Pensar en violencia durante un contexto de emergencia nacional por pandemia implica tener en cuenta un cambio significativo en las condiciones de vida de las personas. El aislamiento social obligatorio, y las circunstancias que aún nos impiden acceder a la normalidad como la conocíamos, requiere de numerosas adaptaciones, como aprender a convivir en espacios reducidos y tiempos prolongados en el hogar, lidiando con las emociones que generan los acuerdos y desacuerdos propios de la interacción humana. convivencia
Sobre esto último, las personas tenemos que poner en juego una serie de recursos personales que nos permitan establecer puentes de diálogo, de modo tal que logremos canalizar nuestras frustraciones de manera efectiva, evitando dañar a las personas que nos rodean con nuestras propias heridas emocionales. Esta no es una tarea sencilla en estos tiempos y, frente a situaciones de crisis, las carencias que previamente hemos asumido pueden decantar en conflictos familiares o exacerbar algunos ya existentes.
En este sentido, es importante diferenciar la agresividad (que se despliega durante un conflicto como una expresión natural humana de dirección, empuje, exploración y puesta en marcha del impulso vital[1]), de la violencia (la cual constituye el resultado de una agresividad manifiesta en extremo que impacta de manera destructiva en el entorno). De acuerdo a ello, la violencia sería entonces “una insuficiencia del entorno de los individuos para encontrar canales adecuados que potencien la dirección de sus impulsos hacia fines creativos, fraternos y que fomente la expresión de la agresión de manera saludable”[2].
La pregunta, por tanto, es ¿qué impide a esta agresividad natural convertirse en constantes prácticas violentas? Comúnmente diríamos que es la educación (de parte de los cuidadores, maestros y el contexto cultural en general) la herramienta diseñada por excelencia para dominar la agresión transformada en violencia[3]. No obstante, las normas institucionales que promueven una convivencia saludable no necesariamente están a la par de las dinámicas cotidianas en las que somos puestos a prueba para lidiar con emociones como la frustración y la cólera, derivadas de escenarios de hacinamiento, hostigamiento y discriminación, característicos de las brechas socioeconómicas que esta pandemia está reflejando en los últimos meses.
Frente a dichas situaciones, el Centro de Escucha de la Ruiz, proyecto de la Escuela Profesional de Psicología de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya, ha enfrentado retos particulares para el acompañamiento virtual de adolescentes y adultos durante el confinamiento. Entre mayo y julio del presente año, el espacio recibió un total de 98 solicitudes de atención, de las cuales la mayoría tenía como motivo de consulta las dificultades de comunicación en la familia y/o con la pareja. De entre estos casos, aquellos que vivían en situaciones violentas fueron principalmente por violencia verbal, asociada a situaciones como: echar la culpa a otro por exponerse y no cumplir con protocolos de desinfección, responsabilizar autoritariamente a las mujeres de la casa a asumir una diversidad de tareas domésticas, conflictos judiciales por tenencia de hijos, e insultos y humillaciones relacionadas al consumo de alcohol de alguno de los miembros en el hogar.
Un encierro con una persona violenta en casa, y la sensación de incertidumbre frente a cuándo podría parar esto, así como el temor de cuándo puedan volver a darse estas acciones, pueden producir desesperanza, con fuertes repercusiones emocionales para el desarrollo humano.
Esta realidad nos refleja lo que Jean Paul Sartre, en su clásica obra “A puerta cerrada”, traía como moraleja: el infierno son los otros. La sobre-socialización en una situación de encierro nos demuestra que la forma y condiciones de relacionamiento y vinculación van a variar inevitablemente. Asimismo, la sensación de inseguridad en el espacio considerado como “hogar” deja de percibirse como un espacio de cuidado, ya que la convivencia compartida de ambientes reduce la privacidad y, por ende, la posibilidad de realizar actividades como trabajar, estudiar y socializar con otras personas cercanas de manera más orgánica.
De otro lado, no debemos olvidar que un gran componente que nos afecta históricamente en lo interpersonal, y tiñe nuestros comportamientos, es el machismo, así como el miedo derivado de este en circunstancias de carencia afectiva y material. Un claro ejemplo de ello es el relato de "J", una joven de 19 años que vive con sus padres durante la pandemia y es presionada por su mamá para “saludar” a su papá y tratarlo cordialmente, a fin de que este no sea violento, tanto con ella como con su mamá. "J" siempre ha escuchado insultos y devaluaciones de diversas formas hacia las mujeres de su casa, e incluso comenta estar acostumbrada y haber asumido que, como mujer, debía dejarse humillar. Este caso, sin duda, es una situación de violencia física y psicológica hacia la mujer que viene desde mucho antes de la emergencia actual. Sin embargo, se puede reconocer cómo el mayor contacto y convivencia, a raíz de la cuarentena, puede generar mayores tensiones y situaciones de riesgo ante la necesidad de tener que adaptarse a las perversidades de la violencia en el hogar.
