La mayoría de peruanos nos seguimos preguntando, ¿Dónde está el cambio responsable que prometió García para su segundo gobierno?, si apreciamos y sufrimos el mismo rumbo hacia un modelo de desarrollo que concentra riqueza, más centrado sobre la conquista de los mercados externos que sobre el crecimiento del mercado interno, la misma fe ciega en los TLC glorificados como virtuosos, y la misma apuesta por los efectos coyunturales positivos de la globalización de la economía, pese a la crisis internacional.
Si bien los 90 meses de crecimiento continuo se reflejan en la estabilidad y/o el mejoramiento de los indicadores macroeconómicos, en lo que concierne los sectores populares los “micro-chorreos” aliviaron solo mínimamente ciertos indicadores sociales en determinados sectores y áreas.
Persisten desequilibrios y déficits abismales en lo que concierne a la integración de los peruanos en una comunidad de ciudadanos y ciudadanas; y en el fortalecimiento de las instituciones que regulan la vida social. Y los mismos escándalos de corrupción que no solo continúan, sino que se han acrecentado alrededor de palacio de gobierno.
Las políticas públicas, que debían orientar o movilizar al país hacia lo que él mismo denominó “cambio responsable”, no son percibidas ni sentidas por la mayoría de peruanos y peruanas, lo que se expresa en el bajo nivel de aprobación de su gobierno (27%[1]). Llama poderosamente la atención la falta de visión y de estatura de hombre de Estado que está exhibiendo -queriéndolo o no- Alan García[2].
Extraño destino de este profesional de la política, que hace 20 años, ambicionaba ser un -o el- líder del subcontinente y que al pasar del voluntarismo ideológico al pragmatismo ha devenido una figura opaca, frente a Lula, Morales, Correa, Uribe, Lugo, Tabare; quienes han implementado políticas más redistributivas y obtienen niveles de aprobación de sus gobiernos que superan significativamente al de García.
Tres años con un contexto relativamente “favorable” en lo económico, pese a la crisis, sin real oposición política, con enorme libertad de maniobra y la posibilidad de tomar iniciativas de peso, pero donde sobresalen una inacción y una falta de imaginación y de voluntad política del ejecutivo para emprender reformas en profundidad, cruciales para el país, que aminoren la exclusión y la marginalización de sectores importantes de la sociedad. Y más bien hemos visto cómo la arrogancia, la soberbia y la falta de respeto a las diferencias, como elemento sustancial de la democracia, sigue caracterizando al gobierno de García, quien queriendo o no, empuja al país a una polarización innecesaria con su discurso y práctica: los que se benefician del actual patrón de acumulación y los que no, los que tienen derecho a opinar y los que no, los que quieren el desarrollo y los que no, los ciudadanos de primera clase y los otros.
Lamentablemente el proceso de descentralización, por la falta de impulso gubernamental, está dejando de ser un campo estratégico para reconciliar las periferias con el centro político, e ir cerrando las brechas históricas que tenemos en el interior del país que afectan negativamente el bienestar de las mayorías.
El panorama en este campo no es tan alentador, pues la descentralización de los recursos y el desarrollo de las capacidades institucionales no han sido lo suficientes para las transformaciones que se esperaba del proceso; aunque si se le reconoce como un terreno fértil para desarrollar a nivel micro, prácticas participativas, experiencias de democracia participativa y –aun todavía- precarios avances en eficiencia de la inversión pública.
Hay en este modo de proceder de Alan García mucho más que el incumplimiento de su oferta electoral, la pérdida de su carisma o el cálculo político de ganarse la confianza de los principales grupos de poder. Predomina una oscura indiferencia a las expectativas de los que gobierna; un desprecio y una intolerancia frente a los que no aceptan inequidades, discriminaciones y corrupción como una fatalidad intangible; y una pérdida del sentido de la política como la construcción de un vivir juntos. Actitudes impositivas que en conjunto desembocan sobre lo que se ha estigmatizado como “criminalización de la protesta” y su ya increíble argumento que el rechazo de la población a su gestión se debe a la influencia de los presidentes de Venezuela y de Bolivia en el marco de una confabulación que solo existe en la cabeza de García y su entorno.
Alan García culmina el tercer año de su segundo gobierno capeando las turbulencias sociales que tienden a acumularse y con la satisfacción tecnocrática de haber finiquitado y profundizado una política de economía de mercado. Y está perdiendo, sin pena ni gloria, una oportunidad histórica: plasmar un proyecto de país que tome en cuenta el fraccionamiento social, geográfico, cultural y étnico del Perú y que integre los valores en gestación en el mundo de hoy; desde la naciente conciencia ecológica como germen de un desarrollo sostenible hasta la búsqueda de nuevas formas de gestión pública que respondan a las expectativas de la población. Qué lástima por él pero principalmente para el país.
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[1] Según encuesta de Apoyo del mes de Julio del 2009, 68% desaprueba la gestión del presidente García.
[2] Carlos Ivan Degregori, en artículo en la revista Ideele de Julio 2009, presenta a García “como un hombre de ideas agotadas, que ya perdió contacto con su tiempo, que no quiere saber qué –para hablar por ejemplo de la selva- hoy los pueblos amazónicos están casi tan globalizados y despiertan más solidaridad en el mundo que la exhausta Internacional Socialista a la que pertenece su partido, sin ser por ello marionetas manejadas desde el exterior”.
Publicado en agosto 2009
Bruno Revesz, SJ
Miembro del centro social jesuita CIPCA (Piura)
Maximiliano Ruiz
Director del centro social jesuita CIPCA (Piura)