ser personas. Ello implica que no deben ser objeto de negociación o de sacrificio en nombre de ideales presuntamente “superiores” como lograr la salvación eterna, proteger la doctrina correcta o propiciar la Revolución. No existe propósito que pueda anteponerse al cuidado de la dignidad.
La tesis de la dignidad intrínseca de los seres humanos es perfectamente compatible con los argumentos de quienes impulsaron la abolición de la esclavitud, así como los movimientos sociales en favor de los derechos de las mujeres a participar en la vida pública y aquellos grupos de trabajadores que defendieron la jornada laboral de ocho horas. Hoy, de una manera similar, es invocado también en términos de la defensa de las minorías sexuales y culturales que demandan igualdad de derechos y el reconocimiento de sus formas de vida al interior de un Estado de derecho constitucional.
La historia de los derechos humanos, tal y como los conocemos, es indesligable de un terrible hecho: el Holocausto de judíos, gitanos, comunistas durante los años de la Segunda Guerra Mundial. Los nazis condenaron a muerte a millones de personas sólo por el hecho de poseer un determinado origen étnico o por suscribir un credo o un sistema de creencias específico, o por llevar un estilo de vida diferente a los que predicaban los representantes de la supuesta “raza superior”, que heredaría el dominio sobre la tierra. Este proyecto de destrucción del Otro pasaba por el esfuerzo sistemático e institucionalizado de privar a sus víctimas del más leve signo de condición humana; ese era el propósito de los campos de concentración.
El hallazgo de los campos de concentración reveló una realidad dolorosa e insoportable: que en plena época de la ciencia, los seres humanos se dañaran y destruyeran con una desencarnada crueldad a causa del odio racial y la más vesánica represión de la diversidad. La creación de la ONU y la elaboración de la Declaración Universal de los Derechos Humanos –encargada a un Comité intercultural y multidisciplinario– han de ser entendidos desde los esfuerzos coordinados por las naciones por establecer garantías de no repetición, un diseño e implementación de reformas institucionales y legales de alcance internacional conducentes a impedir que una catástrofe humana de similar gravedad vuelva a producirse en el mundo. Con el tiempo, alrededor de estas iniciativas se ha ido construyendo una verdadera cultura ética, un complejo entramado de prácticas sociales, mentalidades, preceptos e instituciones que ha contribuido a que la idea de los derechos humanos se arraigue sólidamente en el mundo social y político contemporáneo.
Las democracias vigentes han adoptado los principios de los derechos humanos como un componente básico de su ordenamiento jurídico. Se ha constituido asimismo un sistema internacional de justicia que hace posible que los propios individuos puedan denunciar a los Estados si es que consideran que éstos vulneran sus derechos o restringen ilegalmente sus libertades. De este modo, las personas pueden verse protegidas frente a potenciales abusos estatales. Estos mecanismos no siempre son comprendidos adecuadamente, y es común que sean rechazados por los sectores más conservadores y recalcitrantes de la sociedad. Sin embargo, constituyen un avance crucial en la historia de la defensa de los derechos humanos. Con todo, estos mecanismos y procedimientos no son autosuficientes; requieren de una ética de la memoria que se comprometa con la escucha de las víctimas y con el ejercicio de su derecho a la verdad y a la justicia. En el caso del Perú, el fortalecimiento de esa ética sigue siendo una tarea pendiente, a once años de publicado el Informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación.
Los derechos humanos constituyen poderosas e iluminadoras herramientas sociales para el cuidado de la vida, la dignidad y las libertades de todos los seres humanos sin excepción. La promoción de estos derechos constituye un ‘signo de civilización’ que trasciende las ideas políticas y los enfoques intelectuales. Algunas personas perciben una matriz teológica que sostienen los derechos humanos, otras prefieren asociarlos a una fundamentación metafísica densa –una imagen de la condición humana o de la naturaleza de la razón-, un tercer enfoque plantea interpretar los derechos humanos en una clave pragmatista y contextualista, como una conquista histórica de una cultura humanitaria. La mayoría de los ciudadanos de las democracias concentran su atención en la expresión práctica de la cultura de los derechos humanos antes que en los debates sobre su cimentación teórica. En realidad, los derechos son susceptibles de una justificación filosófica plural en cuanto a sus fuentes. Se trata de vindicar en el terreno específico de la praxis nuestra potestad de elegir el modo de vivir y contar con las condiciones sociales para llevar esa vida sin violencia ni arbitrariedad.
“No podemos decir que la noción de derechos humanos esté metafísicamente desnuda; sin embargo, en cuanto a lo conceptual debe –o debería llevar– pocas ropas. No cabe duda de que no necesitamos concordar en que se nos haya creado a imagen y semejanza de Dios, o en que tengamos derechos naturales que emanan de nuestra esencia humana, para concordar en que no queremos ser torturados por los funcionarios del gobierno, ni estar expuestos a arrestos arbitrarios, ni que se nos quite la vida, la familia o la propiedad”[2].
Esta vocación universalista requiere de un intenso compromiso ético que implica el cultivo de la empatía -la capacidad de ponerse en el lugar de las víctimas-, así como el cuidado de un estricto sentido de justicia. Creer que toda persona es un titular de derechos inalienables supone estar convencido de que nadie está fuera de nuestra comunidad moral, que nadie escapa a nuestro círculo de lealtades y obligaciones. Ello significa que denunciar el sufrimiento inocente constituye una prioridad para nosotros. Se trata de una nueva manera de considerar a todo ser humano como un compañero de ruta cuya existencia y destino realmente nos interesa.
[1] John Locke (1632 – 1704). Pensador inglés, postuló que todo hombre nace dotado de unos derechos naturales que el Estado tiene como misión proteger.
[2] APPIAH, Kwame. “La ética de la identidad” Buenos Aires, Katz 2007 p. 369.
Gonzalo Gamio Gehri
Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya, donde coordina la Maestría en filosofía con mención en ética y política. Es autor de los libros Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional (2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007). Es autor de diversos ensayos sobre filosofía práctica y temas de justicia y ciudadanía publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas del Perú y de España.