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Edición Nº 29

Los mártires de la UCA: 25 años después
6 de diciembre, 2014

El Salvador, ese pequeño país centroamericano, equivalente en extensión al departamento de Ica, y al que el poeta Pablo Neruda llamaría el “Pulgarcito de América”, ha sido escenario de conflictos de larga data que estuvieron focalizados en el problema de la tierra y la situación de opresión del campesinado. Pero, como sucedió en otros países de América Latina, estos justos reclamos no encontraron otra solución que la de masacrar campesinos, por la voluntad de los gobiernos de turno bajo dominio de oligarquías y/o dictaduras militares. Los Acuerdos de Paz que se firmaron en enero de 1992 pusieron fin a ese largo proceso de conflictos sociales, cuya más alta expresión fue el conflicto armado (o “guerra interna”) que se iniciara en 1980.

Fueron 12 años de enfrentamiento abierto entre las Fuerzas Armadas de El Salvador (FAES), en representación del Estado salvadoreño, y el Frente Farabundo Martí por la Liberación Nacional (FMLN), que asumía la defensa de la población en respuesta a la creciente represión contra ella y sus organizaciones. Aunque varían las cifras, hay coincidencias en estimar en más de 75,000 las víctimas entre muertos y desaparecidos. Fue un período de dictaduras militares que llegaría a su fin con la convocatoria a elecciones generales, siendo así que, en 1984, tomaría la conducción del gobierno la Democracia Cristiana.  El 1º de junio de 1989, se haría cargo del gobierno el partido de extrema derecha Acción Republicana Nacionalista (ARENA), fundado por un ex-militar a quien se le atribuye la conducción de los llamados “escuadrones de la muerte”; señalado, además, en el Informe de la Comisión de la Verdad como autor intelectual del asesinato de Monseñor Oscar A. Romero. La matanza de los padres jesuitas y la empleada e hija, el 16 de noviembre de 1989 en el campus de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA), ocurrió apenas cinco meses de haber asumido el mandato ARENA.

El período de guerra interna fue un tiempo de masacres de donde emergieron mártires, víctimas y héroes silenciosos que entregaron sus vidas en defensa de los derechos humanos. Pero de ese dolor surgieron también opciones y respuestas concretas para defender la dignidad de las personas, destacando entre otras instituciones, la Oficina de “Socorro Jurídico” (conocida también como “Tutela Legal”) del Arzobispado de San Salvador, creado por Monseñor Romero, que en sus 31 años de funcionamiento llegó a reunir más de 50,000 denuncias. En 1985 se fundó el Instituto de Derechos Humanos de la UCA (IDHUCA), con la misma línea de compromiso.

Desde años previos al inicio de la guerra interna, hasta los Acuerdos de Paz, se sucedieron un conjunto de hechos de gran significado con respecto al compromiso cristiano por la justicia. Fue una época marcada por el martirio de un número importante de religiosos(as) y laicos (as) que se inicia con el asesinato del P. Rutilio Grande SJ, ocurrido en febrero de 1977, y se prolonga hasta los hechos de la UCA del 16 de noviembre de 1989, pasando por el homicidio de Monseñor Romero. Él, a través de sus homilías transmitidas por radio, denunciaba los actos violatorios ocurridos, muchas de los cuales terminaban en muertes y desapariciones que quedaban impunes. Estas denuncias llegaron a su punto culminante en su última homilía, un día antes de su asesinato, cuando dirigiéndose a las fuerzas “del orden”, exclamó: En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión...!. Esa exclamación significó su sentencia de muerte.

La UCA se constituyó en la institución desde donde los jesuitas, liderados por Ignacio Ellacuría como Rector, forjaron lo que podría llamarse la conciencia ética de la sociedad salvadoreña, actuando no sólo a través de la denuncia profética, sino también con el anuncio de un nuevo amanecer para El Salvador. En otras palabras, la UCA no se limitó a mantener activa la denuncia de violaciones a los derechos humanos cometidos desde el gobierno bajo la llamada “doctrina de la seguridad nacional”, o de las acciones llevadas a cabo por grupos paramilitares e, incluso de los excesos cometidos por la guerrilla; sino que, además, asumió el compromiso de contribuir a procurar la paz para el país. En este aspecto, desde ella se alentó el diálogo entre el FMLN y el gobierno, a fin de buscar una salida negociada al conflicto.

