¿Qué hay en el nombre de Francisco?

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Entre los buenos artículos que he leído sobre el Papa Francisco está uno escrito por el franciscano Daniel P. Horan, titulado What’s in a Name?, publicado por la revista America en su número de abril pasado. Horan destaca algunas similitudes entre los dos Franciscos, el Papa y el santo de Asís, pero le interesa ir a la cuestión de fondo: hay para él algunos aspectos de la vida de san Francisco, no suficientemente apreciados, que podrían estar implicados en el nombre del Papa.

El primero de esos aspectos es la renuncia al poder. Seguir a Cristo de una manera auténtica implicaba para el santo vivir en la pobreza evangélica, y esta condición no era solo la carencia de bienes propios, sino también la carencia de poder. Me parece que seguir de este modo a Cristo le resulta menos complicado a un santo que a un Papa. Pero tampoco quiero decir con esto que fuera fácil para san Francisco. Lo que destaco es que sus esfuerzos no se comparan con los que está desplegando en Roma su homónimo argentino.

¿Cómo desmontar el poder desde el poder? Esta no fue la pregunta del santo de Asís. Como lo recuerda Horan, a Francisco le interesó remover las barreras del poder que lo separaban de los otros, conformadas sobre todo por el dinero y el prestigio de las clases dominantes. Cuestionó el trato entre personas basado en el estatus económico y social, y en eso fue intransigente. El Papa apunta sin duda a lo mismo, pero no enfrenta las barreras del poder desde el llano, sino desde la cúspide. Uno diría que su tarea es, por eso mismo, más fácil; pero tal vez sea todo lo contrario.

La misión que se ha propuesto el Papa al elegir el nombre Francisco es desmontar el poder del dinero en la Iglesia, pero sin condenarla a la bancarrota. Eso significa, por un lado, desarticular las redes de captación de recursos financieros ilícitos y hacer compatible las operaciones del IOR[1] con las regulaciones de la banca europea. Pero, por otro lado, como responsable de la Iglesia católica, Francisco tiene que garantizar al Vaticano la afluencia de recursos lícitos suficientes. ¿De dónde van a salir? Dios proveerá es una respuesta que hasta san Francisco tuvo que matizar.

El segundo aspecto resaltado por Horan es la reforma de la Iglesia. Francisco de Asís fue un reformador radical, sin duda alguna un rebelde, y aunque se haya reconocido siempre como un hijo fiel de la Iglesia, su lealtad era en primer lugar al Evangelio. Por esa razón desobedeció cuando hubo que desobedecer, a Dios gracias. Como ejemplo, Horan recuerda cómo Francisco emprendió un diálogo con el mundo musulmán a pesar de que Inocencio III había instruido claramente en contra de ese acercamiento. Su rebeldía estaba basada en la inclusión.

En el terreno social, cuando el clero vivía enteramente separado de la comunidad, Francisco se rebeló sobre todo contra la cultura de la exclusión, emblemáticamente representada por los leprosos en la Edad Media. Al asumir este nombre, el Papa se obliga a dar testimonio de esa misma voluntad rebelde de inclusión. Pero, a diferencia de su homónimo medieval, el Papa no es un excluido del poder, sino todo lo contrario. Él es el poder, o al menos, en tanto soberano en funciones, es la parte fundamental del poder en la Iglesia católica.

Hay indicios que nos permiten suponer que, para desmontar el poder absoluto del papado, Francisco se ha propuesto retomar la tendencia manifestada en el Concilio Vaticano II hacia el sinodalismo. Como Francisco de Asís, el Papa se mantiene fiel a la Iglesia de su tiempo, representada por los decretos del Concilio. Pero, en su plan de reforma, que ya incluye a los obispos consejeros en las decisiones políticas de la Iglesia, y que eventualmente otorgaría al sínodo de los obispos la responsabilidad del poder, Francisco se cuida de no convertir a la Iglesia en una democracia liberal y debilitar por completo la relación entre el pueblo y los pastores.

Horan luego analiza un aspecto más implicado en la homonimia: el papel de la paz y del amor. Yo aquí ya no incido sobre eso, no porque no aprecie lo que propiamente constituye la espiritualidad franciscana, sino porque creo que merece destacarse algunas cosas supuestas en los puntos anteriores. La primera es ésta: Francisco es el nombre de la integración, de la incorporación de lo diverso al amor de Cristo, el nombre de la apertura a todos los marginados, incluidos los animales, es decir, sin importar mucho el tipo de marginación. Desde otro ángulo, es el nombre de la lucha contra todas las formas de la exclusión que se efectúan en la vida social.

Y quizás no se destaca suficientemente otro supuesto: Francisco no es el nombre de una utopía. Pobreza y riqueza, exclusión e inclusión son conceptos que se reclaman necesariamente, que no pueden darse uno sin otro, y que solo vistos así enriquecen nuestra comprensión de la doctrina social de la Iglesia. La riqueza y el poder tienden por naturaleza a la exclusión, se configuran como tales a partir de lo que excluyen. Hacerse rico es hacer pobres; incluirse en los círculos de poder es excluir de ellos a otros. No puede ser de otro modo, porque de otro modo estaríamos en el Edén.

Visto así, el nombre de Francisco demanda un cambio social basado en la misericordia. Hacerse pobre con los pobres y hacerse excluido con los excluidos no solo es una forma de mostrar el desacuerdo con la tendencia a excluir, connaturales a la riqueza y el poder, sino sobre todo una manera de manifestar el carácter ineludible del desacuerdo. Para el cristiano, la misericordia implica estar en desacuerdo con la dinámica social tal como ha sido, tal como es y tal como será configurada por los seres humanos. En ese sentido, cambiar las estructuras sociales injustas es una tarea permanente, inagotable, en ésta o cualquier otra configuración posible de la sociedad.

Jesús, el excluido por excelencia, asume su exclusión no para ser incluido en los círculos del poder, sino como la forma del desacuerdo perenne. Su nombre, así como el de Francisco, nos recuerdan que quien denuncia la exclusión no ha de querer ser rico y poderoso sin perder en ello el espíritu que impulsa al cambio. Francisco se desnudó para frenar la tendencia a excluir que hallamos hasta en la vestimenta; para menguarla lo más posible, en medio de una dinámica social que vive de la exclusión. Hacer justicia y demandar misericordia no es eliminar lo que no puede ser eliminado, sino denunciar y combatir la insensibilidad, para que los privilegiados no se regocijen en su condición.

En muy raras ocasiones, este combate se impulsa desde el poder mismo. El emperador Constantino impulsó más bien la exclusión, fomentó la membresía exclusiva al club de los ricos y poderosos. En nuestra tradición, Constantino es el nombre del poder por antonomasia, cosa que muchos Papas comprendieron y asumieron como ejemplo. También comprendieron, desde luego, lo que significa por oposición Francisco y, sorprendentemente, uno de ellos por fin adoptó este nombre, para temor y temblor de muchos.

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[1] Instituto para las Obras de Religión, conocido como Banco Vaticano (N.E.)


Luis Bacigalupo

Doctor en Filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Director de la Dirección Académica de Responsabilidad Social de la Pontificia Universidad Católica del Perú

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