Definitivamente un debate alrededor de la democracia se torna difícil y oscuro cuando trasciende el sistema político, es decir, cuando las complejas relaciones entre los ámbitos político, económico y social, pueden redefinir los requisitos necesarios para calificar a un régimen como democrático. ¿Es posible, por ejemplo, la existencia de una democracia aún cuando se enmarca en una sociedad excesivamente desigual, con altos índices de pobreza o con persistentes grados de discriminación étnica y racial?
Durante la década de 1980 y luego de las transiciones democráticas desde los gobiernos militares en América Latina, las nuevas democracias aplicaron políticas de ajuste que significaron dramáticos niveles de empobrecimiento y fragmentación social. Aún cuando estos nacientes regímenes enfrentaron situaciones de desestabilización social, que resultaron en gobiernos plebiscitarios y, en muchas ocasiones, autoritarios, las reglas del juego democrático terminaron por consolidarse. Sin embargo, no ocurrió lo mismo con los conflictos sociales y las sucesivas crisis económicas que en gran medida persistieron y rebasaron el contexto de libertades políticas.
Actualmente es generalmente aceptado que la mayoría de países en la región vive bajo regímenes democráticos. No obstante también es evidente la precariedad de sus instituciones, la fragilidad de la representación política y las regresiones autoritarias. Por otro lado, la ciudadanía se cuestiona cada vez más la idoneidad de la democracia como conjunto de normas que rigen una convivencia social y en el sentido común ronda el cuestionamiento respecto si el sistema es “justo” o “injusto”. Mientras la globalización ha colocado en la agenda de las Naciones Unidas el tema de justicia social como una aspiración mundial, los Estados periféricos parecen divorciar la democracia de la justicia, colocando ambos conceptos en distintas dimensiones teóricas y prácticas.
Es posible por lo tanto, y respondiendo a la pregunta inicial, trazar límites entre lo que se considera una democracia, y la aspiración humana a la justicia, entendida no sólo como función estatal ejercida desde el aparato judicial, sino como actividad de los sujetos, funcional al establecimiento de nuevas condiciones sociales y económicas que posibiliten una convivencia colectiva digna y pacífica. Las instituciones políticas pueden construirse en el marco de parámetros democráticos que no necesariamente deben cumplir con igualar social y económicamente a los gobernados y por lo tanto a establecer la justicia social como un fin. Pero partir de este estado teórico nos debe conducir a un nuevo debate sobre la posibilidad de integrar y superar tanto la democracia como la justicia.
Según la CEPAL, al menos el 34.1% de la población en América Latina vive en situación de pobreza o indigencia. En las zonas rurales la pobreza y la indigencia llegan a afectar al 52.1% de las personas. En estas condiciones los regímenes democráticos difícilmente pueden mantenerse estables, pues las demandas sociales rebasan la capacidad del Estado de procesarlas y solucionarlas. Además, las cifras muestran las fracturas sociales y étnicas que se mantienen entre la ciudad y el campo, entre el sector urbano y el rural. La región convive con la pobreza, con la desigualdad y con la injusticia, en Estados en los que el recurso a la violencia se impone sobre el consenso y el diálogo en muchos casos.
Según la CEPAL, al menos el 34.1% de la población en América Latina vive en situación de pobreza o indigencia.
Aún cuando algunos Estados reconocen avances en uno u otro campo, fundamentalmente existe un desequilibrio entre los logros democráticos y aquellos relacionados con la justicia social y equidad. Un ejemplo de ello es el Perú. El Acuerdo Nacional reconoce que las políticas de Estado relacionadas con la democracia (funcionamiento del Estado de derecho, subordinación de las FFAA al poder constitucional, libertad de prensa) básicamente se han cumplido. El mayor déficit se concentra en las políticas que corresponden al objetivo equidad y justicia social. Alrededor del 60% de la población ocupada gana en promedio ingresos menores a los necesarios para cubrir la canasta básica de consumo; en el caso de la Sierra y Selva, dicho porcentaje bordea el 80%. La desnutrición crónica en menores de cinco años tiende a disminuir pero a un ritmo extremadamente lento, en particular en el ámbito rural, donde entre el 2000 y el 2004 se redujo de 40,2% a 39% (Informe de las Políticas de Estado 2002-2006).
De esta manera se abre un abismo entre democracia y equidad en cuanto a resultados, y lo que es peor, enfrentamos el reto que significa construir una sociedad viable, colocando a ambos como objetivos a cumplirse por separado, restringiendo la comprensión sobre la democracia e idealizando la justicia hasta convertirla en
impracticable socialmente. Si bien es cierto, es positivo que el debate sobre la necesidad de la justicia social empiece a adquirir dimensiones globales, que se plasme además en esfuerzos conjuntos entre los gobiernos, las fuerzas políticas y la sociedad civil, también lo es que el incumplimiento de metas e indicadores no repercute formalmente en el fracaso de las nuevas democracias y en sus planes de gobierno. No genera una desesperanza desde una perspectiva académica, menos aún política.
Lo cierto es que no es una tarea sencilla solucionar los grandes problemas históricos de América Latina asociados a la explotación humana, discriminación, exclusión y pobreza persistente. Sí podemos empezar por efectuar una síntesis entre democracia y justicia social, que a veces pueden aparecer como antagónicos, de manera que iniciemos un debate por formular nuevas formas de democracia que no estén divorciadas de la equidad. Y ello principalmente nos lleva a debatir el significado, contenido y desarrollo de la democracia, así como de su relación con el Estado. O dicho de otro modo: la discusión y reflexión teórica en el futuro inmediato tendrá que inevitablemente centrarse en la construcción de un nuevo paradigma de la democracia, que integrando los requisitos institucionales actuales y la justicia social, cree un nuevo régimen posible de ser aplicado en la construcción de un nuevo orden de convivencia humana.
Publicado en junio 2009
Miguel Cortavitarte Lahura
Instituto de Ética y Desarrollo de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya.