A mediados de mayo de este año, la CEPAL señaló que América Latina está atascada en su desarrollo en tres trampas: la trampa del bajo crecimiento, la trampa de la desigualdad con baja movilidad social y la trampa de instituciones deficientes. Por otra parte, la globalización y los flujos migratorios han hecho crecer las aspiraciones de nuestras sociedades centroamericanas, tan cercanas a Estados Unidos y con migración intensa hacia el norte. Ante el atasco permanente y el cansancio de la población ante una gestión política de ritmo lento y con frecuencia infectada de corrupción, el populismo autoritario, que aparentemente resuelve, está creciendo en nuestra área, al igual que en otros muchos países. En la búsqueda de nuevas salidas de una situación tensa y que ya estalló, en el pasado, en movimientos revolucionarios y guerras civiles, el populismo se presenta como un nuevo generador de esperanzas y de unificación de voluntades en torno a un liderazgo carismático que promete un futuro totalmente renovado.
La desigualdad y la pobreza son, sin duda, las causas de la mayor parte de los conflictos sociales y los principales desafíos a vencer en Centroamérica. El populismo explota esa situación con promesas imposibles y con el reparto de algunos beneficios, con frecuencia destinados a conseguir clientelas políticas. Con un Estado incapaz de organizar eficientemente tanto la institucionalidad como las redes de protección social, afectadas por un bajo nivel educativo y por una cultura de la violencia aprovechada con frecuencia por sectores del crimen organizado, las mayorías populares quieren ver resultados, incluso a través de medidas autoritarias. Las respuestas son diversas en los países, pero la tentación del populismo autoritario es cada vez más fuerte. En El Salvador, la figura del presidente Nayib Bukele ha tenido un fuerte impacto en la mayoría de la población. Su juventud, sus promesas de un nuevo país, su hábil manejo de las redes sociales, su estilo ejecutivo, desenfadado y libre, así como el haber reducido enormemente el problema del amplio control territorial de las maras (pandillas) y eliminado la dura carga de violencia y criminalidad que imponían, le han dado una popularidad masiva. Así ha arrasado en las tres últimas elecciones con los dos partidos tradicionales que llevaban gobernando por turnos durante los últimos treinta años. Con el control del poder legislativo, ganado electoralmente gracias al carisma del líder, comienza un proceso de elaboración de nuevas leyes que prácticamente desarticulan todas las instituciones de control democrático del poder, garantizan la reelección presidencial consecutiva, antes prohibida por la constitución, y se da un fuerte posicionamiento al ejército en el tema de seguridad y en otros aspectos de la vida civil.
"Con un Estado incapaz de organizar eficientemente la institucionalidad y las redes de protección social afectadas por un bajo nivel educativo y una cultura de la violencia, las mayorías populares quieren ver resultados, incluso a través de medidas autoritarias."
Este modo de gobernar de Nayib Bukele se ha convertido en aspiración popular en el resto de países centroamericanos. Incluso Panamá y Costa Rica, con mayores márgenes de institucionalidad, bienestar y recursos, se han decantado en las últimas elecciones por candidatos que, tanto en el estilo externo desenfadado y enfrentado a las instituciones democráticas como en el intento de imponerse autoritariamente, tienen algunas semejanzas con el presidente salvadoreño. En las antípodas de Bukele está el —así llamado— cogobierno del presidente Ortega y su vicepresidenta y esposa, Rosario Murillo. Daniel Ortega lleva, en dos etapas distintas, prácticamente veintitrés años siendo presidente o la figura clave del poder ejecutivo. Los primeros seis años, tras un triunfo revolucionario, dirigió un gobierno democrático en el que el populismo se mezclaba con avances culturales y sociales. Desde 2007 hasta el presente gobernó cada vez con mayor autoritarismo, control de las instituciones del Estado, manipulación de las leyes en favor del poder ejecutivo y represión creciente de cualquier tipo de oposición. El ejército se ha convertido en el respaldo del régimen y, a pesar de las elecciones, en buena parte manipuladas, el modo de gobernar no se diferencia en nada de una dictadura.