Sin embargo, pese a esa clara opción que adoptó la UCA para que las fuerzas en conflicto respeten los derechos de las personas, no faltaron posiciones intransigentes provenientes de alguno de los grupos políticos integrantes del FMLN para poner en duda la transparencia de las denuncias hacia algunas de sus acciones. Más dura fue la actitud del gobierno ya que no cesó en su hostigamiento hacia la UCA, incluso con atentados contra sus instalaciones. Esta postura de la UCA ante el conflicto respondió a un compromiso con la sociedad salvadoreña, principalmente con los pobres que eran los que vivían con mayor dolor las injusticias cometidas. Una de esas líneas de compromiso fue la llamada “Cátedra de la Realidad Nacional” en la que se dialogaba sobre la situación real del país desde diferentes enfoques (económico, social, político).

Fueron 12 años de enfrentamiento abierto entre las Fuerzas Armadas de El Salvador, en representación del Estado salvadoreño, y el Frente Farabundo Martí por la Liberación Nacional, que asumía la defensa de la población en respuesta a la creciente represión contra ella y sus organizaciones.

En Barcelona, con ocasión de recibir en nombre de la UCA el premio Fundación Comín, el 6 de noviembre de 1989 -diez días antes de su martirio-, Ignacio Ellacuría destacaba que cuando solía decirse que la universidad debería ser imparcial, ellos (los de la UCA) creían que no. Que la objetividad y la libertad que se reclaman para la universidad pueden exigir parcialidad, y en ese sentido, en su discurso, afirmaba que ellos eran “libremente parciales a favor de las mayorías populares, porque son injustamente oprimidas y porque en ellas, negativa y positivamente, está la verdad de la realidad”.

No había duda que el compromiso que asumía la UCA en favor de la pacificación del país, cuya vía de solución debía pasar necesariamente por una paz negociada, basada en la plena vigencia de los derechos humanos, no fue del agrado de los sectores más duros de la derecha salvadoreña en colusión con las fuerzas armadas. Esto condujo a que los sacerdotes jesuitas estuvieran en la mira de esos grupos, resultando así que en la madrugada de ese 16 de noviembre de 1989, un comando militar de élite ingresara a las instalaciones y asesinara a los seis jesuitas que se encontraban en sus dormitorios, así como a la empleada doméstica y su hija, ya que la orden dada era que no quedaran testigos. En juicio posterior, se pudo comprobar, entre otras evidencias, que fueron militares quienes cometieron la masacre y no la guerrilla, a la que se quería culpar aprovechando el hecho de que en esos días el FMLN había iniciado una ofensiva sobre San Salvador.

A 25 años de esos acontecimientos y al margen de la violencia que aún subsiste por la presencia de las ‘maras’ (pandillas) y del crimen organizado, hay un hecho que emerge de todo ese dolor: la paz que se pudo alcanzar en 1992. Quizá este sea el mejor homenaje que se puede rendir, como se escribía más arriba, a mártires, víctimas y héroes silenciosos que entregaron sus vidas por la causa de la justicia. Y como signos de esperanza cristiana están presentes, además de las figuras de Rutilio Grande y Monseñor Romero, la de estos mártires de la UCA: Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín-Baró, Segundo Montes, Juan Ramón Moreno, Amando López, Joaquín López y López; y, por cierto, también las de Elba Ramos y su hija Celina. Su presencia como signos de esperanza sigue ahí, porque la promesa de un nuevo El Salvador no es plena, ya que la pobreza y la desigualdad que aún persisten siguen siendo la expresión de la injusticia, sin dejar de reconocer que el conflicto vivido en los ‘80s políticamente se haya superado y existan ahora amplios espacios de libertad. Pero, como escribe Ellacuría en Utopía y profetismo, “no se puede ser libre injustamente”, porque la justicia, agrega, “no solo posibilita la libertad, sino que la moraliza y la justifica”.


Carlos Lecaros Zavala

Docente de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya.

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