El reconocido Latinobarómetro, que compara percepciones ciudadanas sobre estado, democracia y expectativas económicas, da cuenta en su última versión de 2017 del grado de confianza de la población en el Poder Judicial en casi todos los países de América Latina. La fuente recoge el promedio de las mediciones de los últimos veinte años. El Perú ocupa el penúltimo lugar en el cuadro. Solo en Paraguay la población tiene mayor desconfianza que en nuestro país, respecto de la justicia. Mientras en Costa Rica el 43% de los encuestados confía en sus jueces, en el Perú solo el 18% expresa esa confianza[1].
Una reciente encuesta de la consultora GFK, publicada en el diario La República el 30 de agosto de este año, ofrece resultados todavía más decepcionantes. Ante la pregunta: “¿Usted aprueba o desaprueba el desempeño del Poder Judicial?”, el 89% de los consultados expresa su desaprobación y solo el 7% manifiesta aprobación. Peor aún, frente a la interrogante: “¿Usted cree, en general, que el Poder Judicial actúa con autonomía, bajo intereses personales o bajo intereses de partidos políticos?”, únicamente el 2% opina que actúa con autonomía, en tanto el 38% cree que lo hace por intereses personales y el 51% por intereses de partidos políticos.
Pero aquello que muestran los estudios sobre percepciones no son sino manifestaciones de un agudo problema institucional que afecta la calidad de nuestra convivencia ciudadana, el modo en que nos situamos frente a nuestros derechos y deberes y, en definitiva, la noción de justicia que construimos en nuestra vida personal y social.
Debemos pues afrontar la necesidad de reformar una justicia poco creíble, en la que muy pocos confían. Ya en otras oportunidades nos hemos ocupado de los costos que supone no hacerlo[2]. Más allá del valor intrínseco que posee la justicia como valor social, es posible también aproximarse al costo de oportunidad, del que hablan los economistas, de permanecer impasibles ante un sistema de justicia tardío, imprevisible y penetrado por la corrupción.
El costo directo de la corrupción representa, según la Defensoría del Pueblo, un 10% del presupuesto general de la República. Ello supone, en 2018, casi 16 mil millones de soles. Durante el minuto que el lector tarda en repasar este párrafo, alguien nos está robando a los peruanos unos 30 mil soles mediante el cohecho, la negociación incompatible, la colusión, la concusión, el peculado y demás delitos contra la administración pública, y así podrá seguir sucediendo, indefinidamente, cada 60 segundos, si no hacemos algo para detener esa sangría. De igual forma, la inseguridad ciudadana supuso en 2016, según el Banco Interamericano de Desarrollo, un costo equivalente al 3% del Producto Bruto Interno del país. Ello suma unos 20 mil millones de soles adicionales.
Pero aún es posible mostrar más cifras. El Fondo Monetario Internacional afirma que el Perú podría incrementar en un 5% la inversión privada si el sistema pudiese garantizar plenamente los derechos de propiedad. Ello supone una pérdida de unos seis mil millones de soles cada año. ¿No puede el sistema de justicia ser más eficiente en castigar el delito y garantizar la propiedad de personas y empresas? ¿Cuánto empleo, cuántas vacunas, cuánto alimento, cuántas postas médicas, cuántos kilómetros de carreteras, cuántas escuelas podríamos ofrecer a los peruanos más humildes si no perdiéramos esos montos?
Por mucho tiempo hemos desatendido la urgencia de reformar la justicia en el Perú. No obstante, un hito relevante fueron, en 2004, las propuestas de la Comisión Especial de Reforma Integral de la Administración de Justicia (CERIAJUS), que propuso acciones indispensables para la mejora del sistema. Pero pese a algunos empeños aislados, todavía subsisten graves problemas, como la provisionalidad de los jueces, la enorme carga procesal, la demora en los procesos judiciales, las limitaciones presupuestales y la ausencia de sanción respecto de las conductas de buena parte de los operadores de justicia[3]. Sin embargo, no se había reconocido en los últimos años, hasta la emisión de los audios propalados por Idl Reporteros, que la corrupción es el problema más severo en la judicatura y el mayor de los obstáculos para una buena administración de justicia.
El país no solo requiere renovados instrumentos legales en el ámbito de la justicia. Necesita, sobre todo, políticas nacionales en la materia, con metas, indicadores y responsabilidades claras. Sin ello, todo esfuerzo reformista será pasajero, cuando no coartada para ocultar las inconsistencias del sistema y preparar nuevos zarpazos. Las políticas requieren el concurso de todos los componentes del sistema, mediante un mecanismo eficiente de articulación y de rendición de cuentas. Esta necesidad de coordinación fue evadida por mucho tiempo bajo el parapeto de la autonomía que corresponde a cada una de las instituciones constitucionales que integran el sistema: Poder Judicial, Ministerio Público, Tribunal Constitucional, Consejo Nacional de la Magistratura y Academia Nacional de la Magistratura.
