Cuando una crisis como la pandemia actual desestabiliza las grandes estructuras y dinámicas globales, no podemos perder de vista la violencia que ha sufrido nuestra vida cotidiana. Aunque estemos en nuestro hogar, los objetos familiares y el ritmo de las horas nos aparecen de otra forma. Actividades corrientes, como salir a una bodega cercana, se preparan y realizan con una nueva atención y preocupación. Cuando lo familiar se vuelve inquietante, sentimos más intensamente la necesidad de lugares y momentos que nos ayuden a orientarnos, a dar sentido a nuestras angustias y preguntas. En nuestro país, la experiencia con las imágenes religiosas ofrece, para muchas personas y comunidades, esa suerte de guía. Estas imágenes encarnan esos ejes existenciales que se comparten como espacios donde nos acompañamos, especialmente en tiempos que parecen sobrepasarnos.
Se puede apreciar este poder orientador en las salas de espera y atención de pacientes en nuestro sistema público de salud. Un Cristo crucificado, a la cabeza de las filas de sillones para recibir quimioterapia, transfigura una sala de procedimientos en un lugar donde personas desconocidas pueden ver plasmado un sufrimiento como el suyo. En los saludos, gestos de ayuda y palabras de aliento de pacientes y familiares, cada historia particular se puede leer como entretejida con la vieja historia de abandono, fragilidad y esperanza en la cruz. Esta certeza no es el resultado de razonamientos teológicos. Los relatos que nos movilizan no son creencias que recuperamos a manera de archivos desde nuestra memoria; son, en primer lugar, la perspectiva en la que comprendemos lo que vivimos. Por eso, cuando esa vida se vuelve incomprensible y amenazante, no es extraño que volvamos a esas historias fundantes.
El relato del crucificado sufriente puede transfigurar las cuatro horas de tratamiento porque hace de la sala un lugar familiar, de compañía, cercanía y solidaridad para quienes comparten su debilidad y sufrimiento. A esa fragilidad se suma ahora el miedo por cómo la pandemia ha convertido también los centros de salud en focos de amenaza. Comprender mejor la experiencia con las imágenes religiosas puede ayudar a aprovechar su poder transfigurador de lugares y momentos para aliviar y fortalecer a quienes más sufren en este tiempo.
La estética filosófica, la teoría del arte y la antropología cultural nos han recordado que la imagen religiosa está integrada al mundo del creyente, pero no es un objeto más al que se añadió algún poder. No me acerco a una figura de yeso, sino que me encuentro con una presencia personal cuya compañía también involucra el cuidado y el misterio. Aunque la figura puede permanecer en la misma ubicación, su presencia aparece especialmente en lugares y momentos específicos. En contraste con las ideas que pueda tener sobre María, y su rol en la economía de la salvación, el creyente se encuentra en septiembre ante la Mamacha de Cocharcas, vestida con su manto turquesa, visitando el manantial y el santuario que toda la comunidad creció reconociendo como sus lugares propios. Los cantos y danzas que la acompañan por la calle configuran, en un sentido palpable, esa porción del mundo. La identidad personal y comunitaria no son esencias ocultas, sino una interacción compartida que incorpora a la tierra y a las personas, orientadas por esa imagen. Un aspecto de su poder es alcanzar más allá del lugar y los momentos de encuentro más estrechos con la comunidad. Son ejes que atraviesan todo el mundo vivido. Por eso, encontrarla en la sala de espera de un piso cualquiera en un hospital, puede reconfigurar ese espacio ajeno e incierto en uno familiar, abierto a la esperanza.
La imagen religiosa tampoco es un mero dispensador de beneficios. No se establece con ella una transacción, sino un encuentro. Su clave es el relato que compromete a la comunidad con la presencia que le permite reconocerse. Por eso se puede distinguir entre el devoto interesado y el devoto fiel, entre la que nunca vuelve y quien regresa agradecida. Creer es un acto público y compartido. Solo cuando se olvida ese horizonte comunitario, el concepto de creencia se reduce a un contenido cognitivo, alojado en una subjetividad distanciada del mundo. Por el contrario, la comunidad se reconoce ante y a través de la imagen de su santa patrona: señala su tierra, sus historias y sus vínculos. En su música y sus bailes que actualizan y celebran, se rememora y renueva esa pertenencia mutua que hace del mundo un lugar familiar, y de la vida una historia que se puede contar con sentido. Pero, aunque funde su identidad, la comunidad no tiene el monopolio de la presencia encarnada en la imagen. Por eso, cuando lo pedido no se concede como se esperaba, es posible abrirse a otra forma de comprender lo que uno verdaderamente necesita. También por eso una mujer se puede acercar a una madre que llora por su hijo en la sala de emergencia y ofrecerle una estampa de la Virgen Dolorosa, para que lo encomiende a ella.
Cuando lo familiar se vuelve inquietante, sentimos más intensamente la necesidad de lugares y momentos que nos ayuden a orientarnos, a dar sentido a nuestras angustias y preguntas. [...] la experiencia con las imágenes religiosas ofrece, para muchas personas y comunidades, esa suerte de guía
Ciertamente hay distorsiones y hasta traiciones a esta experiencia de redescubrimiento y renovación. La comunidad cristiana en particular convierte ocasionalmente imágenes en instrumentos para volver a olvidar, estigmatizar o ejecutar a los crucificados y las crucificadas de su tiempo. Si bien puede haber causas externas -sociales, culturales, desastres naturales- que motiven esa perversión, la lógica interna de la experiencia con las imágenes religiosas tiene sus tentaciones características en la cerrazón a otros grupos, el rechazo de la crítica y, en general, a poner el sábado por encima del hombre. Pero también una experiencia religiosa más moderna, centrada en la interioridad subjetiva, tiene sus propias tentaciones en el individualismo autosuficiente, el activismo subordinado a los resultados y la ilusión de superioridad frente a todo lo pasado o no ilustrado. El problema no es, entonces, que el camino espiritual centrado en las imágenes religiosas sea una forma ingenua o degenerada de la experiencia religiosa, sino que, como toda experiencia humana, demanda discernimiento.
