La ola de violencia que vive Lima y el rápido avance del crimen organizado en el país tienen muchas explicaciones, pero la degradación institucional es la más importante.
Es evidente que el estado de emergencia en Lima no ha frenado la violencia de sicarios y extorsionadores. Tampoco la frenó antes ni lo hará después, porque si bien la emergencia permite detener sin orden judicial, no está diseñada para que nos diga a quién detener ni dónde. Un mayor despliegue disuasivo no lleva a la identificación de criminales ni a la desarticulación de sus estructuras, eso solo se logra con inteligencia policial y fiscalías especializadas, bajo control judicial. Funcionó contra el terrorismo hace treinta años; hoy es la única respuesta eficaz ante el fenómeno extorsivo y otras expresiones del crimen organizado.
¿Por qué entonces el gobierno sigue desdeñando la inteligencia o, más bien, destruyéndola? El propio ministro del Interior ha confesado que asumió el cargo con la condición presidencial de desactivar la División de Investigación de Delitos de Alta Complejidad (DIVIAC), quizá la más destacada de nuestras unidades de inteligencia, creada en 2016 para enfrentar organizaciones criminales sofisticadas. La razón para liquidarla no fue el incumplimiento de sus objetivos; al contrario, los cumplió con creces, hasta donde se lo permitieron. Su labor conjunta con las fiscalías especializadas, a través de megaoperativos, desarticuló centenares de grupos violentos, frenó su expansión y las puso a la defensiva. Con el estallido del caso Lava Jato, los fiscales anticorrupción recurrieron a ella para intervenciones delicadas, como las detenciones de Keiko Fujimori y el expresidente Alan García, por lo que se ganaron la animadversión de importantes sectores políticos que la acusaron de ser la policía política del presidente Vizcarra, quien además, supuestamente, digitaba a los fiscales anticorrupción. Fue entonces que la DIVIAC comenzó a enfrentar problemas presupuestales y de personal, dejó de crecer y fue puesta a la defensiva, siempre con la amenaza de desaparecer.
Curiosamente, fueron los mismos fiscales anticorrupción quienes, poco después, develaron la trama corrupta en el gobierno regional de Moquegua, la cual contribuyó a la caída de Vizcarra. La DIVIAC jugó un papel decisivo en las investigaciones de la fiscal Marita Barreto que llevaron al desesperado y fallido autogolpe de Pedro Castillo. Antes, este había intentado deshacerse del coronel Harvey Colchado, jefe de la unidad, y desbaratar el equipo especial que asistía a Barreto, pero no lo logró por la oposición de fujimoristas y apristas, quienes no querían que las investigaciones en su contra colapsaran.
"Si había un núcleo desde el cual reconstruir la inteligencia que urgentemente necesitamos, ese era la DIVIAC, pero más ha podido el afán de venganza y la convicción de que esa unidad es incompatible con su sobrevivencia y la de sus aliados."
Con Boluarte en el poder, la DIVIAC volvió a pasar de heroína a villana por segunda vez en su breve y atribulada, aunque exitosa, existencia. A estas alturas, uno puede imaginar las razones bajo la lógica política de que «si tus investigaciones me gustan, te apoyo; si me amenazan, te liquido». Dos hechos explican la furia del nuevo pacto de gobierno contra este equipo policial, que luego de la caída de Castillo continuó asistiendo a la fiscal Barreto en las pesquisas contra la corrupción en el poder. Fue justamente investigando a Los Niños, que habían sostenido a Castillo a cambio de prebendas, que Barreto descubrió que la fiscal de la nación, Patricia Benavides, en lugar de denunciarlos constitucionalmente, negociaba su respaldo para que destituyeran a la Junta Nacional de Justicia que la investigaba y que podía destituirla. A cambio de blindarlos, Benavides además les exigió la inhabilitación de la fiscal suprema Zoraida Ávalos, su principal rival, y la elección de Josué Gutiérrez —exabogado del condenado Vladimir Cerrón— como defensor del pueblo.
El acuerdo corrupto funcionó hasta que fue descubierto por Barreto, quien obtuvo la detención de los asesores de Benavides, uno de los cuales se acogió a la colaboración eficaz y dio a conocer la magnitud del crimen de su jefa. Ella, sus compinches y decenas de congresistas con sangre en el ojo juraron vengarse de Barreto y Colchado. La presidente tenía, además, sus propias razones. No solo había perdido una aliada importante en la fiscalía, sino que su domicilio había sido allanado forzosamente por Colchado y su equipo. Encima, la dupla investigaba a su hermano Nicanor y a su abogado, Mateo Castañeda, y pedía prisión preventiva para ellos. A diferencia de Castillo, ella sí tenía el apoyo mayoritario del Congreso para arrasar con la DIVIAC.
