Ha transcurrido ya una década desde que la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), grupo de trabajo que tuve el privilegio de presidir, entregó a los poderes del Estado y al país su Informe Final, documento que plasmó el resultado del trabajo emprendido durante dos años, cumpliendo así un encargo hecho por el Estado peruano.
Nuestra misión era transparente: debíamos esclarecer, en la medida de lo posible, la naturaleza del proceso y los hechos que configuraron el periodo de violencia más doloroso y extenso del Perú durante su vida como nación independiente. Dicha labor era, evidentemente, rechazada por los responsables directos e indirectos de graves violaciones a los derechos humanos; sin embargo, resultaba necesaria para el saneamiento moral y cívico de nuestra patria.
En la hora presente, diez años después, los artículos de balance sobre la tarea que la Comisión emprendió, así como aquellos sobre el modo en que el Estado se ha comportado frente a ese trabajo y sus recomendaciones, estarán a la orden del día. Ahora bien, desde nuestra perspectiva, lamentablemente, la sociedad peruana en su conjunto aún no se ha colocado a la altura de los retos que el Informe le exigía, y ello sobre todo en relación con el trato justiciero debido a las víctimas del conflicto. Esta afirmación no implica una negación de los esfuerzos y avances que, tanto desde algunas entidades del Estado como desde instituciones de la sociedad civil, se han emprendido para afrontar el legado de dos décadas de violencia. Sin embargo, resulta necesario tener claro el escenario político y social de la última década, en el que cualquier esfuerzo de reforma estuvo supeditado a la estabilidad macroeconómica, ubicándose el discurso y las acciones referentes al respeto de los derechos humanos a pie de página, ello si es que no fueron omitidos.
Por ello, es indispensable rescatar con memoria fidedigna y moral cuál fue la razón de nuestro mandato, en particular en los aspectos axiológicos que guiaron nuestra actuación como miembros de la CVR.
Al iniciar nuestro trabajo, asumimos ante el país una Declaración de principios y de compromiso con la nación, documento en el que expresábamos los valores sobre los cuales estaría basado el cumplimiento del mandato otorgado por el Estado peruano. Dichos principios eran la defensa de la cultura de los derechos humanos, la consolidación de una democracia genuina, la implantación de una justicia solidaria y una absoluta transparencia en la ejecución de las investigaciones que la Comisión debería llevar a cabo.
Fue pues, desde dichas convicciones, que ordenamos un trabajo que, en principio, tenía dos ejes centrales: el esclarecimiento histórico de sucesos de violencia que afectaron al país durante las últimas dos décadas del siglo XX y la elaboración de herramientas y casos que permitieran alcanzar el máximo de justicia, no sólo en el terreno punitivo para los delitos cometidos, sino también en el sentido de reconocimiento y reparación a quienes de modo inocente se vieron envueltos en la desgracia padecida.
Si bien los enfoques histórico y jurídico fueron importantes en las labores que realizamos, ellos fueron enriquecidos con los aportes de diversas disciplinas y, sobre todo, con la búsqueda de una verdad éticamente motivada y afectivamente concernida, y ello debía ser así pues nuestro principal compromiso se encontraba con las víctimas de los hechos ocurridos, quienes, en su mayoría, pertenecían a los sectores más excluidos de nuestra patria.
Ahora bien, para emprender nuestra tarea, resultaba necesario que la CVR tuviera claros algunos conceptos claves. Entendimos que la verdad que debíamos buscar y presentar al país no era una mera formulación científica, sino que debía estar provista de contenido y repercusión morales, es decir, que fuera sanadora y regeneradora. Por esta razón, la CVR señaló que su concepto de verdad era un “relato fidedigno, éticamente articulado, científicamente respaldado, contrastado intersubjetivamente, hilvanado en términos narrativos, afectivamente concernido y perfectible, sobre lo ocurrido en el país en los veinte años considerados por su mandato”.
Esta visión se basó en la comprensión de un hecho fundamental: las Comisiones de la Verdad no sustituyen a la justicia ordinaria, sino que constituyen instancias de recuperación moral e histórica de las sociedades que las conforman. Por esta razón, estos grupos de trabajo deben rescatar un sentido cívico muchas veces olvidado, que incluya y, a la vez, trascienda a la identificación y sanción de los responsables de violaciones flagrantes de los derechos humanos. Así, las investigaciones e indagaciones que realizamos no podían circunscribirse únicamente a una mera enumeración de hechos o al señalamiento de posibles acusados ante la justicia, sino que las mismas, entendíamos, debían constituirse en fuente de pedagogía ciudadana y reafirmación ética en las dimensiones de lo personal y lo social.
En ese sentido fuimos rigurosos con las herramientas que empleamos. De un lado se acogió a los expertos y a los métodos científicos y técnicos más actualizados, a fin de garantizar la mayor objetividad posible en el esclarecimiento de los hechos encontrados y, de otro lado, se convocó a calificados especialistas en diversas áreas del conocimiento para el adecuado análisis e interpretación de esos sucesos ocurridos.
Ahora bien todo ese trabajo profesional reposaba en una cuestión previa y esencial: escuchar a todas las voces concernidas en la cuestión que nos tocaba estudiar. Dada la deuda de justicia y solidaridad que el país tenía, privilegiamos escuchar a las víctimas de la violencia tanto a través del recojo de testimonios en todo el país, así como con el desarrollo de audiencias públicas de casos y temas que desarrollamos durante buena parte de nuestro mandato. Por supuesto, también nos entrevistamos con los actores directos e indirectos de los hechos (autoridades políticas, miembros de las fuerzas del orden, integrantes de las organizaciones subversivas, líderes de opinión y otros) para escuchar sus versiones sobre lo ocurrido.
Dejamos claro asimismo que el relato que presentábamos al país era perfectible y proyectado hacia el futuro. Por ello se establecieron los criterios que permitirían el perfeccionamiento constante de su narración, con miras a acoger nuevos testimonios de víctimas desconocidas, así como posibles perspectivas de análisis y crítica que enriquecieran los hallazgos emprendidos.
Ya lo mencionábamos: a la tarea de esclarecimiento de la verdad, se sumó la necesidad para las víctimas de recibir justicia, así como el inicio de un proceso de reconciliación, que constituiría un punto de llegada y una estación de partida para nuestra sociedad.
Así pues, la reconciliación como “reproducción del pacto social entre persona – comunidad - Estado” la entendemos como un proceso largo, quizás penoso y que excluía, por supuesto, todo menoscabo de la justicia legal y punitiva a través de amnistías o indultos propiciatorios de la impunidad. Desarrollando a través de casi dos años (setiembre 2001 – agosto 2003) las tareas correspondientes a los principios señalados, el grupo de personas que nos comprometimos con entregar al Perú una rendición de cuentas de veinte años de padecimientos, llegamos a un veintiocho de agosto de 2003.
Esa fecha entregamos el resultado de nuestra labor. Al hacerlo hicimos legado al país de una serie de tareas. Han transcurrido diez años, hoy toca al Estado que nos representa -y también esto se aplica a cada uno de los peruanos– preguntarnos cuánto hemos avanzado en el cumplimiento de nuestros deberes y actuar en consecuencia.
Salomón Lerner Febres
Instituto de Democracia y Derechos Humanos (IDEHPUCP), ex miembro de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR).