Se suele decir que en el Perú prevalece una falta de memoria del periodo de violencia armada y terrorismo, vivido hace décadas. Eso es un error o, en el mejor de los casos, un acierto a medias. En realidad, la memoria sobre la violencia tiene una presencia permanente y, en ciertos momentos, muy gravitante sobre nuestros asuntos públicos. Pero se trata de un tipo particular de memoria que afirma y fortalece los reflejos autoritarios de nuestra cultura política. Esa memoria gira alrededor de una idea alojada hondamente en la conciencia pública: la amenaza del terrorismo.
La efectividad de esa memoria para moldear nuestra vida política se hace evidente en ciertos momentos particulares. En los últimos meses ello se ha hecho muy visible a raíz de la liberación de algunas militantes o dirigentes de Sendero Luminoso, tras haberse cumplido la condena que recibieron.
Esas liberaciones fueron recibidas con una mezcla compleja de reacciones, entre las que sobresalen tres:
De esta última idea, que cabalga sobre las dos anteriores, emerge la paradójica convicción de que para salvar a la democracia se necesita la imposición autoritaria y el ejercicio arbitrario del poder.
Conviene, pues, reflexionar sobre el lugar que la memoria está teniendo en esta aparente incapacidad de la sociedad peruana para asentar una cultura política de signo democrático, después de las décadas de violencia y autoritarismo, y tras una transición ocurrida hace ya dieciséis años.
Es importante comprender que, salvo en casos muy particulares, nunca se produce un vacío de memoria, menos aún sobre hechos y procesos tan atroces como los que se desarrollaron entre los años 1980 y 2000. Siempre existe una memoria o, más exactamente, varias memorias. Y siempre, también, una de ellas prevalece, mientras que otras son arrinconadas o silenciadas. No es fácil explicar cómo es que una forma particular de presentar el pasado alcanza supremacía. A veces, ello sucede de manera espontánea; en otras ocasiones, esa imagen del pasado es diseñada y propagada deliberadamente por algún sector político o social. En otros casos, una cierta memoria emerge automáticamente, sin deliberación, pero es aprovechada y ampliada por algún grupo cuyos intereses resultan favorecidos por ella.
Esa memoria tiene la peculiaridad de poner todo el acento en los crímenes de SL, pero de ignorar a sus víctimas. Es decir, es una memoria que habla de un pasado de horror, pero que no reserva ningún lugar ni promueve ninguna acción en favor de quienes padecieron ese horror.
Cuando en el Perú los sectores comprometidos con los derechos humanos y la democracia hablan de una falta de memoria se refieren, en realidad, a una forma particular de recuerdo, compuesta de contenidos cívicos, humanitarios y de orientación crítica sobre el contexto que hizo posible tanta violencia y tanta impunidad. Se trata, por decirlo resumidamente, del tipo de memoria que podría haber surgido de la verdad expuesta por la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Pero no se reduce a eso. Esa memoria es, también, la de las víctimas y, por lo tanto, la de la búsqueda de justicia. Y es, así mismo, una memoria que señala el abuso, el crimen y a los perpetradores sin disimulo y que reclama justicia.
En lugar de ella no hay un vacío sino otra memoria, una que en algunos textos académicos se suele denominar “memoria de salvación”: una representación en la que predomina la historia de cómo con “mano dura” se pudo derrotar al terrorismo, mientras que la democracia, con sus procedimientos y legalismos, se revelaba incapaz de defenderse. Se trata de una representación del pasado que tiene, a su manera, una turbadora coherencia antidemocrática: se exalta el autoritarismo, se preconiza el desprecio a la ley, se estigmatiza a los defensores de la legalidad como agentes de un cierto derrotismo y de la claudicación ante el terrorismo, se presenta a la búsqueda de justicia sobre crímenes de las fuerzas armadas como una forma subrepticia de favorecer a Sendero Luminoso y, finalmente, se reduce el recuerdo de ese pasado atroz a los crímenes de esta organización.
Esa memoria, por otro lado, tiene la peculiaridad de poner todo el acento en los crímenes de SL, pero de ignorar a sus víctimas. Es decir, es una memoria que habla de un pasado de horror, pero que no reserva ningún lugar ni promueve ninguna acción en favor de quienes padecieron ese horror. Las víctimas -no solo las del Estado, sino incluso las de Sendero Luminoso- existen en esa memoria como un nombre genérico, no como personas con derechos que fueron violados. Es una memoria que se limita a hablar del terrorismo, pero que no se interesa en saber más sobre quiénes sufrieron ese terrorismo.
Se puede ofrecer un ejemplo claro de la trivialidad de esa memoria. La CVR señaló que el único caso en que pudo haberse configurado el delito de genocidio -el más grave de los crímenes internacionales- fue el del cautiverio de la población ashaninka por Sendero Luminoso, y recomendó que se profundizara investigaciones en ese sentido. Pues bien, desde entonces se han sucedido cuatro gobiernos, incluyendo al actual, todos ellos han invocado la amenaza terrorista cuando se ha producido alguna protesta social de grandes proporciones, y ninguno de ellos, sin embargo, ha dado ni un paso para intentar demostrar el carácter genocida de Sendero Luminoso.
Se puede buscar diferentes razones para esa incoherencia. Una de ellas será, seguramente, la poca importancia que esas víctimas en particular tienen para las élites peruanas, lo cual refuerza lo dicho anteriormente: es la memoria de un horror, pero sin lugar para las víctimas. Pero otra razón será que esa memoria genérica, mecánica, plana, que reduce la violencia a la criminalidad atroz de Sendero Luminoso -y el hecho de que SL haya sido, en efecto, una organización atrozmente criminal es, ciertamente, una ventaja- resulta suficiente para los fines que está llamada a cumplir: generar y justificar el autoritarismo, desacreditar cualquier forma colectiva de protesta, calificándola de terrorista, y prolongar en la conciencia pública una cierta sensación de “estado de excepción”, según la cual el país necesita democracia, pero no tanta.
No tenemos, pues, una memoria para la búsqueda de justicia, o para la crítica de nuestro orden cultural (por ejemplo, del racismo) y la reforma de nuestras instituciones, sino una memoria para la reproducción del miedo. Y ese mecanismo de reproducción del miedo, que los poderes político y económico y los medios de comunicación mantienen bien aceitado, mueve sus engranajes con particular energía en dos tipos de situación: cuando algo o alguien pretende impugnar el orden conservador que desde hace años viene desactivando los pocos cambios democratizantes, realizados durante la transición, o cuando se producen eventos como la liberación de presos por terrorismo, es decir, eventos que por su naturaleza polémica puedan servir para reforzar el sentido común sobre el cual reposa esa memoria.
El resultado de todo eso es, naturalmente, gravoso para nuestra democracia. Ella está siempre en tela de juicio. Prevalece una cultura política que, por decirlo de algún modo, no termina de internalizar la idea de la democracia -y por tanto de la ley, del derecho, de la institucionalidad-. La cultura democrática habita precariamente en la conciencia de las autoridades y de los políticos y está bajo permanente amenaza de derribo en el sentido común de las mayorías. Y ese es, paradójicamente, un enorme obsequio que Sendero Luminoso, con su prédica antihumana, su proceder criminal y su monolítica negativa al arrepentimiento, le han hecho al autoritarismo conservador peruano.
Verano 2017-2018
Féliz Reátegui Carrillo
Coordinador de investigaciones. Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la Pontificia Universidad Católica del Perú (IDEHPUCP).