La estrategia ha sido gradual, pero eficaz, aunque falta pasar a retiro a Colchado y sus colaboradores, lo que ocurrirá pronto. Es una desgracia, porque son los mejores agentes de inteligencia policial y muchos sus logros contra el crimen organizado. Si había un núcleo desde el cual reconstruir la inteligencia que urgentemente necesitamos, ese era la DIVIAC, pero más ha podido el afán de venganza y la convicción de que esa unidad es incompatible con su sobrevivencia y la de sus aliados. Dejarnos desarmados en el peor momento es solo equiparable a la más ruin traición, pero a ella qué podría importarle. En cuanto a Barreto, ya fue suspendida indefinidamente.
Si es temerario dejarnos sin inteligencia en medio del más grave desborde criminal desde el terrorismo, desmontar el marco normativo para enfrentarlo es tan grave o peor. Construido con gran esfuerzo y no pocas resistencias durante los tres últimos lustros, al Congreso le ha bastado solo un año para hacerlo trizas en una acción combinada del fujimorismo y el cerronismo, con respaldo multipartidario casi unánime y con la evidente complicidad del Ejecutivo y el Tribunal Constitucional. Aun así, parece una tarea sin fin, pues todas las semanas se hace pública una nueva iniciativa, cada una más descabellada, en contravención de la Constitución y de nuestros compromisos internacionales.
La única explicación es que la agenda legislativa ha sido tomada por el crimen organizado. Como otras contrarreformas legales, el objetivo es debilitar el Estado, gravísimo frente a la delincuencia. En lugar de prevenirla y combatirla, los congresistas quieren entorpecer la persecución penal y favorecer la impunidad. En corto, vamos camino a un Estado criminal, salvo que cambiemos de rumbo.
Veamos sino algunas de las leyes aprobadas recientemente. Aquella que le quita la investigación preliminar a la fiscalía y se la da a la policía no tiene otro propósito que el Ejecutivo, órgano político, sea el que decida a quién se investiga y a quién no —peligroso retroceso que busca blindar al poder político y a quien este quiera encubrir.
"Aquella [ley] que le quita la investigación preliminar a la fiscalía y se la da a la policía no tiene otro propósito que el Ejecutivo, órgano político, sea el que decida a quién se investiga y a quién no."
También apuntan a la impunidad las reformas a tres leyes fundamentales: la de lucha contra la delincuencia compleja, la de colaboración eficaz y la de extinción de dominio. Aunque la primera ha sido modificada, sigue excluyendo numerosos delitos y obstruyendo los allanamientos. La segunda restringe los plazos de colaboración hasta hacerla inviable. La tercera, fundamental para recuperar bienes ilícitamente obtenidos, aún no ha sido aprobada, pero pende sobre ella una espada de Damocles, tanto en el Congreso como en el Tribunal Constitucional.
Tampoco favorecen la acción de la justicia las leyes que reducen plazos de prescripción y evitan la cárcel a condenados a cinco años o menos. Ambas tienen nombre propio, pues salvaron de prisión por corrupción al expresidente del Congreso Alejandro Soto y al excongresista Kenji Fujimori.
La minería ilegal de oro, la actividad ilícita más rentable, también ha sido beneficiada al prohibírsele a la policía incautar explosivos a mineros en formalización, un proceso que pronto será extendido a pesar de que tiene años y carece de resultados. La ley antiforestal ha formalizado el despojo de tierras indígenas en la Amazonía por taladores y por mineros ilegales, así como por narcotraficantes.
Ninguna de estas leyes fue promovida por las instituciones del sistema de justicia ni cuentan con su aval, al contrario. Sus promotores suelen ser congresistas investigados o procesados por corrupción o crimen organizado, o integran partidos políticos cuyos líderes lo son. Una vez aprobadas dichas leyes, muchos se han acogido a sus beneficios y los jueces han tenido que acceder o aplicar control difuso. Varias están en el Tribunal Constitucional, que, hasta ahora, ha tomado partido por el Congreso.
En conclusión, la degradación institucional ha contribuido al auge de la violencia y el crimen. La falta de inteligencia policial eficaz, exacerbada por decisiones que han debilitado unidades clave como la DIVIAC, refleja un Ejecutivo que prioriza intereses particulares, no ciudadanos. Una agenda legislativa que favorece la impunidad ha socavado los marcos normativos para combatir el crimen. El retroceso es evidente y preocupante: urge revertirlo para evitar un colapso institucional y garantizar la justicia.
Verano 2025
Abogado, político peruano y especialista en seguridad ciudadana. Exministro del Interior y excongresista de la República. Ha trabajado en Naciones Unidas y presidido el Instituto Nacional Penitenciario del Perú.