La imagen que hoy hay de la política, y los políticos en general, es sumamente negativa. Solo un aproximado del 10% de la población dice sentirse representado por algún partido o personaje de la política, y los niveles de aprobación de instituciones como el Congreso o el Poder Judicial están entre los porcentajes más bajos que se han registrado.
Esta percepción, que tiene un indudable peso real en la relación del ciudadano con la política, no solo está vinculada a temas de ineficiencia o falta de propuestas legislativas. Para el peruano promedio la política se asocia al Congreso, y este último se termina vinculando a la gestión de intereses personales antes que de asuntos de interés público. Esta situación se ha visto empeorada en los últimos tiempos con las denuncias de corrupción vinculadas a todos los presidentes desde la vuelta a la democracia luego de la dictadura militar de Velasco.
Fuera del segundo gobierno de Belaúnde, que en la memoria ciudadana se vincula poco o nada a temas de corrupción, se tiene que la imagen del primer y segundo gobierno de García, los dos mandatos de Fujimori, Toledo, Humala, y ahora el depuesto PPK, se vinculan a sospechas y denuncias diversas de corrupción. Algo semejante ocurre con los últimos alcaldes de Lima (Castañeda y Villarán), así como con muchos de los que han sido o son a la fecha gobernadores regionales (algunos de ellos fugados y con orden de captura).
Todo esto ha generado en la población no solo un sentimiento de rechazo (alrededor de un tercio de la población), sino de distancia y desafecto (casi la mitad de la ciudadanía). La gran mayoría de peruanos ni siquiera se molesta ya. Tal es la frustración que, en su cotidianeidad, han decidido prestar atención a otros temas y dejar de seguir la política, salvo en casos extremos. Lamentablemente, esto último ha ocurrido con las denuncias sobre el comportamiento de los jueces, el escándalo llamado “Lava Juez”, que no ha hecho más que profundizar la desconfianza y desafecto hacia la política y las instituciones de la democracia.
Todo esto es sumamente dañino para la política, pero también abre una oportunidad. Es dañino porque el desprestigio es tal que lleva a que cerca de tres cuartas partes de la población, especialmente en lo que es lucha contra la corrupción y la delincuencia, apoye lo que cotidianamente se denomina políticas de “mano dura”.
Es cierto que, cuando se profundiza en lo que entiende la gente por estos términos, se menciona “la aplicación de la ley”, “que se haga justicia”. Dicho de otra manera, por “mano dura” la gente entiende firmeza en la aplicación de la ley para todos, que es como se suele entender qué significa la democracia. Tenemos así que, aunque suene sumamente paradójico, la gente percibe que para que la democracia se haga presente (la igualdad de la ley para todos), una “mano dura” es necesaria. El riesgo, como es evidente, es que esta demanda de firmeza, que se suele hacer a una persona antes que a una institución, termine llevando a la arbitrariedad, al abuso y, muchas veces, al uso indebido del poder y la corrupción consecuente. No importa que el gobierno se presente como de derecha, de izquierda o independiente.
Esa ha sido la historia del país desde los 90, en que la esperanza de cambio se derivó de los partidos hacia los líderes o movimientos independientes (Belmont, luego Fujimori, las diversas organizaciones que en las regiones han desplazado a los partidos políticos). La resultante ha sido una profundización en la frustración y un desgaste de la democracia que se refleja en indicadores como los que tiene el Barómetro de las Américas donde el estudio del 2017 indicó que un 63% de los peruanos se ubican en actitudes que el estudio tipifica como de democracia en riesgo (40%) o inestable (23%)[1]. Esto lleva a que la llamada percepción de eficacia política externa (la percepción de que los políticos se preocupan de los temas ciudadanos) sea muy baja.
En los estudios que hemos realizado hay una clara relación entre esta actitud política y el bajo interés por los asuntos públicos. Esto quiere decir que la percepción de falta de interés de los políticos por la gente lleva a que los ciudadanos respondan con la misma moneda: la falta de interés de los ciudadanos por lo que ocurre con los políticos o la política. Se genera un clima de anomia que poco ayuda. Sin embargo, toda esta situación de desesperanza no está del todo generalizada.
