Del 20 al 22 de Junio se dieron cita en Río de Janeiro más de cincuenta mil personas en la que ha sido, hasta la fecha, la cumbre más multitudinaria de la historia de la Organización de Naciones Unidas (ONU). La tercera cumbre de desarrollo sostenible de la ONU, conocida como Río+20, ha tomado la posta de Estocolmo’72 y Río’92 en la búsqueda de una fórmula capaz de combinar desarrollo económico, igualdad social y sostenibilidad medioambiental. El inspirador título de la cumbre, El futuro que queremos, sintetiza la triple inquietud – social, económica y ecológica – que motiva estas cumbres internacionales.
La sociedad civil, el mundo empresarial y los gobiernos de todo el mundo saben que las cosas “no van bien”, tanto a nivel social como económico y medioambiental. Los datos se acumulan en informes y evaluaciones provenientes de todos los continentes. Es cierto que en las últimas décadas ha habido importantes mejoras en la lucha contra la pobreza, en la capacidad de análisis de los problemas medioambientales y en la formulación de soluciones viables. Sin embargo, en la actualidad, el gran reto al que nos enfrentamos consiste en articular el compromiso político y la movilización social necesaria para implementar esas soluciones.
Las agendas nacionales y los grandes intereses corporativos casi siempre tienen prioridad respecto a problemas globales como la desigualdad económica, la pobreza extrema o la degradación medioambiental. Esta mirada cortoplacista y miope no alcanza a ver los intereses futuros de cada país. Intereses que ya no pueden ser desligados de lo que pase más allá de las fronteras nacionales. En nuestra época no solo hemos globalizado la información y el flujo de capitales, también hemos globalizado los problemas. En este barco vamos todos juntos y no podemos dejar de preguntar por el futuro que queremos, para todos.
Un buen ejemplo del carácter transnacional y global de los retos a los que nos enfrentamos es el de la Amazonía. La cuenca del río Amazonas es compartida por muchos países sudamericanos, pero lo que suceda en esta inmensa región no afecta únicamente al continente americano, sino al conjunto del planeta.
Si consultamos el estudio más completo de los recursos forestales realizado por la FAO hasta la fecha, The Global Forest Resource Assesment 2010 (FRA), observamos que la tasa de deforestación a nivel mundial sigue siendo muy preocupante. Es cierto que la pérdida de superficie forestal se ha ralentizado a nivel global en el periodo 2000-2010, respecto a la década anterior, pero aún es muy alta, siendo América del Sur y África los continentes donde la destrucción de los bosques es más elevada. Entre Rio´92 y Rio+20 han desaparecido más de tres millones de km2 en el mundo.
Esta problemática afecta de pleno a la región amazónica y demanda una especial atención por sus graves implicaciones sociales y medioambientales. La agricultura, la ganadería, la minería, los grandes proyectos hidráulicos, el cambio climático, la contaminación y la expansión urbana son los factores que están conduciendo a la progresiva degradación de la cuenca amazónica. La actual explotación de la Amazonía se muestra incapaz de internalizar los costes reales de la degradación que provoca y de valorar en su justa medida los servicios que la Amazonía ofrece al bienestar de la humanidad.
Efectivamente, la contribución de la Amazonía al planeta es enorme y a menudo desconocida: protege el suelo de la erosión, mejora la retención y la calidad de las aguas, es un importante reservorio de carbono atmosférico, alberga buena parte de la biodiversidad del planeta, es fuente de valiosos recursos madereros y no madereros, desempeña un papel clave en la regulación del clima, es el hogar de numerosos pueblos indígenas milenarios y cumple una irremplazable función cultural, estética, pedagógica y espiritual.
La actual degradación de la Amazonía es un caso particular de una crisis global que atraviesa fronteras nacionales, desborda disciplinas académicas y afecta a las futuras generaciones. Una crisis que no puede ser desligada de otros graves problemas actuales como el colapso de la biodiversidad (actualmente nos encontramos en medio de la sexta extinción masiva de la historia del planeta), el cambio climático, la seguridad alimentaria y energética o la pobreza extrema. Estos problemas están relacionados con el actual modelo económico y las desigualdades que genera, pero también con los patrones culturales, hábitos de consumo, y cosmovisiones que subyacen al modelo económico imperante. Por eso las cuestiones planteadas en la Amazonía no pueden ser resueltas únicamente por tecnócratas y gestores, precisan también de un análisis ético.