Aunque la diferencia es muy grande entre los dos sistemas de gobierno, hay coincidencias claras. Ambos presidentes mantienen discursos y promesas de desarrollo y ambos han controlado férreamente los respectivos congresos legislativos y los sistemas judiciales. Al mismo tiempo, los dos gobiernos han desarrollado una especie de pacto con las oligarquías tradicionales de doble dirección: nosotros gobernamos y ustedes no interfieren en tanto que ustedes hacen dinero y nosotros no interferimos. Pacto que por supuesto permite a ambos gobiernos un amplio margen de corrupción estatal, amparado en el control y silencio administrativo y la reserva de la información pública. Mientras Ortega mezcla un discurso y unas relaciones internacionales vinculadas a una especie de socialismo vacío, Bukele habla claramente de un modelo de desarrollo capitalista. Ambos han facilitado la expropiación de terrenos y otros bienes en favor del Estado. El Modelo Cristiano, Socialista y Solidario (MCSS) de la Revolución Sandinista, tan cacareado por el régimen de Ortega y su esposa, es sustituido en El Salvador por una especie de culto al presidente Bukele a través de las redes. Los sandinistas, más acostumbrados a las pintadas en las paredes, atacan a los opositores desde la arbitrariedad judicial y el insulto directo. El gobierno salvadoreño prefiere los ataques sistemáticos en las redes a través de sus centros de «troles», sin desdeñar en algunos momentos la utilización del sistema judicial, especialmente contra líderes de instituciones sindicales y contra los políticos de gobiernos anteriores. El anuncio de megaproyectos es también un elemento común en la propaganda. No obstante, mientras en Nicaragua el proyecto de construir un nuevo canal interoceánico terminó en una estafa, en El Salvador se hacen esfuerzos, aun a costa de un terrible crecimiento de la deuda pública, para sacar adelante algunos proyectos como nuevos aeropuertos, nuevas zonas turísticas como Surf City y Bitcoin City, el tren del Pacífico y obras en carreteras.
Esta tendencia a los megaproyectos se ha dado también en otros países centroamericanos. En Honduras, pocos años antes, el gobierno del presidente Juan Orlando Hernández, hoy juzgado por narcotráfico en Estados Unidos, hablaba de convertirse en el Hong Kong de América Latina con la creación de las llamadas Zonas de Empleo y Desarrollo Económico (ZEDE), una especie de zonas entregadas a la inversión extranjera en las que los inversionistas estarían a cargo de la política fiscal, la seguridad ciudadana y el arbitraje y solución de conflictos, entre otras responsabilidades. Tras fuertes discusiones, la ley de las ZEDE fue derogada al poco tiempo de entrar en funciones un nuevo gobierno en 2022. Amenazada también la seguridad ciudadana por grupos criminales, el nuevo gobierno hondureño ha involucrado al ejército en labores de seguridad, continuando con el modelo del presidente Bukele. La nueva presidenta de Honduras, esposa del expresidente Manuel Zelaya, quien sufrió un golpe de Estado en 2009, hizo surgir esperanzas de una mayor institucionalidad en Honduras. Sin embargo, la influencia de su esposo, actual asesor de la presidencia y expresidente de claro matiz populista, así como la militarización de la seguridad, abren un campo a la desconfianza.
"Apoyados en las esperanzas de desarrollo y cansados de gestiones deficientes y corruptas, los populismos autoritarios encuentran apoyo fácilmente, aun cuando la tendencia autoritaria y la corrupción que la suele acompañar llevan al fracaso"
En Guatemala, el control estatal de una oligarquía tradicional generó un tipo de partidos políticos relativamente poco estables, centrados en la corrupción y en la defensa de los grandes intereses económicos del capital. El control del sistema judicial y de la fiscalía por diversos grupos de poder, en el que participan funcionarios gubernamentales, representantes del capital y del ejército, ha configurado lo que popularmente se denomina «pacto de corruptos». En las últimas elecciones presidenciales, llevadas a cabo el presente año, el partido Semilla ha intentado apostar por la reforma y la creación de un Estado de derecho que proteja a las instituciones estatales del sometimiento a los grandes intereses. El «pacto de corruptos» inició una persecución judicial en contra del mencionado partido que casi frustra el intento. Un «paro plurinacional» con un peso clave del movimiento indígena logró detener el intento y asegurar el triunfo electoral de Semilla. No obstante, todavía mucha gente tiene desconfianza de que este partido pueda hacer cambios importantes en la configuración del poder real en el país.
Apoyados en las esperanzas de desarrollo y cansados de gestiones deficientes y corruptas, los populismos autoritarios encuentran apoyo fácilmente, aun cuando la tendencia autoritaria y la corrupción que la suele acompañar llevan al fracaso. El rumbo del «sandinismo orteguista» muestra la degeneración de un populismo que logró en el pasado importantes avances sociales, hoy en clara regresión tanto social como democrática. El militarismo, otro de los componentes del populismo centroamericano (exceptuados Panamá y Costa Rica), se ha mostrado en nuestra historia como el mayor impedimento en la construcción del Estado de derecho y de la vida democrática. Las «megaobras», tan susceptibles a la corrupción en toda América Latina, pueden deslumbrar en un primer momento, pero la ausencia de reformas estructurales termina siempre creando desencanto y parálisis en el desarrollo. Los populismos terminan siempre convirtiéndose en accidentes históricos, siempre con víctimas. Lamentablemente, al igual que en el tráfico desordenado de nuestras ciudades, mientras no se emprendan reformas estructurales tanto en el campo económico como en el social, los populismos serán accidentes que se podrán repetir con más frecuencia de la deseada.
Filósofo y Teólogo. Sacerdote Jesuita de Centroamérica. Conocido por su labor en derechos humanos y educación en El Salvador, y exrector de la Universidad Centroamericana (UCA).