La palabra “fe” remite primariamente a lo que supone toda vida en común: confianza en los demás. Es confianza básica, afecta profundamente al ser humano y su entorno, y por ello no puede desligarse de la vida y sus desafíos. En este sentido, podemos decir que nadie puede vivir sin fe. Nadie puede vivir sin creer en sí mismo[1] (autoestima), ni sin fe en los demás pues las relaciones serian simplemente imposibles. La fe no es sino la apertura al otro ser humano, y se fundamenta en la capacidad de creer en uno mismo, lo cual nos capacita para creer en los otros. Si uno mismo no ha desarrollado sus propias capacidades, es muy difícil que sea capaz de creer en las potencialidades de los demás.
La fe, en su sentido religioso, va dirigida a Dios como raíz última de la existencia humana: su consistencia y finalidad. Entendida como experiencia de Dios aparece como una posibilidad de comprenderse a sí mismo y al mundo en un marco trascendente. La fe se constituye así como la opción fundamental de la propia existencia y el proyecto de vida, en el que se encuentra a sí mismo, a los otros y al mundo al encontrar a Dios[2]. Aceptar este concepto no es frecuente pues ordinariamente asociamos la fe con Dios y con doctrinas religiosas, contraponiéndola al pensamiento racional y científico.
Nuestra experiencia cotidiana nos señala que la palabra “política” se asocia con otras como mentira e impostura, de la que más vale mantenerse a distancia. Hay que señalar sin reparos que si bien esta es una concepción habitual no señala el sentido original de la vivencia política, que estaba vinculado con la capacidad de convivir de los seres humanos.
La política, en su sentido original, está radicalmente vinculada con la ética. Su peculiar radicalidad señala que ella está atada a una concepción valorativa de la vida, que pretende decirnos cuál debería ser el orden de prioridades en la organización de la convivencia humana. La persona al nacer en comunidad, necesita desarrollarse integralmente, y una de las formas de hacerlo, tanto en su individualidad como en su faceta comunitaria, es a través del interés en los asuntos públicos expresada en la acción política. Por ello el apoliticismo no solo es una suerte de contradicción sino una forma de egoísmo.
Para nadie resulta extraño el desinterés y la “falta de fe” en la política. Es bueno que nos preguntemos por qué esto es así. Al pensar al ser humano desde la desconfianza, cierta filosofía moderna instauró el mero intercambio como la preocupación esencial del ser humano. Entonces, la política como preocupación por el bien común se hizo invisible y cedió su lugar a la sociedad liberal. Reducida a una racionalidad funcional, ella se convirtió en un asunto “técnico” para asegurar un mero “bien estar” de los individuos.
Esta racionalidad ha construido un nuevo escenario articulado en torno a cinco ideas: (a) primacía del individuo, contemplado en su vertiente de consumidor, (b) el mercado como modelo, que permite la optimización de las transacciones, que se impone sobre el de las cooperativas, el de las mutualidades, o el del propio estado. Así, podemos hablar de economía de mercado, pero también de sociedad de mercado, considerándola como la forma natural de organización y regulación ciudadana, (c) Es el mercado el que realiza la verdadera justicia social, mediante la equidad. La sociedad de mercado es considerada justa cuando permite que cualquier individuo entre en competencia, dándole la posibilidad de asegurarse su bienestar mediante sus iniciativas y su creatividad, (d) La empresa privada es la organización que, en la sociedad de mercado, garantiza mejor la coordinación de las transacciones en la competencia y permite la distribución más justa de costes y beneficios en el mercado mundial, y (e) el capital está en el origen del valor; es la medida de cualquier bien o servicio, tanto material como inmaterial, incluida la persona humana: reducida a la calidad de “recurso humano”. El individuo ya no tiene valor si deja de ser rentable. Éstos son los cinco grandes ejes motrices de la nueva narración societaria en el marco de la globalización. Note el lector que la política “técnica” se ha arropado del lenguaje de la economía.
¿Y que ha pasado con la religión? La religión, y en especial el cristianismo católico, ya no articulan la organización social ni provee de sentido su praxis. La modernidad relegó la religión al mundo privado[3]. El mundo moderno hizo que el saber escapase de las manos de los clérigos y la crisis se hizo decisiva cuando la Ciencia, que presentaba de manera objetiva al universo como articulado por leyes necesarias, colisionó con la idea de un Dios creador que hubiera podido intervenir y romper esas leyes. Ese ataque a Dios fue ataque a la religión. Emergió el Estado moderno que se liberó de la sujeción a las autoridades eclesiásticas e iniciaron la laicización y secularización. Con la laicización, las ideas de la religión y de Dios, la fe y la creencia cristianas fueron relegadas al espacio privado.