La solución a los problemas de la Amazonía requerirá de respuestas coordinadas y sistémicas entre los actores implicados. Un dialogo informado, sincero y urgente entre la sociedad civil, la comunidad científica, el mundo empresarial y la clase política. En este diálogo las religiones – fuente de sabiduría, sentido y motivación para millones de personas a lo largo de la historia – pueden y deben tener una palabra.
La conservación de la Amazonía precisa de una visión eco-sistémica de la naturaleza, la sociedad humana y la interacción entre ambas; una visión capaz de ir más allá del concepto economicista de “recurso natural” para caminar hacia una gestión sostenible de los ecosistemas y una compresión integral del lugar del hombre en ellos. La teología cristiana y la Compañía de Jesús pueden y deben contribuir a la construcción de esta nueva visión.
Las escrituras, la tradición y el magisterio de la Iglesia sostienen que hombres y mujeres, en su condición de imago Dei, ocupan un lugar especial en el cosmos. Al hombre le fue concedido un lugar especial en la creación y un inmenso poder de re-creación y transformación, por medio de la ciencia y la técnica. Este poder, sin embargo, no debe convertirse en control y dominio despótico, sino en oportunidad para usar responsablemente los bienes heredados.
Los ecosistemas del planeta no son Dios mismo (panteísmo), pero tampoco son simple materia, susceptible de ser utilizada indiscriminadamente (materialismo radical). Los ecosistemas terrestres reflejan la gloria del Creador, son signo sacramental de su presencia, regalo para uso y disfrute por parte de la humanidad a lo largo de las generaciones.
Las tradicionales virtudes cardinales –la prudencia, la templanza, la justicia y la fortaleza– leídas en clave ecológica, son una buena guía hacia ese futuro justo y sostenible que buscamos. La Amazonía debe ser gestionada de forma sostenible por razones de justicia intra-generacional. La llamada a la solidaridad, al consumo responsable y a la simplificación de estilos de vida es, al mismo tiempo, una necesidad urgente y una cuestión de justicia distributiva. Pero la Amazonía también debe ser conservada por razones de justicia inter-generacional. Las futuras generaciones deben incluirse en el cálculo moral del presente.
Los principios de precaución, solidaridad y responsabilidad –centrales en la historia de la ética cristiana– impulsan, a la luz de la creciente degradación medioambiental, la ampliación (temporal y espacial) de la idea del bien común. La insistencia histórica del magisterio social de la Iglesia en la centralidad del bien común y el destino universal de los bienes cobra especial relieve ante la progresiva degradación de los ecosistemas, fuente y sostén de la vida sobre el planeta, bien común primordial.
Estos principios teológicos fundamentan una ética medioambiental cristiana y reflejan, como han puesto de manifiesto las recientes encíclicas papales, que la cuestión ecológica no es un mero apéndice, sino una dimensión imprescindible de la misión de la Iglesia. Buena muestra de la preocupación eclesial respecto a los problemas medioambientales ha sido su nutrida presencia en Río+20 y en La cumbre de los pueblos (foro paralelo a la cumbre oficial).
La "familia ignaciana" – más de 60 trabajadores de obras SJ, profesionales de Fe y Alegría, miembros de CVX y jesuitas de todos los continentes – ha estado también representada en ambos foros. Reflejo del creciente interés de la Compañía de Jesús en la problemática ecológica y sus ramificaciones socioeconómicas es el documento publicado por el Secretariado Social de la Compañía, Sanar un Mundo Herido, y las recientemente creadas Redes de Incidencia Ignaciana Global (GIAN, inglés). El portal de internet, www.ecojesuit.com, por ejemplo, trata de divulgar el trabajo realizado por la GIAN-Ecología. Todos estos recursos son una buena “hoja de ruta” para el trabajo en red en esta nueva frontera de la misión de la Iglesia. Los problemas de la Amazonía no son un reto para la Provincia del Perú o del Brasil, son un reto para la asistencia y para la Compañía universal.
Es cierto que el documento final de Rio+20 ha resultado, a juicio de la mayoría, decepcionante. Un resultado que muestra la impotencia de la clase política para tomar decisiones valientes, contrarias a los grandes intereses empresariales y a las agendas nacionales inmediatas. Pero el triste resultado de la cumbre oficial contrasta con los interesantes debates que allí tuvieron lugar, la entusiasta participación de la sociedad civil y las múltiples iniciativas en marcha en todo el mundo. Estas iniciativas, promovidas en algunos casos por la Iglesia, ofrecen motivos para la esperanza en un mundo más humano, más justo y más respetuoso con la creación.
Jaime Tatay, SJ
Centro Pignatelli, Zaragoza (España)