Por otro lado, "B", mujer de 34 años, cuenta cómo ella y su mamá tienen que escuchar los gritos, insultos y reproches de su papá cuando este se emborracha. "B" refiere que su padre se expresa de esta manera con el propósito de hacerles sentir mal, y no es difícil imaginar que esta circunstancia de encierro vuelva más frecuente, o al menos imposible de evitar (si se cumple con la cuarentena y el toque de queda), la situación de tener que escuchar el repetitivo discurso violento del padre alcohólico.
Sin duda, relatos como los anteriores nos hacen pensar en lo tormentoso que puede ser un encierro con una persona violenta en casa; y la sensación de incertidumbre frente a cuándo podría parar esto, así como el temor de cuándo puedan volver a darse estas acciones, pueden producir desesperanza, con fuertes repercusiones emocionales para el desarrollo humano.
Finalmente, el caso de "R", mujer de 27 años, nos cuenta explícitamente que estar en su casa le hace sentir mal porque no la entienden y, principalmente, porque se siente ignorada y reconoce que eso es algo muy duro para ella. Tal vez el hecho de ignorar al otro pueda generar discusión entre las definiciones de violencia, sobre todo cuando se trata de relaciones entre adultos. Ignorar a alguien en el espacio público puede ser considerado el ejercicio de un derecho (libertad), o incluso una forma de defenderse ante una interacción no deseada. Sin embargo, en la convivencia dentro del hogar, ¿no se podría entender como una forma de violencia? La negación o anulación de la presencia del otro, la exclusión del grupo familiar, constituye una forma al menos agresiva hacia los otros, situación que se puede volver más complicada cuando no hay opciones de salida durante el día, o un proyecto viable de independización total. Si a ello le sumamos la difícil situación económica para muchas personas en la actualidad, con tendencia a hacerse más compleja en el futuro cercano, no queda más que prepararse, o seguir preparándose, para un panorama de alta incidencia de violencia en los espacios domésticos.
Resulta clave permitirnos un espacio en el que sea posible que conversemos sobre nuestros malestares. Que el aislamiento del mundo social más amplio no se vuelva motivo para aislarnos de nosotros mismos y de nuestros afectos.
Con todo ello, lo más relevante en estos casos es estar alerta. Las nuevas acciones y afectos deben ser interpretadas en nuestros hogares y, ante ello, los nuevos acuerdos deben ser conversados para asegurar una convivencia pacífica. En ese proceso, ayudaría que podamos pensar en los momentos en los que falla la propia regulación de nuestras emociones, de forma que podamos tener la capacidad para detenernos y pensar o contener al otro, previniendo que nuestros propios estresores se conviertan en acciones autoritarias o de negligencia hacia quienes nos rodean, lo cual tiende a desembocar en violencia.
Por último, también resulta clave permitirnos un espacio en el que sea posible que conversemos sobre nuestros malestares. Que el aislamiento del mundo social más amplio no se vuelva motivo para aislarnos de nosotros mismos y de nuestros afectos: todas y todos estamos pasando por una diversidad de cambios y crisis para las cuales no estábamos preparados, pero eso no implica que utilicemos al otro como depósito de nuestras propias angustias y miedos, perdiendo de vista la empatía en el vínculo y la subjetividad del otro. Para que esto no ocurra, necesitamos activar nuestros recursos y redes de soporte a fin de poder preservar nuestra casa interna o, en otras palabras, aquello que nos permite gozar de salud integral y tener una vida digna en libertad. Lo que será pertinente en todo caso, es que esto constituya una oportunidad más para volver a mirarnos desde otra óptica: la empatía, lo que nos conecta con la vitalidad de seguir ejercitando nuestra búsqueda por el bienestar y el potencial humano.
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[1] THORNE, C., COVERVELEYN, J., PEZO DEL PINO, C., VELÁZQUEZ, T., VALDÉZ, R. (2011) Buenas prácticas en la prevención y atención de la violencia social Lima: PUCP
[2] Idem, p.18
[3] SANTUC, 1999 citado en Thorne et al., 2011.
Primavera 2020
Gabriela Gutiérrez Muñoz y Diego Otero Oyague
Centro de Escucha de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya