La sorpresiva e inesperada elección del Cardenal Jorge Mario Bergoglio, Arzobispo de Buenos Aires, como nuevo Papa ha captado la atención de todo el mundo, no sólo dentro sino también fuera de la Iglesia católica. Si bien es verdad que había sido un fuerte candidato al ministerio petrino en el cónclave del año 2005, hacía poco más de un año que había presentado su renuncia como obispo, al haber alcanzado la edad límite de 75 años, y su nombre ya no había sido mencionado entre los “papables” del nuevo cónclave. Su elección ha generado una enorme expectativa, no sólo por ser el primer Papa latinoamericano y jesuita, sino sobre todo por los diversos gestos de cercanía, humildad y apertura con que ha iniciado su pontificado. El primero de esos gestos, en efecto, es el nombre que ha escogido para su ministerio pontificio: Francisco, haciendo referencia explícita a San Francisco de Asís y de quien él mismo ha querido subrayar tres rasgos principales: humildad, pobreza y cuidado de la creación.
No cabe duda que la renuncia de Benedicto XVI el 11 de febrero fue un signo elocuente de la urgente necesidad de reforma al interior de la Iglesia católica, no sólo en lo que se refiere a la burocracia vaticana, sino sobre todo a la eclesiología que encierra dicha forma de organización y de gobierno. El entonces Papa Benedicto XVI reconocía con valentía y humildad que ya no tenía las fuerzas necesarias para liderar y conducir la Iglesia en esa reforma que, sin duda, él mismo veía como necesaria y urgente. Pero lo cierto es que no solamente el Papa Benedicto veía la urgencia y necesidad de cambios; las sesiones previas al cónclave han puesto de manifiesto que esa misma percepción estaba presente también en la mayoría de cardenales de todo el mundo.
¿Qué cambios requiere la Iglesia? ¿Qué “encargo” han querido hacer al nuevo Papa Francisco los cardenales de toda la Iglesia al elegirlo como sucesor de Pedro?
Sin ser especialista en eclesiología, me animo a compartir algunas reflexiones en mi condición de creyente y de sacerdote, con la intención de ayudarnos a comprender de alguna manera los principales desafíos que esta nueva elección presenta a la Iglesia en la situación actual.
Cuando se habla de la necesidad de reforma de la Iglesia, se pueden distinguir dos dimensiones o niveles: un primer nivel de la gestión administrativa y un segundo nivel de la concepción eclesiológica que subyace en el fondo de la organización eclesial. Los medios de comunicación suelen explotar el primer nivel de la gestión administrativa porque es allí donde pueden encontrar errores, e incluso escándalos, susceptibles de hacer noticia. Sin embargo, los cambios más importantes para una renovación verdadera de la Iglesia, y de la comunicación de su mensaje de salvación universal, son los que deben darse en el nivel de la eclesiología, es decir, en el sentido teológico y espiritual que sostiene y legitima su estructura institucional.
En el nivel de la gestión administrativa, se esperan cambios urgentes para enfrentar problemas bastante conocidos. Uno de ellos es el de la gestión del Instituto de Obras Religiosas (IOR) conocido como Banco Vaticano. Luego del preocupante informe de la agencia europea Moneyval sobre la falta de ajuste, por parte del Banco Vaticano, con los estándares internacionales de protección contra el blanqueo de dinero y contra el financiamiento de grupos terroristas, se hace necesario establecer una gestión mucho más transparente y sometida al escrutinio permanente de agencias auditoras acreditadas, como ocurre con toda entidad financiera y con todo Estado que quiere luchar eficazmente contra toda forma de corrupción. Otro cambio urgente es el de la efectiva implementación de las medidas adoptadas para contrarrestar los abusos sexuales contra menores por parte de sacerdotes y, sobre todo, la implementación de medidas contra aquellos obispos que no cumplen con su función de sancionar a los sacerdotes que cometen abusos. Un tercer cambio es el relacionado con el modo de abordar el informe sobre los vatileaks y la especulación que ha levantado en torno a los conflictos internos en la curia vaticana. Una discreción mal entendida o un pretendido secreto sobre temas que han salido a la luz pública no parece la mejor forma de abordar el problema.
Pero más allá de los cambios en este nivel de la gestión administrativa, lo que estos problemas ponen de manifiesto es la necesidad de revisar la visión de Iglesia que subyace a dicha gestión, así como la necesidad de buscar nuevas formas de organización que ayuden efectivamente a la Iglesia a ser lo que el Concilio Vaticano II quería que fuera: un verdadero “sacramento universal de Salvación”. Es en este nivel donde radican los mayores desafíos para la Iglesia en el momento actual.
En su saludo inicial, apenas ser elegido Papa, Francisco se reconoció a sí mismo en primer lugar como obispo de Roma y como quien “preside en la caridad sobre todas las iglesias”. En estas palabras se puede reconocer un primer desafío que el nuevo Papa parece estar dispuesto a asumir desde el primer momento de su pontificado y es el de de renovar el sentido de la colegialidad del episcopado en la Iglesia católica, tal como lo enseñó el Concilio. Según esta enseñanza conciliar, los Obispos son los sucesores de los apóstoles y han sido enviados por el mismo Jesucristo para ser pastores de su Iglesia. Al mismo tiempo, “el bienaventurado Pedro” fue instituido como principio y fundamento de la unidad de fe y de comunión entre todos los Obispos (LG 18). En ese sentido, es de esperar que toda reforma a emprender en la burocracia vaticana para afrontar los problemas de gestión administrativa, se haga recurriendo a este sentido de colegialidad que impulsó el Concilio.
El Papa Francisco ha expresado también que en la elección del nombre, y siguiendo la inspiración del santo de Asís, subyace su ferviente deseo de hacer de la Iglesia “una Iglesia pobre y una Iglesia para los pobres”. Ya Juan XXIII se había expresado en esos mismos términos en el discurso inaugural del Concilio. Ciertamente, la organización vaticana y el aparato burocrático que la acompaña dista mucho de reflejar esa Iglesia pobre y para los pobres y, sin embargo, cambios radicales en esa dirección son necesarios y urgentes para dar a la institución eclesial una mayor credibilidad y para hacer de ella un mejor instrumento del mensaje cristiano. El Papa Francisco ha dado algunos signos esperanzadores de querer conducir a la Iglesia hacia una mayor cercanía con los pobres, reconociendo en ellos “la imagen de su Fundador” y procurando “servir en ellos a Cristo” (LG 8).
Finalmente, la Iglesia católica tiene como misión anunciar la buena noticia de Jesucristo muerto y resucitado, principio y fundamento de la salvación eterna de la familia humana. En la situación actual de creciente interconexión entre diversidad de culturas y de tradiciones religiosas, se hace necesario renovar y actualizar ese anuncio, tanto en palabras como en obras, para hacerlo más asequible y más creíble. En este sentido, se espera que el Papa Francisco sea capaz de comunicar más esperanza, bondad y paz a un mundo todavía muy cargado de sufrimiento y de violencia, y necesitado de mayor fe en la bondad original del género humano y en su capacidad de conversión para construir un mundo más fraterno.
Juan Carlos Morante, SJ
Rector de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya - UARM