La demanda de coordinación, formulada en su oportunidad por la CERIAJUS, solo fue atendida con la publicación, el 27 de julio de 2016, de un anteproyecto de ley para la creación del Consejo Interinstitucional Permanente de Cooperación, Coordinación y Seguimiento de las Políticas Públicas en materia de Justicia (Interjusticia). El Acuerdo Nacional por la Justicia hizo suya la propuesta. El Consejo de Ministros la aprobó y el Presidente de la República la envió al Congreso en junio de 2017. El proyecto tiene dictamen favorable de las comisiones de Justicia y de Reforma del Estado, pero no llegó aún al Pleno.
En base a la coordinación será posible el expediente electrónico que vincule a la Policía Nacional, al Ministerio Público, al Poder Judicial y al Instituto Nacional Penitenciario. Con instituciones articuladas podremos crear Módulos Integrados de Justicia donde actúen en conjunto policías, fiscales, defensores públicos y jueces. Solo a través del intercambio tendremos, al fin, una data común en temas de presupuesto, calificaciones de jueces y fiscales, acceso a la justicia, distribución del personal auxiliar, criminalidad, gestión de la carga procesal, todo ello indispensable para gestionar con éxito la impartición de justicia.
Ante la crisis desatada en julio último por la emisión de audios que comprometen a magistrados, políticos y empresarios, el Poder Ejecutivo ha planteado una serie de reformas. La más importante supone una modificación constitucional (sometida a referéndum el 9 de diciembre). Como es sabido, ella busca variar la composición del Consejo Nacional de la Magistratura (CNM), institución constitucional autónoma a cargo de la designación y evaluación de jueces y fiscales. De aprobarse la propuesta, pasaremos de un modelo representativo -donde tenían asiento los elegidos por las universidades públicas y privadas y los colegios profesionales, además del Poder Judicial y el Ministerio Público-, a otro donde las posiciones se alcanzarán por concurso público. No están claras las ventajas del nuevo modelo respecto del anterior. La cuestión fundamental es garantizar un proceso de selección objetivo y transparente, que privilegie la idoneidad personal sobre los requerimientos burocráticos, para acceder a la Junta Nacional de Justicia, nombre que adoptará el hasta ahora CNM.
En adición a la reforma propuesta, el Poder Ejecutivo ha presentado al Congreso un conjunto de Proyectos de Ley que buscan incidir en la mejora de la justicia. Sin embargo, el proyecto de más relieve, desde nuestra perspectiva, es el que crea el Consejo para la Reforma del Sistema de Justicia. Este resulta compatible con la propuesta del Consejo Interjusticia, al que hemos aludido en el epígrafe precedente. El aspecto más notable de la propuesta es que pone al Presidente de la República, en su condición de Jefe de Estado, al frente de los esfuerzos para reformar la justicia en el país. En verdad, aquel Consejo deberá constituirse en el instrumento para vincular a los diferentes componentes del sistema de administración de justicia para decidir y ejecutar políticas públicas en la materia.
El clamor histórico para hacer cambios en el sistema de justicia, que resuena aún con más ímpetu en nuestros días, parece finalmente haber sido escuchado. Pero será necesario persistir en el empeño. Una oportunidad para ello será generar el espacio permanente donde se discutan, acuerden y ejecuten políticas públicas en el campo de la justicia. Ese ámbito puede ser el Consejo para la Reforma del Sistema de Justicia, ya referido. Allí deberán fijarse metas, plazos y responsabilidades, que vinculen a las instituciones con la expectativa ciudadana de una justicia célere, transparente y previsible. Que los temas contingentes no diluyan la necesidad de dar continuidad a la ansiada reforma.
----------------------
[1] Corporación Latinobarómetro: Informe 2017, p. 25. En www.latinobarometro.org/LATDocs/F00006433-InfLatinobarometro2017.pdf
[2] VÁSQUEZ RÍOS, Aldo (2018): La reforma del sistema de justicia y sus prioridades. IDEELE Revista N° 281. En https://revistaideele.com/ideele/content/la-reforma-del-sistema-de-justicia-y-sus-prioridades
[3] GACETA JURÍDICA (2015): La Justicia en el Perú. Lima, Gaceta Jurídica. En http://www.gacetajuridica.com.pe/laley-adjuntos/INFORME-LA-JUSTICIA-EN-EL-PERU.pdf
Verano 2018-2019
Aldo Vásquez Ríos
Vicerrector Académico de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Ex Ministro de Justicia y Derechos Humanos.