El siglo XXI se ha inaugurado con dos grandes evidencias: el poder decisivo de la educación y el papel fundamental de la ciudadanía. Estamos convencidos de que la calidad de vida y el desarrollo personal dependen en gran medida de la calidad de la educación hasta el extremo que la exclusión del sistema educativo marca el nivel de marginalidad que padecen países como el nuestro y determina el itinerario vital del excluido. Por su parte, el ejercicio de la ciudadanía activa es un asunto intensamente demandado por la sociedad, dado su descuido.
El ejercicio de ciudadanía se aprende cotidianamente en cada uno de los marcos de la vida, como ambiente colectivo que se respira y se recrea a diario en las familias, en la calle, en las instituciones, en los mundos vitales. No es un privilegio, sino primariamente una responsabilidad a la que están invitados todos los agentes sociales; requiere intervenciones y responsabilidades compartidas. Pues bien, el creyente, en particular el cristiano está llamado a “sacar a la calle” la mal entendida “fe privada” porque puede enfocar su interés por el hombre de modos diversos: Dios no llama a los humanos a crear una religión, sino a una forma nueva de relación entre ellos, a “amarse unos a otros”. Y la plenitud de lo humano se realiza sólo en el amor: a los hombres y (cuando se ha tenido la suerte de encontrarlo) también a Dios.
Esto no es otra cosa que la experiencia del valor y la dignidad de los seres humanos como tales y no por su pertenencia a mi propia raíz, país o grupo. Esa experiencia, más la convicción profunda que ella genera, es la que lleva a valorar a las personas ajenas por encima de las ideas propias, aunque no se renuncie a éstas, y por tanto a apreciar la convivencia de todos, y las condiciones para esa convivencia, como un valor no único, pero sí supremo. De modo que la existencia humana no se conciba como lucha y competición sino como búsqueda e integración.
Es evidente que la fe del creyente alienta, estimula, critica, vivifica y enriquece (o debería enriquecer) su actividad pública, incluida la estrictamente política.
Existen grandes problemas en los que tenemos mucho que decir, como ciudadanos y como creyentes: el mal, expresado en la pobreza; la falta de una distribución justa de los recursos escasos; el cambio climático; la escasez de fuentes energéticas. El miedo no debiera ser óbice para denunciar las injusticias.
La fe cristiana puede y debe activar el recuerdo del Crucificado y con él el de todas las víctimas de la injusticia, ejerciendo así una función crítica en nuestra sociedad. Puesto que la fe cristiana confiesa que el Crucificado ha resucitado de entre los muertos, la fidelidad a su memoria no termina en la cruz, y al extenderse a la Resurrección, se convierte en fuente de esperanza. Si la presencia pública del cristianismo fuese capaz de aportar a este mundo nuestro esa memoria y esa esperanza, críticas y liberadoras, estoy convencido de que su significación positiva sería más fácilmente reconocida por amplios sectores de nuestra sociedad.
Creo finalmente que esa memoria y esperanza pueden expresarse en el cultivo de:
La fe no es una postura fija e inamovible, sino un camino. La política no puede darse de espaldas a la realidad. Lo contrario a la fe y a la política no son el ateísmo -o la increencia– o el apoliticismo, respectivamente sino, más bien, el fatalismo, esa actitud resignada de la persona que no ve posibilidad de cambiar el curso de los acontecimientos de su vida; es esa actitud negativa que recorta las posibilidades de esperanza, de proyección y de realización frente a la realidad.
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[1] La fe en uno mismo es la aceptación de uno mismo como se es y de sus posibilidades.
[2] La fe es una noción fundamental en la Biblia. Su sentido primero y principal es la adhesión vital y confiada a Dios.
[3] Como efecto de factores ideológicos y socioeconómicos, la sociedad ha experimentado un proceso de secularización, en virtud del cual las diversas actividades humanas (la política, el arte, la cultura, la moral, la vida cotidiana) se han ido independizando de la matriz religiosa que las empapaba y legitimaba. De forma progresiva, la religión ha ido cediendo posiciones, a veces de manera dolorosa y conflictiva, en la vida pública.
Publicado en enero 2011
Juan Carlos Díaz Lara
Universidad Antonio Ruiz de Montoya