Hay sectores ciudadanos que, a pesar de los sentimientos descritos, declaran que si encontrasen algún tipo de líder político o institución que muestre mayor apertura o talante democrático, sí estarían interesados en apoyar. Es cierto que estas mismas personas, de no ver alternativas, pueden apoyar estilos autoritarios, pero hay quienes todavía mantienen la esperanza, dependiendo de la oferta existente. A nuestro entender, esto es lo que ha ocurrido en Lima en la reciente elección municipal.
Durante buena parte de la campaña los candidatos punteros en las encuestas eran tres personas (Reggiardo, Urresti y Belmont) que tenían sobre todo presencia mediática y un estilo o discurso donde se priorizaba algún aspecto de lo que se puede entender como “mano dura”. Reggiardo planteaba que era necesaria la presencia del ejército para poner orden en la ciudad de Lima, Urresti aseguraba que su experiencia en el Ministerio del Interior era fundamental para ser un buen alcalde y Belmont consideró que criticar a los migrantes venezolanos (en tanto amenaza laboral para los limeños) era una forma de mostrar firmeza y voluntad de orden. Como se sabe, hasta aproximadamente unas dos semanas antes de la elección, el candidato Muñoz estaba alrededor de un 4% de intención de voto.
Toda esta situación fue reflejo de lo antes descrito: una población desconectada de la política, en este caso de la campaña electoral, que ante las encuestas de intención de voto lo más probable es que respondía más en función a la memoria de nombres que les sonaban que a una preferencia electoral específica. El desinterés político mostrando sus frutos. Al acercarse la fecha de la elección el interés aumentó y este coincidió con un primer debate donde impactó no solo la ausencia de Reggiardo (que debido a esta decisión terminó simbolizando al “político ausente” que la gente tiene en su mente), sino que permitió que el mensaje y estilo de Muñoz, distante del modo “mano dura”, llegara a diversos sectores de la población. Es cierto que hay otros factores que influyeron en el voto (la viralización en redes sociales, su asociación con personajes “populares” y otros), pero lo cierto es que su estilo y discurso terminó conectando con ese sector de la población que anda en búsqueda de una alternativa política más inclusiva o, en todo caso, menos populista.
Algo semejante pasó en el 2014, donde un 50% dijo, desde el comienzo de la campaña municipal en Lima, que votaría por Castañeda (y así fue) mientras que la otra mitad de Lima no definía su voto. Fue recién en la última semana, luego del debate municipal, que un sector del electorado depositó sus expectativas en Cornejo, que pasó de un 3% de intención de voto a cerca de 17% en la preferencia limeña. No le alcanzó, pero puso de manifiesto la sed de algo.
En esta última elección, Muñoz terminó siendo el depositario de una expectativa más que el vencedor que ha convencido y captado un electorado. Casi podríamos decir que más que un alcalde es una suerte de emergente grupal que expresa la necesidad de alternativas que generen la expectativa de una buena gestión que se aleje de la imagen de corrupción que impera asociada a la política. Lo mismo ocurre con el repunte en las encuestas del presidente Vizcarra. Su popularidad comenzó a remontar cuando decidió liderar una propuesta de reforma judicial y política que en el fondo la población la entiende como una lucha contra la corrupción presente en el sistema judicial y político. No hay otra forma de interpretar el apoyo a la reforma del CNM, la regulación del financiamiento a los partidos políticos, así como los cambios propuestos con relación al Congreso.
El presidente, a través de la propuesta de referéndum, le dice al ciudadano que se queja de no ser escuchado, que sí puede opinar directamente sobre qué se debe hacer con dos instituciones sumamente cuestionadas. Que la ciudadanía recupere lo que podríamos llamar un sentimiento de autoestima política, la capacidad de influir en las decisiones políticas, puede ser criticado por algunos como populista, pero tiene la virtud de avivar las cenizas del interés por lo público.
Una sociedad civil activa y preocupada por el bien común es fundamental para el control y el recambio político. Una sociedad civil más articulada y empoderada, se interesa más por la política y, es de esperar, escoge mejor a sus representantes. No todo está perdido.
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[1] CARRIÓN, J.F, F. BOIDI, E. ZECHMEISTER. Cultura Política de la Democracia en Perú y las Américas, 2016/2017. Lima. Instituto de Estudios Peruanos.
Verano 2018-2019
Hernán Chaparro Melo
Jefe del área Estudios de opinión del Instituto de Estudios Peruano (IEP)