Preguntarse por la presencia de -y la devoción a- las imágenes religiosas en hospitales públicos permite reconsiderar otra forma de descalificación de esta experiencia. Durante la pandemia hemos visto cómo técnicas(os), enfermeras(os) y doctoras(es) participan en liturgias, se arrodillan para recibir la bendición del Santísimo, etc. Sin prejuzgar sobre cada experiencia religiosa personal (lo cual requeriría una investigación empírica), sí podemos constatar que, tanto para este grupo de profesionales como para pacientes y familiares, no hay una contradicción abierta entre la presencia de las imágenes y el saber y la práctica científicos. Buscamos -y producimos- esa contradicción cuando asumimos que las creencias que nos orientan vitalmente son ideas o teorías que hay que comparar con las certezas de la ciencia.
Nuestras creencias no son, en primer lugar, ideas sobre los objetos del mundo, sino formas de abrirnos a él. Y esa apertura es valorativa y práctica, antes que cognitiva. Cuando una situación, o el conjunto de nuestra vida cotidiana, se vuelven amenazantes, la pérdida de certezas nos remonta a esas creencias fundantes desde las que podemos formular preguntas y tentar respuestas. Esas certezas se sedimentaron en nuestra infancia, a través de la incorporación práctica al mundo que empezábamos a descubrir guiados por nuestra familia y comunidad. Para muchas personas ese (auto)descubrimiento tuvo como eje central una imagen religiosa ante la que aprendieron a callar, guardar silencio, llorar o agradecer con sus padres, etc., en lugares y momentos específicos. La idea de un mundo -de un espacio y de un tiempo- valorativamente neutro solo es accesible por un aprendizaje posterior. El mundo y la vida cotidiana, sin embargo, no pueden prescindir de la compañía y el sentido.
Reconsiderar cómo las imágenes religiosas (re)configuran los lugares, momentos y relaciones que habitamos, ayuda a apreciar mejor el valor de nuestras acciones cotidianas tocadas por la pandemia. El rostro del vigilante a la salida del hospital, cuando le agradecemos su servicio, no es el mismo que cuando le decimos que se cuide o que Dios lo bendiga. Cobra, en fin, otro sentido cuando estamos al lado de la imagen del Señor de los Milagros rodeada de personas en mascarilla arrodilladas en oración. Hay palabras -saludos, agradecimientos, bendiciones- que pueden aliviar o iluminar el mundo cotidiano en el que nos encontramos. Por supuesto, hay también palabras y acciones que lo pueden oscurecer todavía más.
La idea misma de salud puede ser ocasión de oscuridad cuando se la reduce a la gestión eficiente de un servicio. Esa gestión es necesaria -y urgente en países con nuestra falta de recursos, ineficiencia y corrupción históricas-, pero puede herir más a un paciente cuando lo entiende meramente como un usuario o cliente. Estar sano no es solo un estado funcional, sino una forma de relacionarse con el mundo y los demás. En ese sentido, ser curado y curarse no se limita a procesar y administrar medicamentos al ocupante de una cama. Apunta, más bien, a restituir en la persona concreta una comunicación más plena, dentro de sus posibilidades, con el mundo de su vida cotidiana. Lo que nos puede enseñar el escenario de la sala de quimioterapia con un Cristo crucificado en la viga central y dos Vírgenes junto a la puerta es la importancia de constituir un espacio de encuentro humano que permita una atención competente sin dejar de tratar al ser humano.
Somos capaces de pensar y abrir lugares que no prescindan de su sentido humano. De hecho, lo hace ya el personal de salud que se sacrifica -y, muchas veces, es sacrificado- en la atención a sus pacientes. Palabras y acciones pueden abrir esperanza en un mundo de sufrimiento cuando son capaces de ver en cosas, espacios, momentos y personas su profundidad.
Promover esa mirada no implica poblar las instituciones públicas de imágenes. De hecho, nos permite diferenciar entre lugares dedicados a la salud, a la ciencia, a la justicia, etc. Tampoco nos exime de preguntarnos cómo acoger la pluralidad, no solo de imágenes sino de creencias, en esos lugares diferenciados. En todo caso, hemos querido sugerir que somos capaces de redescubrir y recuperar facetas humanizantes en la experiencia de las imágenes religiosas. En las últimas décadas hemos aprendido a leer en las narrativas y estéticas de la cultura popular -la pop culture de la globalización- la aspiración a vínculos significativos que la sociedad moderna deja a la preocupación individual. También podemos profundizar en una lectura análoga de lo que muchas veces despachamos rápidamente con el rótulo de “religiosidad popular”.
Además de pseudocientíficos charlatanes y políticos mezquinos que medran con la crisis, en estos días el fundamentalismo religioso se aviva para ofrecer la “salvación” frente a la amenaza, afirmando su pureza, que siempre necesita culpar a otros. En este escenario, podemos volver provechosamente sobre una experiencia que hace presente, en sus imágenes, historias que incorporan el sufrimiento, el sinsentido y una esperanza que no renuncia a la acción. Promover la justicia y la fe en la diversidad cultural de un país que sufre en la incertidumbre nos desafía a acompañar y fortalecer sus propias fuentes de consuelo, fortaleza y solidaridad.
Primavera 2020
Víctor Casallo Mesías
Director de la EAP de Filosofía de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Docente de la Pontificia Universidad Católica del Perú